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Esta vez él no la interrumpió, sino que esperó a que continuase hablando, demostrándole únicamente a través de su mirada que le prestaba una atención absoluta.

Los sentimientos más íntimos de Araminta se revelaban a través de una sorprendente inmovilidad, como si hubiera algo dentro de ella que le impidiese moverse.

– Lo que trato de decirle, señor Monk, por mucho que me apene tanto a mí como a mi familia, es que Octavia de vez en cuando alentaba en los lacayos una admiración totalmente personal y de naturaleza mucho más familiar que la debida.

– ¿A qué lacayo se refiere, señora? -No sería él quien pusiera el nombre de Percival en boca de Araminta.

Una sombra de irritación torció el gesto de Araminta.

– A Percival, por supuesto. No hace falta que se ande con comedias conmigo, señor Monk. ¿Acaso Harold se da esos aires? Además, usted lleva el tiempo suficiente en la casa para haberse dado cuenta de que Harold está encandilado con la camarera del salón y que no es probable que mire a nadie más con los mismos ojos… por mucho que esto pudiera beneficiarlo. -Araminta hizo un gesto nervioso con los hombros, como quien se sacude una idea desagradable-. Es más que probable que esa chica no sea tan encantadora como él imagina, de manera que le conviene creer más en los sueños que sufrir la desilusión de la realidad. -Por vez primera apartó de él los ojos-. Estoy segura de que se convierte en una chica sosa y aburrida cuando uno se ha cansado de mirar su cara bonita.

Si Araminta hubiera sido una mujer del montón, quizá Monk habría sospechado que por su boca hablaba la envidia pero, tratándose de una mujer excepcionalmente guapa como ella, no era muy probable.

– Los sueños imposibles terminan siempre cuando uno despierta -admitió Monk-, pero a lo mejor sale de esa obsesión antes de que descubra la realidad. Esperémoslo.

– Es un asunto que no me interesa -dijo Araminta, volviendo a mirarlo fijamente y recordándole el tema que interesaba-. Lo que yo quiero es informarle de la relación de mi hermana con Percival, no de las fantasías que pueda hacerse Harold con la camarera del salón. Dado que es irrefutable que quien mató a mi hermana es una persona que vive en esta casa, importa que usted sepa que entre ella y el lacayo existía una relación que excedía lo normal en estos casos.

– Me parece una información importante -repuso Monk, sereno-. Pero ¿por qué no me lo dijo antes, señora Kellard?

– Porque no lo creí necesario, evidentemente -replicó ella de inmediato-. No es muy agradable tener que admitir una cosa como ésta… y menos a la policía.

No precisó si lo había hecho por las implicaciones del crimen o por la indignidad que suponía tener que tratar un asunto como aquél con una persona del nivel social de un policía, pero por la expresión de desprecio que su boca dibujaba Monk dedujo que se trataba de lo último.

– Gracias por decirlo ahora, entonces. -Monk trató de disimular lo mejor que pudo la indignación que pudiera revelar su expresión, y se vio recompensado e insultado a la vez al ver que ella parecía no haberse dado cuenta-. Haré las oportunas pesquisas en este sentido -terminó.

– Lo encuentro muy natural. -Levantó sus finas y rojizas cejas-. No habría pasado por el desagradable trance de confesarle una cosa así simplemente para que usted me prestase oído y se cruzara de brazos.

Monk se tragó cualquier comentario que habría podido hacerle y se limitó a abrir la puerta para que ella pasara primero y a desearle buenos días.

No le quedaba otra alternativa que enfrentarse con Percival ahora que ya había reunido, gracias a las informaciones de todos, los fragmentos de cosas conocidas e imaginadas y las valoraciones de los personajes. Nada que pudiera añadirse podría probar nada, las palabras sólo revelarían miedo, oportunismo o malicia. Era indudable que Percival, con mayor o menor motivo, gozaba de las antipatías de algunos de sus compañeros de trabajo. Era arrogante y áspero y había jugado, como mínimo, con el afecto de una mujer, lo que había dado lugar a un testimonio endeble y nada fiable, por no decir otra cosa peor.

