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19

En el recreo, Alice se introdujo a escondidas en la enfermería del primer piso, un recinto blanco y angosto sin más mobiliario que una camilla y un botiquín con espejo. Sólo en otra ocasión había estado allí, un día que medio se desmayó en clase de Educación Física porque en las cuarenta y ocho horas anteriores no había comido otra cosa que dos galletas integrales y una barrita hipocalórica. Aquel día el profesor de gimnasia, en su chándal Diadora verde y al cuello un silbato que nunca usaba, le dijo que lo pensara, que pensara bien lo que estaba haciendo, tras lo cual se fue dejándola allí sola bajo el tubo fluorescente, sin nada que hacer ni mirar en el resto de la hora.

El botiquín estaba abierto; cogió un trozo de algodón del tamaño de una ciruela y el frasco de alcohol desnaturalizado; cerró el botiquín. Buscó un objeto contundente. El cubo de la basura era de plástico duro, de un color entre rojo y marrón. Rogó a Dios que nadie oyera el ruido y con el fondo del cubo rompió el espejo del botiquín.

Con cuidado de no cortarse extrajo un trozo de cristal grande y triangular. Por un instante vio en él reflejado su ojo derecho y se sintió orgullosa de no haber llorado. Se guardó todo en el bolsillo delantero de la holgada sudadera y volvió a clase.

El resto de la mañana lo pasó en estado de aturdimiento. En ningún momento se volvió hacia Viola y compañía ni escuchó una sola palabra de la lección sobre el teatro de Esquilo.

Cuando salía la última del aula, Giulia Mirandi le cogió la mano en secreto y le dijo al oído:

– Lo siento. -Y tras darle un beso en la mejilla echó a correr hacia las otras, que habían salido ya al pasillo.

Alice esperó a Mattia en el vestíbulo del colegio, al pie de la escalera forrada de linóleo por la cual descendía un torrente de estudiantes en dirección a la salida. Tenía una mano en el pasamanos metálico, cuya frialdad la sosegaba.

Mattia bajó la escalera en medio de ese vacío de medio metro que todos, a excepción de Denis, le hacían. Llevaba el negro pelo revuelto y por la frente le caían grandes tirabuzones que casi le tapaban los ojos. Bajaba mirando al suelo y con el cuerpo ligeramente echado hacia atrás. Alice lo llamó una vez, pero él no pareció oírla; lo llamó de nuevo, más fuerte, y él alzó la cabeza. Al verla la saludó inhibido y siguió su camino hacia la salida.

Ella se abrió paso entre los estudiantes y lo alcanzó, lo retuvo por el brazo -Mattia se asustó- y le dijo:

– Ven.

– ¿Adónde?

– Quiero que me ayudes a una cosa.

Mattia miró a los lados nervioso, como si temiera algo, y replicó:

– Mi padre me espera fuera.

– Que espere. Tienes que ayudarme, ahora.

El soltó un resoplido y accedió, aunque sin saber por qué.

– Por aquí -le indicó Alice, y como en la fiesta de Viola le cogió la mano, aunque esta vez también él, con gesto espontáneo, estrechó la suya.

Se alejaron de la multitud. Alice caminaba rápido, como si escapara de algo. Enfilaron el pasillo del primer piso, desierto; las puertas abiertas y las aulas vacías transmitían una sensación de abandono.

Se dirigieron al baño de chicas. Mattia vaciló, quiso decir que allí no podía entrar, pero se dejó arrastrar. Alice lo introdujo en un retrete, cerró la puerta, echó el pestillo y se hallaron tan juntos que las piernas empezaron a temblarle. Era un inodoro a la turca que ocupaba toda la superficie, a excepción de una estrecha franja de ladrillos en la que apenas cabían sus pies. Había trozos de papel higiénico tirados por el suelo, en parte adheridos.

Ahora me besa, se dijo. Y pensó: Pues bésala tú también, es fácil, todo el mundo lo hace.

Alice se bajó la cremallera del chaleco e hizo como en casa de Viola: se sacó la camiseta de los vaqueros, los mismos que llevaba aquel día, y se los bajó hasta la mitad del trasero. No miraba a Mattia, era como si estuviera sola.

