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De ese modo, durante aquel tiempo casi feliz –por primera vez en su vida era consciente de serlo–, Teresa se hizo al oficio. La mejicanita que poco más de un año antes había echado a correr en Culiacán era ahora una mujer fogueada en travesías nocturnas y sobresaltos, en cuestiones marineras, en mecánica naval, en vientos y corrientes. Conocía el rumbo y la actividad de los barcos por el número, color y posición de sus luces. Estudió las cartas náuticas españolas e inglesas del Estrecho comparándolas con sus propias observaciones, hasta saberse de memoria sondas, perfiles de costa, referencias que luego, de noche, marcarían la diferencia entre el éxito o el fracaso. Cargó tabaco en los almacenes gibraltareños, alijándolo una milla más allá, en la Atunara, y hachís en la costa marroquí para desembarcarlo en calas y playas desde Tarifa a Estepona. Verificó, llave inglesa y destornillador en mano, bombas de refrigeración y cilindros, cambió ánodos, purgó aceite, desmontó bujías y aprendió cosas que nunca había imaginado fuesen útiles; como, por ejemplo, que el consumo/hora de un cabezón trucado, como el de cualquier motor de dos tiempos, se calcula multiplicando por 0,41a potencia máxima: regla utilísima cuando se quema el combustible a chorros en mitad del mar, donde no hay gasolineras. Del mismo modo se acostumbró a guiar a Santiago con golpes en los hombros en huidas muy apuradas, para que la proximidad de las turbolanchas o el helicóptero no lo distrajeran cuanto pilotaba a velocidades peligrosas; e incluso a manejar ella misma una planeadora por encima de los treinta nudos, meter gas o reducirlo con mala mar para que el casco sufriera lo imprescindible, elevar la cola del cabezón con marejada o regularla intermedia para el planeo, camuflarse cerca de la costa aprovechando los días sin luna, pegarse a un pesquero o a un barco grande a fin de disimular la propia señal de radar. Y también, las tácticas evasivas: utilizar el corto radio de giro de la Phantom para esquivar el abordaje de las más potentes pero menos maniobrables turbolanchas, buscar la popa de quien te da caza, doblarle la proa o cortar su estela aprovechando las ventajas de la gasolina frente al lento gasóleo del adversario. Y así pasó del miedo a la euforia, de la victoria al fracaso; y supo, de nuevo, lo que ya sabía: que unas veces se pierde, otras se gana, y otras se deja de ganar. Arrojó fardos al mar, iluminada en plena noche por el foco de los perseguidores, o los transbordó a pesqueros y a sombras negras que se adelantaban desde playas desiertas entre el rumor de la resaca, metidas en el agua hasta la cintura. Incluso en cierta ocasión –la única hasta entonces, en el transcurso de una operación con gente de poco fiar– lo hizo mientras Santiago vigilaba sentado a popa, en la oscuridad, con una Uzi disimulada bajo la ropa; no como precaución ante la llegada de aduaneros o guardias civiles –eso iba contra las reglas del juego– sino para precaverse de la gente a la que hacían la entrega: unos franceses de mala fama y peores modos. Y luego, esa misma madrugada, alijada ya la carga y navegando rumbo al Peñón, la propia Teresa había arrojado con mucho alivio la Uzi al mar.

Ahora estaba lejos de sentir ese alivio, pese a que navegaban con la planeadora vacía y de vuelta a Gibraltar. Eran las 4.40 de la madrugada y sólo habían transcurrido dos horas desde que embarcaron los trescientos kilos de resina de hachís en la costa marroquí: tiempo suficiente para cruzar las nueve millas que separaban Al Marsa de Cala Arenas, y alijar allí sin problemas la carga de la otra orilla. Pero –decía un refrán español– hasta que pasa el rabo todo es toro. Y para confirmarlo, un poco antes de Punta Carnero, recién entrados en el sector rojo del faro y viéndose ya la mole iluminada del Peñón al otro lado de la bahía de Algeciras, Santiago había soltado una blasfemia, vuelto de pronto a mirar hacia lo alto. Y un instante después, por encima del sonido del cabezón, Teresa oyó un ronroneo diferente que se aproximaba por una banda y luego se situaba a popa, segundos antes de que un foco encuadrase de pronto la lancha, deslumbrándolos muy de cerca. El pájaro, mascullaba ahora Santiago. El puto pájaro. Las palas del helicóptero removían una turbonada de aire sobre la Phantom, levantando agua y espuma alrededor, cuando Santiago movió el trimer de la cola, pisó el acelerador, la aguja saltó de 2.500 a 4.000 revoluciones, y la lancha empezó a correr dando golpes sobre el mar, planeando en rápidos pantocazos. Ni madres. El foco los seguía, oscilante de una banda a otra y de éstas a popa, iluminando como una cortina blanca el aguaje que levantaban doscientos cincuenta caballos a buena potencia. Entre los golpes y la espuma, bien agarrada para no caer por la borda, Teresa hizo lo que debía hacer: olvidarse de la amenaza relativa del helicóptero –volaba, calculó, a unos cuatro metros del agua, y como ellos a una velocidad de casi cuarenta nudos– y ocuparse de la otra amenaza que sin duda rondaba cerca, más peligrosa pues corrían demasiado próximos a tierra: la Hachejota de Vigilancia Aduanera que, guiada por su radar y por el foco del helicóptero, debía de estar en ese momento navegando hacia ellos a toda velocidad, para cortarles el paso o empujar la planeadora contra la costa. Hacia las piedras de la restinga de La Cabrita, que estaban en algún lugar delante y un poco a babor.

