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Admiraba al hombre que veía reflejado en los archivos, admiraba su eficiencia y sus dotes intelectuales, su energía y su tenacidad, su valor incluso, pero no le gustaba. No había calor en aquel hombre, ni puntos flacos, ni esperanzas ni temores humanos, es decir, ni una sola de las peculiaridades que traicionan los sueños del corazón. Lo que había en él más parecido a la pasión era la actitud implacable con que perseguía la injusticia pero, si tenía que basarse simplemente en las palabras que veía escritas, daba la impresión de que aquello que más odiaba era el mal y para él las víctimas del mal no eran personas sino subproductos del delito.

¿Por qué Evan tenía tanto interés en trabajar con él? ¿Para aprender? Sintió una punzada de vergüenza al pensar qué podría enseñarle; no habría querido que Evan se transformase en una copia suya. Las personas cambian constantemente, cada día que pasa uno es un poco diferente del que era ayer, aprende cosas nuevas y olvida otras. ¿No podría aprender él algo de los sentimientos de Evan y enseñarle a cambio la excelencia sin que, aparejada a ella, estuviera la ambición?

Se echaba de ver que los sentimientos que abrigaba Runcorn hacia él eran, en el mejor de los casos, ambivalentes. ¿Habría perjudicado en algo a Runcorn en aquellos años que le habían visto medrar? ¿Qué comparaciones ofrecía a sus superiores? ¿Qué deslices podía haber cometido que denunciasen una falta de sensibilidad? ¿Habría considerado alguna vez a Runcorn como individuo y no como un obstáculo interpuesto entre él y el peldaño siguiente de la escalera?

Difícilmente podía echarle en cara a Runcorn el que ahora se aprovechase de una oportunidad perfecta para adjudicarle un caso en el que tenía forzosamente que estrellarse, ya fuera por incapacidad para resolverlo o por exceso de celo en resolverlo: el descubrimiento de unos escándalos que ni la sociedad y, por consiguiente, tampoco el comisario de policía, podrían perdonarle.

Monk siguió revisando los archivos. El hombre que vio en ellos era para él un desconocido, tan unidimensional como Joscelin Grey; de hecho más, porque había hablado con gente que estimaba a Grey, que había descubierto sus encantos, que había compartido con él risas y recuerdos comunes, que ahora lo echaba de menos y sentía el doloroso vacío que había dejado tras de sí.

Él no tenía recuerdos, ni siquiera de Beth, salvo aquel breve fugaz retazo de infancia que por un momento había entrevisto en Shelburne. ¿Podía esperar en que hubiera otros si no forzaba las cosas y dejaba que fueran aflorando por sí mismos?

En cuanto a la mujer de la iglesia, la señora Latterly, ¿por qué no la recordaba? Desde el accidente sólo la había visto en dos ocasiones y en cambio parecía como si su rostro se hubiera quedado en el fondo de sus pensamientos impregnándolos de una dulzura que nunca la abandonaba. ¿Habría dedicado mucho tiempo al caso, a menudo? Era absurdo imaginar que podía existir alguna cosa de tipo personal entre' los dos, ya que el abismo que los separaba era infranqueable y, si acaso él se había hecho ilusiones, su ambición rayaba en la petulancia, y no había forma de defenderla. Se sonrojó al pensar en lo que podría haber revelado a aquella mujer con su manera de hablar o con sus maneras. El vicario se había dirigido a ella con la palabra «señora». ¿Llevaría luto de su suegro o sería viuda? Cuando volviera a verla quería dejarlo aclarado, dejar bien sentado que no había soñado siquiera en parecida insolencia.

Pero antes de esto Monk tenía que descubrir en torno a qué giraba aquel caso, qué circunstancias gravitaban sobre la muerte reciente del suegro de aquella mujer.

Estudió detenidamente todos sus papeles, todos los expedientes y cuanto tenía en su escritorio y no encontró ninguno en el que figurase el nombre Latterly. De pronto se le ocurrió un pensamiento triste que ahora, por otra parte, resultaba obvio: le habían pasado el caso a otra persona. Por supuesto, no podía ser de otra manera, ya que él había estado enfermo. Difícilmente Runcorn iba a abandonarlo, sobre todo en caso de que fuera cierto que se había producido una muerte sospechosa.

¿Por qué, entonces, la persona sobre la que había recaído la responsabilidad del caso no había hablado con la señora Latterly o, más lógicamente, con su marido, suponiendo que estuviera vivo? Quizás estuviera muerto. ¿Sería ésta la razón de que hubiera sido precisamente ella quien había pedido noticias? Dejó a un lado los expedientes y fue al despacho de Runcorn. Le sorprendió, al pasar por delante de la ventana exterior, ver que ya era casi de noche.