En lugar de la gasa blanca que llevaba el sábado se veía una flor tatuada. Mattia fue a decir algo, pero calló y apartó la mirada. Notó que algo se movía entre sus piernas y, procurando distraerse, leyó, sin entender lo que significaban, algunas de las frases escritas en las paredes. Observó que ninguna quedaba paralela a la línea de ladrillos y casi todas formaban con el suelo el mismo ángulo, que calculó de entre treinta y cuarenta y cinco grados.

– Toma -le dijo Alice.

Y le entregó un trozo de cristal, negro por un lado, espejo por el otro, y afilado como un puñal. Mattia no entendió. Ella le levantó la cara por la barbilla, como había imaginado hacer la primera vez que lo vio.

– Bórralo, yo sola no puedo.

Mattia miró el trozo de espejo, miró la mano derecha de Alice que señalaba el tatuaje del vientre.

– Sé que sabes -añadió ella, adelantándose a sus protestas-. No quiero volver a verlo, hazlo por mí, por favor.

El dio vueltas al cristal en la mano y sintió un escalofrío en el brazo.

– Pero…

– Hazlo por mí -insistió Alice, y le tapó un momento la boca con la mano.

Hazlo por mí, se repitió Mattia; estas tres palabras le perforaron el oído y lo hincaron de rodillas ante Alice. Tocaba la pared con los talones, no sabía cómo colocarse. Para tensar la piel tatuada tuvo que tocarla, con gesto inseguro. Nunca había tenido la cara tan próxima al cuerpo de una chica y aspiró para ver cómo olía.

Acercó el cristal a la piel. Con mano firme hizo un pequeño corte, como de un dedo de largo. Alice se estremeció y lanzó un grito.

Mattia retiró el cristal en el acto y se llevó la mano a la espalda, como ocultando que había sido él.

– No puedo hacerlo -dijo. Alzó los ojos.

Alice estaba llorando en silencio, con los ojos fuertemente cerrados en una expresión de dolor.

– Pero no quiero verlo más -gimió.

Él supo que ella no tendría valor para hacérselo sola y eso lo tranquilizó. Se puso en pie y se dijo que mejor sería salir de allí.

Alice limpió una gota de sangre que le resbalaba por el vientre y se abotonó los vaqueros. Mattia pensó qué decirle para confortarla.

– Te acostumbrarás, al final ni repararás en él.

– ¿Y cómo, si lo tendré siempre a la vista?

– Por eso, por eso mismo dejarás de verlo.

El otro cuarto (1995)

20

Mattia tenía razón: uno tras otro, los días se habían deslizado sobre la piel como un disolvente, llevándose cada uno una finísima capa de pigmento del tatuaje de Alice y de los recuerdos de ambos. Los contornos, igual que las circunstancias, seguían allí, negros y bien perfilados, pero los colores se habían mezclado y desvaído hasta acabar fundidos en un tono mate y uniforme, en una neutral ausencia de significado.

Los años del instituto fueron para ambos como una herida abierta, tan profunda que no creían que fuera a cicatrizar jamás. Los pasaron como de puntillas, rechazando él el mundo, sintiéndose ella rechazada por el mundo, lo que a fin de cuentas acabó pareciéndoles lo mismo. Habían trabado una amistad precaria y asimétrica, hecha de largas ausencias y muchos silencios, como un ámbito puro y desierto en el que podían volver a respirar cuando se ahogaban entre las paredes del instituto.

Con el tiempo, la herida de la adolescencia cicatrizó; sus labios fueron cerrándose de manera imperceptible pero continua. Y aunque a cada roce se abría un poco, enseguida volvía a hacerse costra, más gruesa y dura. Al final se había formado una capa de piel nueva, lisa y elástica, y la cicatriz, de ser roja, había pasado a ser blanca y confundirse con las demás.

Estaban tumbados en la cama de Alice, ella con la cabeza hacia un lado, él hacia el otro, ambos con las piernas dobladas de manera forzada, para no tocarse con ningún miembro. Alice pensó en girarse, meter la punta del pie entre las piernas de Mattia y fingir que no se daba cuenta. Pero estaba segura de que él se retiraría en el acto y prefirió ahorrarse esa pequeña decepción.