Pegó la cara al cono de goma del Furuno, lastimándose la frente y la nariz con los pantocazos, y tecleó para bajar el alcance a media milla. Diosito, Dios. Si en esta chamba no estás a buenas con Dios, ni te metas, pensó. El barrido de la antena en la pantalla le parecía increíblemente largo, una eternidad que aguardó conteniendo el aliento. Sácanos también de ésta, Diosito lindo. Hasta del santo Malverde se acordaba, aquella negra noche de su mal. Iban sin carga que los mandara a prisión; pero los aduaneros eran raza pesada, aunque en las tascas de Campamento te dijeran cumpleaños feliz. A tales horas y por aquellos rumbos, podían recurrir a cualquier pretexto para incautarse de la lancha, o golpearla como por accidente y echarla a pique. La luz cegadora del foco se le metía en la pantalla, dificultándole la visión. Advirtió que Santiago subía las revoluciones del motor, pese a que con la mar que levantaba el viento de poniente ya iban al límite. Al gallego no se le arrugaba el cuero; y tampoco era hombre inclinado a poner las cosas fáciles a la ley. Entonces la planeadora dio un salto más prolongado que los anteriores –que no se gripe el motor, pensó mientras imaginaba la hélice girando en el vacío– y, al golpear de nuevo el casco la superficie del agua, Teresa, agarrada lo mejor que podía, dándose una y otra vez con la cara en el reborde de goma del radar, vio por fin en la pantalla, entre los innumerables pequeños ecos de la marejada, otra mancha negra, distinta: una señal alargada y siniestra que se les acercaba rápidamente por la aleta de estribor, a menos de quinientos metros.

–¡A las cinco! –gritó, sacudiendo el hombro derecho de Santiago–... ¡Tres cables!

Lo dijo pegándole la boca a la oreja para hacerse oír por encima del rugido del motor. Entonces Santiago echó un inútil vistazo hacia allí, entornados los ojos bajo el resplandor del foco del helicóptero que seguía pegado a ellos, y después arrancó de un manotazo la goma del radar para ver él mismo la pantalla. La sinuosa línea negra de la costa se trazaba inquietantemente cerca a cada barrido de la antena, unos trescientos metros por el través de babor. Teresa miró a proa. El faro de Punta Carnero seguía emitiendo sus destellos de color rojo. Con aquel rumba, cuando pasaran al sector de luz blanca ya no habría modo de evitar la restinga de La Cabrita. Santiago debió de pensar lo mismo, pues en ese momento redujo velocidad y giró el timón hacia la derecha, volvió a acelerar y maniobró varias veces en zigzag de la misma forma, mar adentro, mirando alternativamente la pantalla de radar y el foco del helicóptero, que a cada quiebro se adelantaba, perdiéndolos de vista un momento, antes de pegárseles de nuevo para mantenerlos encuadrados con su luz. Ya fuera el de la camisa azul o cualquier otro, pensó Teresa con admiración, aquel tipo de arriba era de los que no tenían madre. Pa' qué te digo que no, si sí. Y dominaba su oficio. Volar de noche con un helicóptero y a ras del agua no estaba en manos de cualquiera. El piloto debía de ser tan bueno como el Güero, en sus tiempos y en lo suyo. O más. Deseó tirarle una pinche bengala, si hubieran llevado bengalas a bordo. Verlo caer en llamas al agua.