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Todos eran muy conscientes de la jerarquía.

– Pero mejor mayordomo -puntualizó él.

– Sí, mejor pero no tan divertido. Mira al señor Phillips, pobre viejo -se le escapó la risa-, hace veinte años que no se divierte… si hasta parece que se le ha olvidado.

– No te vayas a figurar que él se divertiría con lo mismo que tú. -Percival se había vuelto a poner serio, ahora sonaba distante y un poco pomposo, porque hablaba de asuntos de hombres y quería poner a la mujer en su sitio-. Él tenía la ambición de estar en el ejército, pero no lo quisieron por culpa de los pies. Tampoco podía ser lacayo debido a cómo tiene las piernas. Nunca lleva librea sin rellenos en las medias.

Hester sabía muy bien que Percival no tenía necesidad de realzar artificialmente sus pantorrillas.

– ¿Por culpa de los pies? -preguntó Rose con aire incrédulo-. ¿Qué le pasa en los pies?

Esta vez la voz de Percival sonó burlona.

– ¿No te has fijado cómo anda? Pues como si caminara sobre cristales rotos. Callos, juanetes… tiene de todo.

– ¡Qué pena me da! -dijo Rose burlona-. Habría sido un brigada fabuloso… ¡ni pintado! Y claro, como no pudo serlo, se tiró por lo de mayordomo, y tal como lo lleva parece que le gusta… A la hora de poner a algunos visitantes en su sitio no se corta. De un vistazo toma la medida al primero que llega. Según Dinah no falla nunca, y tendrías que ver la cara que pone cuando ve que un señor, o una señora, que para el caso es lo mismo, no están a la altura: cuando quiere, es desagradable a tope, le basta con levantar las cejas de una manera especial. Dinah dice que ha visto gente que después se queda como si les hubieran echado encima un jarro de agua fría: muertos de vergüenza. No todos los mayordomos son capaces de hacerlo.

– Cualquier criado, si conoce su oficio, se da cuenta de la calidad de una persona con sólo mirarla. Si no sabe, quiere decir que no es buen criado -dijo Percival con arrogancia-. Yo, por lo menos, me doy cuenta enseguida… y también sé cómo poner a la gente en su sitio. Hay muchas maneras de hacérselo notar… haces ver que no has oído la campana, te olvidas de cargar la chimenea, los miras exactamente igual que mirarías a uno que hubiera entrado empujado por el viento y después saludas a la persona que le sigue como si fuera el rey en persona. Yo esto lo sé hacer igual de bien que el señor Phillips.

Rose no se dejó impresionar y volvió a remachar lo primero:

– De todos modos, Percy, tú estarías muy por debajo de él si fueras ayuda de cámara…

Hester sabía por qué le habría gustado a Rose que Percival cambiase de puesto. Los ayudas de cámara trabajaban mucho más cerca de las lavanderas y, pese a que llevaba pocos días en la casa, Hester se había fijado en cómo seguían a Percival aquellos ojos azules y sabía muy bien qué se escondía detrás de aquel aire de inocencia, de aquellos comentarios que parecían dichos a la buena de Dios, de aquellos grandes lazos con los que se ceñía el delantal a la cintura, de aquel amplio vuelo de las faldas y de aquellos movimientos ondulantes de los hombros. También Hester se había sentido atraída a menudo por los hombres y, de haber tenido la seguridad de Rose y sus dotes femeninas, se habría comportado igual que ella. -Quizá -dijo Percival sin interés alguno-. En cualquier caso, no sé muy bien si quiero seguir en esta casa.

Hester sabía que aquella frase era un desaire calculado, pero no se atrevía a atisbar por la esquina por si la descubrían. Estaba inmóvil, apoyada en los montones de sábanas colocadas detrás de ella y se apretaba los delantales con fuerza contra el cuerpo. Imaginaba el frío que de pronto sentía Rose en su corazón. Se acordaba de que a ella le había ocurrido algo muy parecido en el hospital de Shkodër. Había conocido allí a un médico al que admiraba, mejor dicho, a un hombre por el que sentía algo más que admiración y en el que soñaba despierta imaginando locas fantasías. Y un día él, con una sola palabra, había destruido todos sus sueños. Después, por espacio de varias semanas, había estado dando vueltas y más vueltas a aquel lance intentando dilucidar si él había herido sus sentimientos con intención, si lo había hecho a propósito. Aquellos pensamientos la habían cubierto de vergüenza. Otras veces había pensado que lo había hecho totalmente sin querer, revelando simplemente una faceta de su carácter, un aspecto que ella habría tenido que descubrir de no estar tan cegada. Nunca lo sabría con certeza, y ahora poco importaba ya.

