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Janeway Smithson era una pequeña, enfermiza y canosa caricatura gallinácea de un hombre. Nos metió a cinco o seis tíos en un taxi y nos dirigimos al lecho del río de L.A. Por aquellos días, el río de Los Angeles era un puro fraude -no había agua, sólo un ancho, llano y seco cauce de cemento. Los vagabundos vivían allí abajo por centenares, en pequeños huecos en el hormigón bajo los puentes. Algunos habían puesto incluso macetas con plantas delante de sus refugios. Todo lo que necesitaban para vivir como reyes era calor enlatado (los tubos de calefacción) y lo que recogían del vecino vertedero de basura. Estaban bronceados y relajados y la mayoría de ellos tenían un aspecto mucho más saludable que cualquier típico hombre de negocios de Los Angeles. Aquellos hombres no tenían problemas con las esposas, los impuestos, los caseros, gastos de entierros, dentistas, intereses bancarios, reparaciones de automóvil, ni votos en una cabina con la cortinita cerrada.

Janeway Smithson llevaba en la compañía veinticinco años y era lo suficientemente imbécil como para enorgullecerse de ello. Llevaba una pistola en su bolsillo derecho y presumía de haber parado el taxi en menos tiempo y menos metros en el test de frenado que cualquier otro hombre en toda la historia de la compañía. Mirando a Janeway Smithson pensé que aquel rollo del récord o era una mentira o había sido una puta casualidad. Aparte, como cualquier otro hombre con veinticinco años de servicio en una misma compañía, Smithson era un demente total.

– Muy bien -dijo-, Bowers, tú eres el primero. Pon a esta soplapollas de máquina a ochenta por hora y manténla así. Yo llevo esta pistola en mi mano derecha y el cronómetro en la izquierda. Cuando yo dispare, tú frenas. Si no tienes reflejos para parar lo bastante pronto, estarás esta tarde vendiendo plátanos verdes en el cruce de la Séptima y Broadway… ¡No, jodido imbécil! ¡No mires a la pistola! ¡Mira al frente! Te voy a cantar una nana, voy a hacer que te duermas. Nunca adivinarás cuándo este hijo de puta que te habla va a disparar.

Disparó en este instante. Bowers pisó el freno. Botamos y rebotamos y el coche derrapó. Nubes de polvo se alzaban de debajo de las ruedas mientras patinábamos entre grandes pilares de hormigón. Finalmente el coche con un chirrido dio una última sacudida y se paró. Alguien en el asiento trasero estaba sangrando por la nariz.

– ¿Lo he conseguido? -preguntó Bowers.

– Eso no te lo voy a decir -dijo Smithson, haciendo unas anotaciones en su libreta negra-. Muy bien, De Esprito, ahora te toca a ti.

De Esprito cogió el volante y volvimos otra vez a lo mismo. Los conductores se fueron turnando mientras corríamos por el cauce del río de arriba a abajo, quemando frenos y neumáticos y pegando tiros con la pistola. Me tocó el último.

– Chinaski -dijo Smithson.

Me puse al volante y aceleré el coche hasta los noventa.

– Tú tienes el récord, ¿eh pistoletas? ¡Te voy a borrar del mapa, te voy a dar una patada en el culo! -le dije.

– ¿Qué?

– ¡Quítate la cera de los oídos! ¡Te voy a pisotear, pistoletas! ¡Yo le di una vez la mano a Max Baer! ¡Yo fui una vez mecánico de Tex Ritter! ¡Despídete de tu mierdo-so record!

– ¡Estás conduciendo con el freno pisado! ¡Quita el pie del maldito freno!

– ¡Cántame una nana, pistoletas! ¡Cántame tu cancion-cita! ¡Tengo cuarenta cartas de amor de Mae West en mi petaca!

– ¡Nunca podrás batir mi record!

No aguardé al disparo. Pisé los frenos. Había supuesto bien su reacción. El pistoletazo y el frenazo sonaron al mismo tiempo. Batí su record mundial por cuatro metros y nueve décimas de segundo. Eso es lo que dijo al principio. Entonces cambió de tono y me acusó de haber hecho trampa. Yo dije:

– Está bien, tío, ponme la marca que te salga de los cojones, pero vámonos del río. No va a llover y está claro que no vamos a pescar ni un puto pez.

