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Bien chilo y correcto. No había ocurrido nada, o casi nada, en relación con los márgenes y límites personales establecidos por Teresa. Pero eso no tenía nada que ver. Santiago no le había pedido que fuera, y tampoco le prohibió ir. Era, como todos, previsible en sus intenciones, en sus torpezas, en sus sueños. También iba a llevarla a Galicia, decía. Cuando todo acabara, irían juntos a O Grove. No hace tanto frío como crees, y la gente es callada. Como tú. Como yo. Habrá una casa desde la que se vea el mar, y un tejado donde suene la lluvia y silbe el viento, y una goleta amarrada en la orilla, ya lo verás. Con tu nombre en el espejo de popa. Y nuestros hijos jugarán con planeadoras de juguete guiadas por radiocontrol entre las bateas de mejillones.

Cuando acabó el cigarrillo, Santiago no había vuelto. No estaba en el baño, así que Teresa recogió las sábanas –le había venido la pinche reglamentaria durante la noche–, se puso una camiseta y cruzó el saloncito a oscuras, en dirección a la puerta corrediza que daba a la playa. Vio luz allí, y se detuvo a mirar desde dentro de la casa. Híjole. Santiago estaba sentado bajo el porche, con un short, el torso desnudo, trabajando en una de sus maquetas de barcos. El flexo que tenía sobre la mesa iluminaba las manos hábiles que lijaban y ajustaban las piezas de madera antes de pegarlas. Construía un velero antiguo que a Teresa le parecía precioso, con el casco formado por listones de distinto color que el barniz ennoblecía, todos muy bien curvados –los mojaba para luego darles forma con un soldador– y con sus clavos de latón, la cubierta como las de verdad y la rueda del timón que había construido en miniatura, palito a palito, y que ahora quedaba muy bien cerca de la popa, junto a un pequeño tambucho con su puerta y todo. Cada vez que Santiago veía la foto o el dibujo de un barco antiguo en una revista, lo recortaba con cuidado y lo guardaba en una carpeta gruesa que tenía, de donde sacaba las ideas para hacer sus modelos cuidando hasta los menores detalles. Desde el saloncito, sin hacer notar su presencia, ella siguió mirándolo un rato, el perfil iluminado a medias que se inclinaba sobré las piezas, la forma en que las levantaba para estudiarlas de cerca, en busca de imperfecciones, antes de encolarlas minuciosamente y ponerlas en su lugar. Todo bien padre. Parecía imposible que aquellas manos que Teresa conocía tanto, duras, ásperas, con uñas que siempre estaban manchadas de grasa, poseyeran esa admirable habilidad. Trabajar con las manos, le había oído decir una vez, hace mejor al hombre. Te devuelve cosas que has perdido o que estás a punto de perder. Santiago no era muy hablador ni de muchas frases, y su cultura era apenas más amplia que la de ella. Pero tenía sentido común; y como estaba callado casi siempre, miraba y aprendía y disponía de tiempo para darle vueltas a ciertas ideas en la cabeza.

Sintió una profunda ternura observándolo desde la oscuridad. Parecía al mismo tiempo un niño ocupado con un juguete que absorbe su atención, y un hombre adulto y fiel a cierta misteriosa clase de ensueños. Algo había en aquellas maquetas de madera que Teresa no llegaba a comprender del todo, pero que intuía cercano a lo profundo, a las claves ocultas de los silencios y la forma de vida del hombre del que era compañera. A veces veía a Santiago quedarse inmóvil, sin abrir la boca, mirando uno de esos modelos en los que invertía semanas y hasta meses de trabajo, y que estaban por todas partes –ocho en la casa, y el que ahora construía, nueve–, en el saloncito, en el pasillo, en el dormitorio. Estudiándolos de una manera extraña. Daba la impresión de que trabajar tanto tiempo en ellos equivaliese a haber navegado a bordo en tiempos y mares imaginarios, y ahora encontrara en sus pequeños cascos pintados y barnizados, bajo sus velas y jarcias, ecos de temporales, abordajes, islas desiertas, largas travesías que había hecho con la mente a medida que aquellos barquitos iban tomando forma. Todos los seres humanos soñaban, concluyó Teresa. Pero no del mismo modo. Unos salían a rifársela en el mar en una Phantom o al cielo en una Cessna. Otros construían maquetas como consuelo. Otros se limitaban a soñar. Y algunos construían maquetas, se la rifaban y soñaban. Todo a la vez.