Rose no dijo nada. Hester ni siquiera la oyó suspirar.

– Después de todo -prosiguió Percival, recargando las tintas y mirando de justificarse-, en estos momentos no puede decirse que ésta sea la mejor casa del mundo… la policía no hace más que entrar y salir, no para de hacer preguntas… Todo Londres sabe que aquí se ha cometido un asesinato. Y lo que es peor, que el asesino está dentro de casa. Ya sabes que no pararán hasta que den con él.

– Pero como no lo encuentren, no van a dejarte marchar, ¿no crees? -dijo Rose, un tanto despechada-. Después de todo… podrías ser tú. El golpe dio en el clavo. Percival permaneció unos segundos en silencio y, cuando le dio por hablar, su voz sonó áspera y cortante, delatando inquietud.

– ¡No digas tonterías! ¿Cómo quieres que uno de nosotros haya hecho una cosa así? Tiene que ser alguno de la familia. A la policía no se la engaña así como así. Por eso siguen viniendo.

– ¿Ah, sí? ¿Y por esto nos hacen tantas preguntas? -le replicó Rose-. Si fuera como dices, ¿qué esperan que les digamos?

– Esto no es más que una excusa. -Volvía a aparecer la certidumbre-. Hacen ver que se han tragado que el que lo ha hecho es uno de nosotros. ¿Te imaginas lo que diría sir Basil si se enterase de que sospechan de uno de la familia?

– ¿Y qué iba a decir? -Rose seguía sulfurada-. La policía puede hacer lo que le da la gana.

– Seguro que ha sido uno de la familia -insistió Percival con desdén-. Yo ya me imagino quién… y por qué. Sé algunas cosas pero no pienso decirlas, las descubrirá la policía uno de estos días. Y ahora me voy, tengo trabajo… y tú también debes tenerlo.

Percival salió de la estancia en la que seguidamente Hester apareció. Nadie se había dado cuenta de que había estado escuchando.

– Oh, sí -dijo Mary con ojos centelleantes mientras sacudía una funda de almohada y la doblaba-. Rose está pirrada por Percival. ¿Será estúpida? -Cogió otra funda, examinó con atención la blonda para comprobar que estaba intacta y después la dobló para que la planchasen y la guardasen-. El chico no está nada mal pero ¿de qué sirve eso? Seguro que sería un marido horrible, más presumido que un gallo y siempre a lo suyo. Y a lo mejor se cansaba de ella al cabo de un año o dos. Éste tiene la cabeza a pájaros y además… no es de fiar. Harold es muchísimo mejor… pero éste no se mira a Rose, sólo tiene ojos para Dinah. Hace año y medio que se muere por sus huesos, el pobre. -Apartó las fundas de almohada a un lado y empezó a formar otro montón nuevo con las enaguas con remates de blonda, lo bastante amplias para cubrir los enormes aros del miriñaque y hacer que las faldas adoptaran una forma incómoda pero favorecedora, que gustaba a todas aquellas que querían tener un aire frágil y un poco infantil. Hester tenía preferencias más prácticas y le gustaban las formas más naturales, ella y la moda no iban de acuerdo… y no era la primera vez que sucedía.

– Y Dinah tiene los ojos puestos en un lacayo más próximo -prosiguió Mary, arreglando los volantes con gestos automáticos-. Aunque yo no le veo gracia ninguna, salvo que el chico es alto, eso sí, lo que, tampoco está mal teniendo en cuenta que Dinah también es alta. Pero en las noches frías la altura no sirve de gran cosa, ni calienta ni te alegra la vida. Me imagino que usted encontraría soldados guapos cuando estuvo en el ejército.

Hester sabía que había hecho la pregunta con buena intención, por esto la contestó de la misma manera.