Runcorn seguía en su despacho, aunque estaba a punto de salir. No pareció sorprenderse al ver a Monk.

– ¿Ya vuelve a su antiguo horario? -le comentó secamente-. No me extraña que no se haya casado, usted está casado con su trabajo, pero reconozca que en las noches de invierno el trabajo reconforta muy poco -añadió no sin un cierto ribete de satisfacción-. ¿Qué quería?

– Latterly.

A Monk le irritó que le recordaran lo que ahora él mismo conocía de su persona. Antes del accidente él había sido de aquella manera, aquéllas eran sus características, sus hábitos, pero entonces su misma proximidad a los hechos no le permitía juzgarse. Ahora las veía con ojos más desapasionados, como si pertenecieran a otra persona.

– ¿Cómo?

Runcorn lo observaba fijamente, el ceño fruncido por la incomprensión, el tic nervioso del ojo izquierdo más acentuado que de costumbre.

– Latterly -repitió Monk-. Supongo que usted le pasaría el caso a algún otro mientras estuve enfermo.

– Nunca he oído ese nombre -alegó Runcorn con aspereza.

– Yo estaba trabajando en el caso de un hombre apellidado Latterly, que se suicidó o fue asesinado…

Runcorn se puso en pie y se acercó el perchero, del que descolgó aquel abrigo suyo tan funcional pero tan poco vistoso.

– ¡Ah, ese caso! Usted dijo que se trataba de un suicidio y lo dio por cerrado unas semanas antes del accidente. ¿Qué le pasa? ¿Ha perdido usted la memoria?

– ¡No, no he perdido la memoria! -le soltó Monk, sintiendo que le subía por dentro una oleada de calor que, rogaba a Dios no se le hubiera asomado a la cara-, pero resulta que toda la documentación ha desaparecido de mi archivo. He supuesto que debió de ocurrir algo que justificara la reapertura del caso y que usted lo confiara a otro.

– ¡Ah!-gruñó Runcorn, procediendo a ponerse el abrigo y los guantes-. Pues no, no ocurrió nada y el caso sigue cerrado. Tampoco se lo he pasado a nadie. Tal vez no llegara a añadir nada nuevo a la documentación y ahora, ¿querrá hacerme el favor de olvidarse de Latterly, que parece que se quitó la vida, el pobre, y volver a centrarse en Grey, que con toda seguridad no se la quitó?¿Se ha enterado de alguna otra cosa?¡Vamos, Monk, normalmente usted es bastante más hábil! ¿Le ha sacado algo a ese tipo…Yeats?

– No, señor, nada que pueda sernos útil. -Monk estaba molesto y su voz lo traicionaba.

Runcorn, todavía delante del perchero, se dio la vuelta y le sonrió afablemente con un brillo en los ojos.

– Entonces será mejor que abandone esta vía y centre sus pesquisas en la familia y amigos de Grey, ¿no cree? -le aconsejó con mal disimulada satisfacción-. Y de manera especial en sus amigas. Puede haber de por medio algún marido celoso. A mí me da en la nariz que se trata de un odio de este tipo. Créame: en el fondo de todo esto hay algo muy feo. -Se ladeó ligeramente el sombrero, lo que le dio un aspecto más desgarbado que gallardo-. Y usted, Monk, es el hombre adecuado para descubrirlo. ¡Mejor será que vuelva a Shelburne e insista!

Y con esta frase de despedida, radiante de satisfacción, se lió la bufanda alrededor del cuello y salió.

Monk no fue a Shelburne al día siguiente ni en toda la semana. Sabía que tarde o temprano tendría que ir, pero quería estar bien pertrechado cuando llegara el momento, tanto para amarrar las posibilidades de éxito en cuanto a descubrir al asesino de Joscelin Grey -en lo cual lo guiaba un poderoso e indiscutible sentido de la justicia-, como para evitar verse ultrajado al investigar la intimidad de los Shelburne -lo que rápidamente se estaba convirtiendo en motor de importancia casi pareja-, o de quienquiera que hubiese desencadenado tanto odio, y fuera movido por celos, pasiones o perversiones. Monk sabía que los poderosos eran tan frágiles como el resto de los humanos, aunque normalmente fueran mucho más efusivos a la hora de defender dichas fragilidades de las burlas y rechiflas del vulgo. En él era más cuestión de instinto que de experiencia, del mismo modo que tampoco se había olvidado de cómo debía afeitarse o de hacerse el nudo de la corbata.