Cuando iba a salir al porche oyó cantar los gallos en los patios de las casas de Palmones, y de pronto sintió frío. Desde Melilla, el canto de los gallos se asociaba en su recuerdo con las palabras amanecer y soledad. Una franja de claridad se destacaba por levante, silueteando las torres y las chimeneas de la refinería, y en aquella parte el paisaje pasaba del negro al gris, transmitiendo el mismo color al agua de la orilla. Pronto habrá más luz, se dijo. Y el gris de mis sucios amaneceres se iluminará primero con tonos dorados y rojizos, y luego el sol y el azul empezarán a derramarse por la playa y la bahía, y yo estaré de nuevo a salvo hasta la próxima hora del alba. Andaba en esos pensamientos cuando vio a Santiago levantar la cabeza hacia el cielo que clareaba, como un perro de caza que husmease el aire, y quedarse así absorto, suspendido el trabajo, un buen rato. Luego se puso en pie, estirando los brazos para desperezarse, apagó la luz del flexo y se quitó el pantalón corto, tensó una vez más los músculos de los hombros y los brazos como si fuese a abarcar la bahía, y anduvo hasta la orilla, metiéndose en el agua que la brisa alta apenas rozaba; un agua tan quieta que los aros concéntricos que se generaban al entrar en ella podían percibirse hasta muy lejos en la superficie oscura. Se dejó caer de frente y chapoteó despacio, hasta el límite donde hacía pie, antes de volverse y ver a Teresa, que había cruzado el porche quitándose la camiseta y entraba en el mar porque sentía mucho mas frío allá atrás, sola en la casa y en la arena que el amanecer agrisaba. Y de esa forma se encontraron con el agua por el pecho, y la piel desnuda y erizada de ella se entibió al contacto con la del hombre; y cuando sintió su miembro endurecido apretar primero contra sus muslos y después contra su vientre abrió las piernas aprisionándolo entre ellas mientras besaba su boca y su lengua con sabor a sal, y se sostuvo medio ingrávida alrededor de sus caderas mientras él se le metía bien adentro y se vaciaba lenta y largamente, sin prisas, al tiempo que Teresa le acariciaba el pelo mojado, y la bahía se aclaraba alrededor de los dos, y las casas encaladas de la orilla se iban dorando con la luz naciente, y unas gaviotas volaban por encima en círculos, entre graznidos, yendo y viniendo de las marismas. Y entonces pensó que la vida era a veces tan hermosa que no se parecía a la vida.

Fue Óscar Lobato quien me presentó al piloto del helicóptero. Nos vimos los tres en la terraza del hotel Guadacorte, muy cerca del lugar en donde habían vivido Teresa Mendoza y Santiago Fisterra. Había un par de primeras comuniones que se celebraban en los salones, y la pradera estaba llena de críos que alborotaban persiguiéndose bajo los alcornoques y los pinos. Javier Collado, dijo el periodista. Piloto del helicóptero de Aduanas. Cazador nato. De Cáceres. No lo invites a un cigarrillo ni a alcohol porque sólo bebe zumos y no fuma. Lleva quince años en esto y conoce el Estrecho como la palma de su mano. Serio, pero buena gente. Y cuando está ahí arriba, frío como la madre que lo parió.

–Hace con el molinillo cosas que no he visto hacer a nadie en mi puta vida.

El otro se reía oyéndolo. No le hagas caso, apuntaba. Exagera. Luego pidió un granizado de limón. Era moreno, bien parecido, de cuarenta y pocos años, delgado pero ancho de espaldas, el aire introvertido. Exagera un huevo, repitió. Se le veía incómodo con los elogios de Lobato. Al principio se había negado a hablar conmigo, cuando hice una gestión oficial a través de la dirección de Aduanas en Madrid. No hablo de mi trabajo, fue su respuesta. Pero el veterano reportero era amigo suyo –me pregunté a quién diablos no conocía Lobato en la provincia de Cádiz–, y éste se brindó a terciar en el asunto. Te lo trajino sin problemas, dijo. Y allí estábamos. En cuanto al piloto, yo me había informado a fondo y sabía que Javier Collado era una leyenda en su ambiente: de esos que entraban en un bar de contrabandistas y éstos decían joder y se daban con el codo, mira quién está ahí, con una mezcla de rencor y de respeto. El modo de operar de los traficantes cambiaba en los últimos tiempos, pero él seguía saliendo seis noches a la semana, a cazar hachís desde allá arriba. Un profesional –aquella palabra me hizo pensar que a veces todo depende de a qué lado de la valla, o de la ley, el azar lo ponga a uno–. Once mil horas de vuelo en el Estrecho, apuntó Lobato. Persiguiendo a los malos.