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– Sí -admitió Hester con voz tranquila.

Callandra cerró la puerta detrás de las dos.

– Y usted no lo lamenta en absoluto, ¿verdad? -añadió-. Seguramente lo volvería a hacer.

– Yo…

– No me mienta, querida amiga, porque estoy segura de que lo volvería a hacer. Es una lástima que no autoricen a estudiar medicina a las mujeres, estoy convencida de que usted sería un excelente médico. Posee inteligencia, criterio y valor sin caer en la jactancia. Pero es mujer y está fuera de su alcance. -Se sentó en un gran sofá extremadamente cómodo e indicó a Hester que la imitase-. ¿Y qué piensa hacer ahora?

– No tengo ni idea.

– Ya me lo figuraba. Mire, quizá lo primero que podría hacer sería acompañarme al teatro. Ha pasado un día extremadamente agotador y el contacto con el reino de la fantasía será un contraste muy satisfactorio. Después ya hablaremos de lo que puede hacer. Perdone que le haga una pregunta tan poco delicada pero ¿dispone de fondos suficientes para pagar la pensión una semana o dos más?

Hester no pudo por menos de sonreír al ver que se acordaba enseguida de cosas tan prácticas y mundanas y que no hablaba de ultrajes morales ni vaticinaba desastres, como habría cabido esperar de otra persona cualquiera.

– Sí… sí, naturalmente.

– Espero que no me engañe. -Las erizadas cejas de Callandra se enarcaron en un gesto inquisitivo-. De acuerdo, pues. Esto nos concede un poco más de tiempo. En caso contrario, puede venirse a vivir conmigo hasta que encuentre alguna cosa más conveniente.

Sería mejor explicarlo todo.

– Me excedí en mis deberes -confesó Hester-. Pomeroy está furioso conmigo y no querrá dar referencias mías. En realidad, me sorprendería que no informara a todos sus colegas de mi proceder.

– Supongo que lo hará -admitió Callandra-, siempre que lo consulten al respecto. Pero si el niño se recupera y sobrevive, lo más probable es que no sea Pomeroy quien ponga la cuestión sobre el tapete. -Callandra observó a Hester con mirada crítica-. ¡Amiga mía, no la veo vestida a propósito para salir! De todos modos, ya no se puede hacer gran cosa porque es un poco tarde. Mejor así. Quizá mi doncella podrá arreglarle un poco el pelo. Así estará presentable. Vaya arriba y dígale de mi parte que la peine.

Hester vaciló. ¡Todo había sido tan rápido!

– ¡Venga, no se quede ahí! -la animó Callandra-. ¿Ya ha comido? Allí podremos tomar algún refresco, pero no será una comida de verdad.

– Sí… yo ya he comido. Gracias.

– Entonces suba a que la peinen… ¡rápido!

Como no se le ocurría nada mejor, Hester obedeció.

El teatro estaba lleno a rebosar de gente dispuesta a pasar una velada agradable, las mujeres ataviadas con sus faldas armadas de crinolina y adornadas con volantes, flores, encajes, terciopelos, cintas y todo tipo de ornamentos femeninos. Hester se sentía humildemente vestida y con muy pocas ganas de reír, aparte de que la sola idea de dejarse cortejar por algún jovencito de cabeza hueca bastaba para agriar el poco humor que le quedaba. La única cosa que le frenaba la lengua era saberse en deuda con Callandra y recordar el afecto que sentía por ella.

Como Callandra tenía un palco, no había que preocuparse por los asientos y, por otra parte, tampoco tenían a nadie cerca. La obra era una de las doce más taquilleras del momento y hacía referencia a la pérdida de la virtud de una muchacha, tentada por la debilidad de la carne, seducida por un hombre indigno y sólo al final, cuando ya era demasiado tarde, manifestando el deseo de volver junto a su probo marido.

– ¡Habrase visto hombre más estúpido, testarudo y presumido! -dijo Hester por lo bajo, cuando su sentido de la tolerancia tocó a su límite-. No sé si la policía habrá acusado nunca a un hombre por aburrir a una mujer hasta la muerte.

– No sería ningún delito, amiga mía -le murmuró Callandra-. Se considera que las mujeres no se interesan por nada.

