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– Sí, me gustaría. Nunca se sabe, a lo mejor aparece algo.

De todos modos, no se le ocurría nada. Si Lamb no había conseguido nada, ni tampoco este perspicaz y eficiente joven, ¿qué iba a encontrar él? Sintió que le invadía una sensación de fracaso que, oscura y sofocante, lo rodeaba de forma insidiosa. ¿No sería que Runcorn le había confiado aquello porque sabía que allí se estrellaría? ¿No sería ésa una forma discreta y eficiente de desembarazarse de él sin que pudiera tachársele de excesivo rigor? ¿Cómo podía asegurar que Runcorn no era un antiguo enemigo suyo? ¿No sería que él le había perjudicado en algo tiempo atrás? Era una posibilidad fría y real. Aquel borroso perfil de su persona que empezaba a configurarse no parecía dotado del más leve rastro de compasión, gentileza o afecto espontáneos al que agarrarse, o con el que poder agradar. Él se estaba descubriendo como lo habría hecho un desconocido y lo que veía ante él no despertaba su admiración. No se gustaba. Le gustaba más Evan.

Había supuesto que había conseguido disimular la pérdida absoluta de memoria que sufría, pero a lo mejor era muy evidente, a lo mejor Runcorn se había dado cuenta y aprovechaba aquella oportunidad para saldar viejas cuentas. ¡Oh, Dios, cómo deseaba saber qué clase de hombre era o había sido! Quién lo amaba, quién lo odiaba… y qué motivos tenía para hacerlo. ¿Habría amado…alguna vez a una mujer, alguna mujer lo habría amado a él? ¡Ni esto sabía!

Evan caminaba rápidamente delante de él, sus largas piernas le hacían andar a un ritmo vivo. Todo en Monk aspiraba a confiar en él y, en cambio, se sentía casi paralizado por la ignorancia. Cada pisada se disolvía en arena movediza bajo su propio peso. No sabía nada. Todo eran conjeturas, suposiciones que variaban constantemente.

Se comportaba de manera automática, lo único que tenía era su instinto y unos hábitos arraigados en los que confiar.

Las pruebas físicas eran sorprendentemente vanas, como un equipaje sin dueño en una oficina de objetos perdidos. Eran los restos patéticos y más bien incómodos de la vida de otra persona, desprovistos de propósito y significado… algo así como sus pertenencias de Grafton Street, objetos sin historia ni emoción.

Se paró junto a Evan y cogió unas prendas de ropa de un montón. Los pantalones eran oscuros, estaban bien cortados y eran de tela de calidad, aunque manchada de sangre. Las botas estaban perfectamente lustradas y las suelas apenas gastadas. Era evidente que el hombre se había cambiado recientemente la ropa interior. La camisa era cara, la corbata de seda, y tanto la zona del cuello como la parte frontal estaban manchadas de sangre. La chaqueta era de última moda, aunque los restos de sangre la habían estropeado irremediablemente, y tenía un desgarrón en la manga. Todo aquello no le decía nada, más que las proporciones físicas y la constitución de Joscelin Grey, aparte de que despertaba su admiración por las posibilidades económicas y los gustos del difunto. No había nada que deducir de las manchas de sangre puesto que ya estaban informados de las características de las heridas recibidas.

Las dejó y se volvió a Evan, que lo estaba observando.

– No es de gran ayuda, ¿verdad, señor?

Evan miraba la ropa con una mezcla de desazón y asco, aunque en su rostro había algo que también podía ser sincera piedad. A lo mejor era demasiado sensible para ser agente de policía.

– No, la verdad es que no -asintió Monk secamente-. ¿Qué más había?

– El arma, señor.

Evan cogió un pesado bastón de ébano con puño de plata. Tenía cabellos y sangre incrustados.

Monk dio un respingo. Si antes había visto cosas tan espeluznantes como ésa, era un hecho que había perdido la inmunidad frente a ellas, junto con la memoria.

– Repugnante -dijo.

La boca de Evan se dobló hacia abajo y sus ojos color avellana se clavaron en el rostro de Monk.

Monk se percató de su mirada y se sintió confuso. El disgusto, la lástima de Evan, ¿eran por él? ¿Estaría Evan preguntándose por qué era tan remilgado un oficial de policía veterano como él? Se recuperó con esfuerzo y cogió el bastón. Era extremadamente pesado.