72

Eramos unos cuarenta o cincuenta en las clases de aprendizaje. Nos sentábamos todos en pequeñas sillas pupitre en fila fijadas al suelo. Cada silla tenía una plataforma de madera en el brazo derecho. Era igual que en los viejos días en clase de biología o química.

Smithson pasó lista.

– ¡Peters!

– Yep.

– Calloway.

– Uh, huh.

– Me Bride…

(Silencio.)

– ¿Mc Bride?

– Ah, sí.

Siguió la lista. Pensé que estaba muy bien que hubiera tantas vacantes de trabajo, aunque también me preocupaba un poco -probablemente harían que nos enfrentáramos de alguna manera. La ley del más fuerte. En América siempre había gente buscando trabajo. Siempre había un montón de cuerpos utilizables para reemplazar a otros. Y yo quería ser escritor. Casi todo el mundo era escritor. No todo el mundo pensaba en que podía ser dentista o mecánico de automóviles, pero todo el mundo sabía que podía ser escritor. De aquellos cincuenta tíos de la clase, probablemente quince o más pensaban que eran escritores. Casi todo el mundo usaba palabras y podía también escribirlas, en consecuencia casi todo el mundo podía ser escritor. Pero la mayoría de los hombres, por fortuna, no son escritores, ni siquiera conductores de taxi, y algunos -bastantes- desgraciadamente no son nada.

Smithson acabó de pasar lista y miró a su alrededor.

– Estamos aquí reunidos -comenzó, entonces paró de hablar. Miró a un tío negro de la primera fila.

– ¿Spencer?

– ¿Sí?

– Le has quitado el alambre a tu gorra, ¿no?

– Sí.

– Bueno, veamos, tú estás sentado en tu taxi con tu gorra metida hasta las orejas como Doug Mc Arthur, y una buena señora con su bolsa de la compra se acerca y quiere coger el taxi y tú estás ahí sentado tal cual con tu brazo colgando fuera de la ventanilla y ella te mira y, claro, piensa que eres un cowboy. Pensará que eres un cowboy y no querrá montar en tu taxi. Cogerá el autobús. Esas pijadas están bien en el ejército, si eres un general victorioso en el Pacífico, pero esto es la compañía Yelloçw Cab de Taxis.

Spencer se agachó, cogió el alambre del suelo y lo volvió a colocar en la gorra. Necesitaba el trabajo.

– Bueno, la mayoría de vosotros os creéis que sabéis conducir ¿eh, tíos? Pero el hecho es que muy poca gente sabe conducir, sólo sabe guiar a medias. Cada vez que conduzco por la calle me maravillo de que no ocurran más accidentes. Cada día veo a dos o tres personas saltarse un disco en rojo como si no existiera. Yo no soy un predicador, pero puedo deciros esto: con la vida que lleva la gente se está volviendo loca y su locura se manifiesta en la forma como conduce. Yo no estoy aquí para deciros cómo tenéis que vivir. Para eso ir a ver a vuestro rabino o a vuestro cura o a vuestra puta. Yo estoy aquí para enseñaros a conducir. Trato de mantener bajas nuestras tasas de seguro y manteneros vivos para que podáis volver por la noche a vuestras casas a comeros el chocho de vuestras mujeres.

– Hostia -dijo el chico que estaba a mi lado-, el viejo Smithson tiene labia, ¿eh?

– Todo hombre es un poeta -dije yo.

– Ahora -dijo Smithson- y, maldita sea, Mc Bride, despierta y escúchame… Bueno, ¿cuándo es el único momento en que un hombre puede perder el control de su taxi sin poder evitarlo?

– ¿Cuando se le ponga dura? -dijo algún coñón.

– Mendoza, si no puedes conducir con la polla dura no nos sirves. Algunos de nuestros mejores choferes con ducen con la polla tiesa durante todo el día y también toda la noche.

Los chicos se rieron.

– Venga, ¿cuándo es el único momento en que un hombre puede perder el control de su coche sin poder hacer nada para remediarlo?

Nadie respondió. Yo levanté la mano.

– ¿Sí, Chinaski?

– Un hombre puede perder el control de su coche cuando estornuda.