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Hester se aprendió la jerarquía de los criados, sabía qué competencias correspondían exactamente a cada uno y quién estaba por debajo de quién, detalles que tenían una extraordinaria importancia. Nadie se inmiscuía en el trabajo que competía a los demás, que se situaba ya fuera por debajo ya por encima de la jurisdicción de cada uno, y todos se reservaban el suyo propio con celosa precisión. No permitiera el cielo que nadie solicitara de una camarera veterana que hiciera el trabajo que correspondía a otra camarera de menor rango o, peor aún, que un lacayo se tomase alguna libertad en la cocina y ofendiera a la cocinera.

Y lo más interesante de todo es que Hester averiguó en qué se basaban las simpatías y en qué las rivalidades, quién podía sentirse ofendido por las observaciones de otro y, muy a menudo, por qué.

Todo el mundo sentía un gran respeto por la señora Willis y, en el terreno práctico, muchos de los criados tenían al señor Phillips por más amo que al propio sir Basil, entre otras razones porque a éste muchos no lo habían llegado a ver nunca. Circulaban bastantes chistes y manifestaciones irrespetuosas en relación con el amaneramiento militar del señor Phillips y se había oído más de una broma sobre los brigadas, aunque eran comentarios que se hacían siempre fuera del alcance de su oído.

La señora Boden, la cocinera, mandaba en la cocina con vara de hierro, pero surtía mucho más efecto su mano izquierda, sus deslumbrantes sonrisas y su genio más bien vivo que el respeto glacial que inspiraban el ama de llaves o el mayordomo. La señora Boden sentía un gran afecto por los hijos de Cyprian y Romola: Julia, una niña rubita de ocho años, y su hermano Arthur, que acababa de cumplir los diez. Solía mimarlos con exquisiteces que ella misma les preparaba en la cocina siempre que tenía ocasión, lo que quería decir muy a menudo, porque aunque los niños comían en un cuarto especialmente reservado para ellos, la señora Boden supervisaba siempre la bandeja que les servían.

Dinah, la camarera del salón, se situaba un poco por encima de las demás, aunque más por la función que desempeñaba que por su manera de ser. Las camareras de salón eran seleccionadas por su apariencia y se exigía de ellas que entraran y salieran de los salones principales con la cabeza alta y con fragor de faldas, que abrieran la puerta principal a los visitantes de la tarde y que llevaran sus tarjetas en bandeja de plata. Hester encontró a la chica muy accesible, muy bien dispuesta a hablar de sus familiares, lo bien que se habían portado con ella y de las muchas oportunidades que le habían brindado en lo que a educación se refería.

Pero Sal, la camarera de la cocina, decía que nadie había visto nunca que Dinah recibiera cartas de su familia y que ésta la ignoraba por completo. Una vez al año, Dinah aprovechaba todo el tiempo de vacaciones que le concedían y hacía un viaje a su pueblo natal, perdido en algún lugar de Kent.

Lizzie, la lavandera más veterana, por su parte, desempeñaba un cargo importante y se ocupaba de la ropa con férrea disciplina. Tanto Rose como las mujeres que tenían a su cargo las tareas de plancha más pesadas no la desobedecían nunca, prescindiendo siempre de sus preferencias particulares. Todo el conjunto formaba un cuadro de personajes muy curioso, si bien no parecía contar demasiado para desentrañar quién había asesinado a Octavia Haslett.

Por supuesto que se hablaba del asunto en los bajos de la casa. No habría sido lógico que hubiera habido un asesinato y no se hubiera hablado de él, sobre todo considerando que todos eran sospechosos… y uno culpable.

La señora Boden no sólo se negaba a admitirlo sino que tampoco permitía que nadie lo creyera.

– En mi cocina no -decía, enérgica, batiendo media docena de huevos con tal brío que casi le saltaban fuera del cuenco-. Aquí dentro no quiero chismes. Algo mejor tendréis que hacer que perder el tiempo en palabrerías. Tú, Sal, prepara las patatas mientras yo termino esto o te aseguro que sabré por qué no las tienes a punto. ¡May! ¡May! ¿Y este suelo? ¡No quiero ver el suelo sucio!

