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En aquel lugar lejano e ignoto estaba su futuro de matemático, había una promesa de salvación, un espacio incontaminado donde todo era aún posible. Mientras que aquí no tenía más que a Alice, y el resto era desolación.

Empezó a faltarle el aire, a sentir que se ahogaba como el día que presentó la tesis; la atmósfera parecía haberse vuelto líquida de pronto. Los días se habían alargado ya bastante y el crepúsculo era azul y extenuante. Hasta que se extinguió la última claridad del día estuvo paseándose mentalmente por aquellos pasillos que aún no conocía y por los que a veces se cruzaba con Alice, que lo miraba sin decirle nada ni sonreírle.

Has de decidirte, pensó. O vas o no vas, 1 o 0, como los códigos binarios.

Pero cuanto más quería simplificar, más se le complicaba todo. Era como un insecto atrapado en una telaraña pegajosa: cuanto más se debate más se enreda.

Llamaron a la puerta. Tuvo la impresión de que los golpes resonaban en un pozo.

– ¿Sí?

La puerta se abrió despacio y su padre asomó la cabeza.

– ¿Se puede?

– Hum.

– ¿Por qué estás a oscuras?

Sin esperar respuesta, Pietro pulsó el interruptor y los cien vatios de la bombilla estallaron en las dilatadas pupilas de Mattia, las cuales se contrajeron produciéndole un agradable dolor.

Su padre se sentó a su lado en la cama. Tenían el mismo modo de cruzar los pies, poniendo el tobillo del izquierdo sobre el talón del derecho, aunque ninguno de los dos lo había notado.

– ¿Cómo se llama eso que has estudiado? -le preguntó Pietro.

– ¿Qué?

– Lo de tu tesis. Nunca me acuerdo.

– La zeta de Riemann.

– Eso, sí, la zeta de Riemann.

Mattia se rascó con la uña del pulgar debajo de la uña del meñique, pero allí ya tenía la piel tan encallecida que no sintió nada, sólo oyó el rumor de las uñas al frotarse.

– Ya quisiera yo tener esa cabeza que tienes -suspiró Pietro-. Pero a mí las matemáticas no me entraban, no eran lo mío. Para ciertas cosas hay que tener una mente especial.

Mattia pensó que nada bueno había en tener una cabeza como la suya, que con ganas se la habría arrancado y sustituido por otra, incluso por una caja de galletas siempre que estuviera vacía y fuera ligera. Quiso contestar que sentirse especial era una jaula, lo peor que podía pasarle a uno, pero se abstuvo. Recordó el día en que la maestra lo había sacado al medio de la clase y todos lo miraron como a un bicho raro, y se dijo que era como si en todos aquellos años no se hubiera movido de allí.

– ¿Has venido porque te lo ha pedido mamá? -preguntó a su padre.

A Pietro se le tensó el cuello. Se chupó los labios, asintió con la cabeza y dijo con cierto embarazo:

– Tu futuro es lo que importa. Es justo que ahora pienses en ti. Si decides aceptar te apoyaremos. Dinero no tenemos mucho, pero sí algo, para cuando lo necesites.

Hubo otro silencio prolongado, durante el cual Mattia pensó en Alice y en el dinero que robaba a Michela.

– Papá…

– ¿Sí?

– ¿Podrías salir un momento? Tengo que hacer una llamada.

Pietro dio un largo suspiro, no sin alivio.

– Claro.

Se puso en pie, pero antes de irse quiso hacer una caricia a su hijo y alargó la mano, pero cuando ya casi le tocaba la cara, sombreada por una barbita desaliñada, detuvo la mano y la llevó al pelo, que apenas acarició tampoco. De aquellas cosas hacía tiempo que habían perdido la costumbre.

26

El amor que Denis sentía por Mattia se extinguió solo como una vela que arde olvidada en un cuarto oscuro, dejando paso a un hambre insatisfecha. A los diecinueve años, en la última página de un periódico local vio el anuncio de un local gay, lo recortó y se lo guardó en la cartera. Allí lo llevó dos meses, y a veces lo sacaba y releía la dirección, que ya se sabía de memoria.

Los chicos de su edad salían con chicas, practicaban sexo regularmente y no hablaban de otra cosa. Denis veía que la única solución era aquel recorte de periódico, aquella dirección que el sudor de sus dedos había ya medio borrado.