– Tenía una herida de guerra -observó Evan, escrutando todavía su rostro-. Según algunos testigos -La pierna derecha. -Monk se acordó del informe médico-. Esto explica por qué pesa tanto. -Dejó el bastón-. ¿Algo más?

– Un par de vasos rotos, señor, y una botella también rota. Por el sitio donde se encontraban, debían de estar sobre la mesa que se volcó. Y un par de objetos decorativos. En los archivos del señor Lamb hay un dibujo del estado de la habitación tal como se encontró. No creo que pueda proporcionarnos ningún dato, pero debo decir que el señor Lamb estuvo varias horas estudiándolo.

Monk sintió un súbito acceso de compasión hacia Lamb y seguidamente se compadeció de sí mismo. Deseó por un momento poderse poner en el sitio de Evan, dejar las decisiones y juicios a otra persona, eludir el fracaso. ¡Odiaba el fracaso! De pronto se dio cuenta de que sentía un inmenso y profundo deseo de resolver aquel crimen, de salir triunfante del mismo, de borrar aquella sonrisa del rostro de Runcorn.

– ¡Ah, sí… el dinero!

Evan sacó una caja de cartón y la abrió. Sacó de ella un billetero de piel de cerdo y, aparte, varios soberanos de oro y un par de carnets, uno de un club y otro de un restaurante muy distinguido. También había alrededor de una docena de tarjetas de visita personales en las que figuraba impreso: «Honorable Comandante Joscelin Grey, 6 Mecklenburg Square, Londres.»

– ¿Nada más?

– Sí, señor. La cantidad de dinero suma en total doce libras, siete chelines y seis peniques. Si el asesino era un ladrón, es extraño que no se lo llevase.

– A lo mejor se asustó… quizá se hizo alguna herida -fue lo único que se le ocurrió y, una vez dicho, indicó a Evan con un gesto que retirase la caja-.Me parece que lo mejor que podríamos hacer sería ir a dar un vistazo a Mecklenburg Square.

– Sí, señor. -Evan se irguió, pronto a obedecer la sugerencia-. Hay aproximadamente media hora de camino a pie. ¿Está usted en condiciones de hacer el trayecto, señor?

– ¿Unos tres kilómetros? ¡Por el amor de Dios, hombre, lo que tengo roto es el brazo, no las piernas!

Se apresuró a coger la chaqueta y el sombrero.

Evan se había mostrado bastante optimista. Como caminaban contra el viento y con cautela para evitar a los vendedores ambulantes y a los grupos de viandantes, el tráfico y los excrementos de los caballos, que abundaban en la calle, tardaron unos cuarenta minutos en llegar a Mecklenburg Square, rodear los jardines y detenerse delante del número seis. El chico que se encargaba de barrer el cruce estaba atareado en la esquina de Doughty Street, y Monk se preguntó si sería el mismo de la noche de julio. Sintió lástima del chico, obligado a trabajar pese a las inclemencias del tiempo, a menudo bajo la lluvia o la nieve en el estrecho embudo que formaban los altos edificios, esquivando los carruajes y carros, cargando paletadas de estiércol. ¡Qué forma tan cruda de ganarse la vida! Pero de inmediato se enfadó consigo mismo. ¡Vaya sensiblería estúpida la suya! Debía afrontar la realidad. Sacó pecho y entró en el vestíbulo de la casa. El portero estaba junto a la entrada de su pequeña garita, un minúsculo cubículo.

– Usted dirá, señor-dijo avanzando cortésmente hacia él, pero al mismo tiempo impidiéndole el paso.

– ¿Es usted Grimwade? -le preguntó Monk.

– Sí, señor -le respondió el hombre, evidentemente sorprendido y un tanto confundido-. Siento decirle, señor, que no lo recuerdo, pese a que soy bastante buen fisonomista… -dijo como esperando a que Monk le echase un cable.

Después miró a Evan y pareció que en su rostro brillaba un atisbo de recuerdo.

– Policía -limitó a decir Monk-. Nos gustaría volver a echar un vistazo al piso del comandante Grey. ¿Tiene usted la llave?