Phillips se movía con su aire majestuoso pero esquivo de una habitación a otra de la casa. La señora Boden comentaba que el pobre hombre se había llevado un gran disgusto ante aquel hecho tan terrible que había ocurrido en su casa. Si el culpable no podía ser un miembro de la familia, y ésa era una verdad a la que ninguno de ellos replicaba, tenía que ser por fuerza uno de los criados… lo que significaba que era una persona que él había contratado.

La mirada glacial de la señora Willis cortaba de raíz cualquier comentario que oyera. No sólo lo consideraba una indecencia sino una solemne insensatez. La policía era absolutamente incompetente, ya que de otro modo no habría dicho que el asesino era una persona de la casa. Hablar de estas cosas servía únicamente para asustar a las chicas más jóvenes y era una verdadera irresponsabilidad. Si alguien se atrevía a hablar del asunto recibiría su merecido.

Por supuesto que esta clase de amenazas no paraban los pies a los inclinados a chismorrear, entre los que figuraban no sólo todas las camareras, sino también el personal masculino, con sus interminables comentarios rebosantes de altivez y con las mismas cosas que decir pero bastante menos francos. El nivel de los comentarios alcanzaba su cota máxima a la hora del té en la salita destinada al servicio.

– Yo creo que lo hizo el señor Thirsk un día que estaba bebido -dijo Sal, asintiendo con la cabeza-. Roba oporto de la bodega, todo el mundo lo sabe.

– ¡Bah, tonterías! -descartó Lizzie con desdén-. Siempre ha sido un caballero. ¿Cómo va a hacer una cosa así? ¿Quieres decírmelo?

– A veces me pregunto de dónde has salido -dijo Gladys, atisbando por encima del hombro para cerciorarse de que la señora Boden no podía oírla. Se inclinó sobre la mesa avanzando el cuerpo, tenía la taza de té junto al codo-. ¿No sabes nada?

– Ella trabaja abajo -le susurró Mary desde atrás- y los de abajo no saben ni la mitad de cosas que los de arriba.

– ¡Anda, dilo, pues! -la retó Rose-. ¿Tú quién crees que lo hizo?

– La señora Sandeman en un ataque de celos -replicó Mary, perfectamente convencida-. Tendrías que ver cómo las gasta… y no sé si sabéis a qué sitios la lleva Harold a veces, según él dice.

Todas dejaron de comer y de beber y hasta casi de respirar esperando la respuesta. -¿Dónde? -preguntó Maggie.

– Tú eres demasiado joven para esas cosas -dijo Mary haciendo un movimiento negativo con la cabeza.

– ¡Anda, dímelo! -le rogó Maggie-. ¡Dínoslo!

– ¿Cómo va a decirlo si ni ella lo sabe? -dijo Sal con una mueca-. ¡Nos está tomando el pelo!

– ¡Lo sé y de buena tinta! -replicó Mary-. La lleva a calles donde no van las mujeres decentes… por la zona de Haymarket.

– ¿Cómo? ¿A ver a algún admirador? -exclamó Gladys imaginando la situación-. ¡Bah! ¿Lo dices en serio?

– ¿Se te ocurre algo mejor? -le preguntó Mary.

De pronto asomó Willie por la puerta de la cocina, junto a la cual estaba montando guardia por si la señora Boden hacía acto de presencia.

– Pues yo digo que fue el señor Kellard -dijo el chico echando una mirada por encima del hombro-. ¿Me puedo comer ese trozo de pastel? Estoy que me muero de hambre.

– Lo dices porque a ti el señor Kellard no te gusta. -Mary empujó el pastel hacia él, que lo tomó rápidamente para darle un buen mordisco.

– ¡Cerdo! -le dijo Sal, aunque sin rencor.

– Pues a mí me parece que fue la señora Moidore -dijo May, la fregona, a bocajarro.

– ¿Por qué? -preguntó Gladys con aire de dignidad ofendida, ya que ella se ocupaba de Romola y por eso la alusión la tocaba muy de cerca.

– ¡No digas tonterías! -descartó Mary de plano-. ¡Si tú no has visto en tu vida a la señora Moidore!

– ¡Claro que la he visto! -le replicó May-. Bajó aquí aquella vez que se puso enferma la señorita Julia. Es una buena madre, incluso demasiado buena… con aquella cara tan fina que tiene, tan delicada y tan bien hecha. Si se casó con el señor Cyprian fue por dinero.