Así que una noche lluviosa, sin proponérselo realmente, fue. Se vistió con lo primero que encontró en el armario y a sus padres, que estaban en el cuarto de al lado, les voceó que se iba al cine.

Pasó primero dos o tres veces por delante del local, dando cada vez la vuelta a la manzana, y al final entró, con las manos en los bolsillos y haciendo al guarda jurado un gesto confidencial. Se sentó a la barra y pidió una clara, que se bebió a sorbos, mirando las botellas alineadas, esperando.

Al poco se le acercó un tío y Denis, sin verle siquiera la cara, decidió que sería ése. El otro empezó a hablarle de sí mismo, o quizá de alguna película que él no había visto, gritándole al oído. El no lo escuchaba. Al poco lo interrumpió y le dijo que fueran al baño. El desconocido enmudeció y acto seguido sonrió enseñando unos dientes horribles. Denis se dijo que era feo, casi cejijunto y viejo, muy viejo, pero que no importaba.

En el baño, el tío le levantó la camiseta y quiso besarlo, pero él lo rechazó. Se arrodilló y le desabotonó la bragueta. Hostias, qué rápido, dijo el otro, pero no se opuso. Denis cerró los ojos y procuró acabar pronto.

Como con la boca no conseguía nada y se sentía un inútil, usó las manos, las dos a la vez. Mientras el otro se corría él también se corrió, en los calzoncillos. Escapó del baño dejando al desconocido a medio vestir, y nada más salir, como si le hubieran arrojado un cubo de agua helada, lo asaltó el sentimiento de culpa, el mismo de siempre.

En la calle estuvo media hora buscando una fuente para quitarse el olor.

Volvió otras noches. Siempre hablaba con un tío distinto y siempre inventaba una excusa para no decir su nombre. No volvió a estar con nadie. Coleccionaba historias de otros como él, que solía escuchar en silencio, y descubrió que se parecían: había un camino que recorrer, a lo largo del cual era preciso sumergirse hasta el fondo para luego poder salir a la superficie y tomar aire.

Todos tenían un amor del alma contrariado, como él tenía a Mattia. Todos tuvieron miedo y muchos aún lo tenían, menos cuando estaban allí, entre personas que podían entenderlos, protegidos por el «ambiente», como ellos decían. Conversando con aquellos desconocidos, Denis se sentía menos solo y se preguntaba cuándo llegaría su hora, el día en que tocaría fondo y podría por fin emerger y respirar también él.

Una noche, uno le habló de lo que en aquel mundillo llamaban «los candiles», una callejuela detrás del cementerio sin otra iluminación que la débil y temblorosa luz que arrojaban las lámparas de las lápidas a través de la gran verja. Por allí te paseabas a tientas, era donde mejor podías desahogar el deseo, como quien se libra de una carga, sin ver ni ser visto, dejando el cuerpo a merced de la oscuridad.

En aquella calleja, Denis tocó su fondo, o más bien chocó con él de bruces, como quien se zambulle en aguas poco profundas. Desde aquel día no volvió al local y se encerró con mayor obstinación en la negación de su ser.

Cursando el tercer año de universidad hizo un viaje de estudios a España. Allí, lejos del mirar inquisitivo de la familia, los amigos, la gente que lo conocía por la calle, halló el amor. Se llamaba Valerio y como él era italiano, y como él era joven y estaba asustadísimo. Los meses que pasaron juntos en un pisito cercano a las Ramblas de Barcelona, rápidos e intensos, terminaron por hacerle olvidar todo aquel sufrimiento, como una noche despejada hace olvidar los días de lluvia torrencial que la han precedido.

De regreso en Italia no volvieron a verse, pero Denis no sufrió. Con una confianza que ya nunca lo abandonaría, se embarcó en nuevas aventuras que parecían haberlo esperado todo el tiempo en ordenada fila al doblar cada esquina. De los viejos amigos no conservó más que a Mattia. Seguían en contacto, sobre todo por teléfono, y eran capaces de estarse en silencio minutos enteros, absorto cada cual en sus pensamientos, oyendo al otro lado de la línea el respirar rítmico y tranquilizador del amigo.