Esta vez Percival presentó una actitud diferente; seguía presente aquel miedo impregnándolo todo, pero era mucho menos invasor. En la manera de ladear la cabeza y en la insolencia al mirar se evidenciaba una recuperación de la antigua confianza. Monk se dio cuenta inmediatamente de que habría sido inútil tratar de sembrar el pánico en él intentando forzar una confesión.

– ¿Usted dirá, señor? -dijo Percival esperando con aire expectante, plenamente consciente de las celadas y posibles trampas verbales.

– Tal vez la discreción le impidió confesarlo antes -dijo Monk-, pero la señora Haslett era una de las que profesaba por usted algo más que la consideración propia de su condición, ¿no es verdad? -Percival sonrió mostrando los dientes-. No deje que la modestia guíe su respuesta, ya que la información me ha llegado a través de otra fuente.

La boca de Percival esbozó una sonrisa cargada de afectación, pero no por esto se olvidó de cuál era su situación.

– Sí, señor. La señora Haslett me tenía… una gran consideración.

De pronto a Monk le enfureció aquella vanidad del hombre, su intolerable engreimiento. Recordó a Octavia muerta, tendida y con aquella herida oscura que le bajaba a lo largo de la bata. Le había parecido tan vulnerable entonces, tan indefensa e incapaz de protegerse… lo cual en realidad era absurdo, ya que ella era la única persona de toda aquella tragedia que ahora estaba más allá de la conmiseración o de las mezquinas fantasías de la dignidad, pero a Monk le herían amargamente las referencias que hacía de ella aquel repugnante hombrecillo, su autocomplacencia, incluso sus pensamientos mismos.

– ¡Qué cosa tan estupenda para usted! -le dijo Monk con acritud-, aunque a veces debía resultar embarazoso, ¿no?

– No, señor -se apresuró a responder Percival con un evidente sentimiento de vanidad-. Ella era muy discreta.

– Ya lo supongo -admitió Monk, despreciando a Percival todavía más que antes-. Después de todo, era una señora, aunque ocasionalmente lo olvidase. Los finos labios de Percival se torcieron en un gesto de irritación. El desprecio de Monk le había llegado al alma. No le gustaba que le recordasen que el hecho de que una señora admirase a un lacayo como él era rebajarse.

– Veo que no lo entiende -dijo Percival con desprecio. Miró a Monk de arriba abajo y se irguió un poco más, antes de añadir-: La verdad, no me extraña.

Monk no tenía ni idea de qué mujeres ni de qué clase le habían admirado a él de forma similar. Su memoria estaba en blanco, pero se le estaba acabando la paciencia.

– No lo entiendo pero lo imagino -replicó agresivamente-. He detenido a algunas putas en diversas ocasiones.

Las mejillas de Percival se encendieron, pero no se atrevió a decir lo que se le ocurría. Le devolvió la mirada con ojos brillantes.

– ¿De veras, señor? Su trabajo debe de ponerlo en contacto con muchos tipos de personas que desconozco por completo. ¡Es lamentable! -Ahora sus ojos lo miraban de tú a tú y con dureza-. Pero entiendo que es necesario, como limpiar cloacas: alguien tiene que hacerlo.

– Una situación precaria, ¿no? -dijo Monk haciendo caso omiso de aquellas insinuaciones-. Si gozas de la admiración de una señora, debe ser difícil saber dónde estás. Tan pronto hay que hacer de criado, mostrarse disciplinado y respetuosamente inferior, como hay que hacer de amante, lo que te lleva a creer que eres más poderoso, más dueño de la situación de lo que eres en realidad. -Sonrió de una manera bastante parecida a como sonreía Percival-. Después, antes de tener tiempo de saber dónde estás, vuelves a quedar rebajado a la condición de lacayo: «sí, señora», «no, señora». Y al final, cuando la señora se ha aburrido o ya tiene bastante, te dice que ya puedes retirarte, y que te vayas a tu habitación. ¡Qué difícil no cometer errores! -Miró la cara de Percival y las emociones sucesivas que se iban reflejando en ella-. ¡Qué difícil no perder los estribos!