Hester usó una palabra que había oído decir a los soldados en Crimea y Callandra hizo como si no la oyera, aunque en realidad la había oído muchas veces y hasta sabía qué significaba.

Así que terminó la obra cayó el telón en medio de entusiastas ovaciones. Callandra se puso en pie y Hester, después de dirigir una fugaz mirada al público, se levantó también y la siguió hasta el concurrido vestíbulo de entrada, que ahora se estaba llenando rápidamente de hombres y mujeres que charlaban animadamente sobre la obra, así como sobre todo tipo de banalidades y chismes que se les ocurrían.

Hester y Callandra se abrieron paso entre ellos y a los pocos minutos, después de unos cuantos intercambios de frases corteses, se encontraron frente a frente con Oliver Rathbone, que iba acompañado de una joven muy bonita de piel morena y aire reservado.

– Buenas noches, lady Callandra -dijo Rathbone con una ligera inclinación y volviéndose con una sonrisa a Hester-. Señorita Latterly, quiero presentarles a la señorita Newhouse.

Se intercambiaron los saludos que dictaban los buenos modales.

– ¿No han encontrado entretenida la obra? -preguntó la señorita Newhouse para decir algo amable-. Es conmovedora, ¿verdad?

– Mucho -admitió Callandra-, una trama muy popular para los tiempos que corren.

Hester no dijo nada. Se dio cuenta de que Rathbone la observaba con aquella misma mirada divertida e inquisitiva del día que se habían conocido, con anterioridad al juicio. Hester no estaba para conversaciones banales pero, como era una invitada de Callandra, se vio obligada a fingir y a soportar el chaparrón.

– No he podido evitar sentir lástima de la protagonista -prosiguió la señorita Newhouse-, a pesar de sus fallos -bajó la vista un momento-. Ya sé que si se atrajo la ruina fue por su culpa. Demuestra una gran habilidad por parte del autor que uno tenga que deplorar su comportamiento y al mismo tiempo llorar por ella -se volvió a Hester-, ¿no encuentra, señorita Latterly?

– A mí me inspira más simpatía de la que el autor pretende -dijo Hester con una sonrisa, como excusándose.

– ¡Oh! -La señorita Newhouse parecía confundida.

Hester se vio obligada a explicarse. Era muy consciente de que Rathbone la estaba observando.

– El marido es un hombre tan aburrido que se entiende muy bien que su mujer… pierda interés.

– ¡Pero así no se puede excusar que falte a sus deberes! -exclamó, escandalizada, la señorita Newhouse-. Más bien demuestra lo fácilmente que las mujeres perdemos la cabeza cuando nos dicen algunas palabras halagadoras. Nos dejamos seducir por una cara agradable y unos cuantos encantos superficiales en lugar de fijarnos en los méritos auténticos.

Hester habló sin pararse a pensar. En su opinión la protagonista era muy atractiva y parecía que lo único que interesaba al marido era aquel aspecto.

– Además, yo no necesito a nadie que me lleve a la perdición. Soy perfectamente capaz de hacer ese viaje sola.

La señorita Newhouse la miró desconcertada.

Callandra tosió tapándose la boca con el pañuelo.

– Pero descarriarse sola no es tan divertido, ¿no le parece? -dijo Rathbone con los ojos brillantes y refrenando la sonrisa que ya le asomaba a los labios-. ¡Un viaje así no sé si vale la pena!

Hester se volvió y lo miró a los ojos.

– Yo iré sola, señor Rathbone, y estoy segura de que cuando llegue no encontraré deshabitado ese lugar.

El hombre sonrió abiertamente y mostró unos dientes sorprendentemente hermosos. Le tendió el brazo como invitándola a caminar con él.

– ¿Me permite? Sólo hasta el coche -dijo Rathbone con rostro inexpresivo. Hester se echó a reír con ganas y el hecho de que la señorita Newhouse no supiera de qué se reía no hizo sino aumentar lo cómico de la situación.

Al día siguiente Callandra envió a su lacayo a la comisaría con una nota en la que pedía a Monk que la visitara cuanto antes. No daba ninguna explicación a su deseo de verlo ni tampoco ninguna información orientativa ni útil.