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– La mayoría de las personas considera que la policía mete las narices donde no debería, señora, pero yo ya estoy acostumbrado. Gracias por el rato que me ha dedicado, me ha sido de mucha utilidad.

Hizo una ligerísima inclinación y giró sobre sus talones, dejándola junto al caballo, látigo en mano y con las riendas descansando en el brazo. No había llegado al final de la zona de césped cuando, al volverse, Monk vio que la mujer estaba hablando con un caballero de mediana edad que acababa de desmontar de un gran caballo gris y que la piropeaba de forma desvergonzada.

Aunque a Monk le parecía que aquella teoría del lacayo enamorado no sólo era descabellada sino además improbable, tampoco podía descartarla del todo. Estaba posponiendo demasiado el interrogatorio de los criados. Paró un cabriolé en Knightsbridge Road y dio al cochero las señas de Queen Anne Street, donde se apeó y, después de pagar el trayecto, bajó la escalera que accedía a los bajos de la casa por la puerta trasera.

En la cocina reinaba un agradable calorcito y en ella había una gran actividad, olía a carne asada, a masa para pasteles y a manzanas frescas. Sobre la mesa había espirales de mondaduras y la señora Boden, la cocinera, estaba hasta los codos de harina. Tenía la cara roja por el esfuerzo y el calor, pero la expresión de su rostro era agradable y era una mujer que todavía estaba de buen ver, aunque ya empezaban a marcársele las venas en la piel y cada vez que sonreía dejaba ver unos dientes descoloridos que ya no le durarían mucho tiempo.

– Si busca al señor Evan, está en la sala del ama de llaves -anunció a Monk a modo de saludo- y si lo que busca es una taza de té llega demasiado pronto. Vuelva dentro de media hora. Y quítese de delante porque ahora tengo que pensar en la cena. Aunque estén de luto, comen lo mismo… y nosotros igual.

Aquel «nosotros» se refería a los criados. Monk advirtió la distinción inmediatamente.

– Sí, señora, y gracias, pero yo querría hablar con los lacayos, a ser posible en privado.

– ¿Ahora? -dijo secándose las manos con el delantal-. ¡Escucha, Sal, deja las patatas y ve a buscar a Harold! Y una vez lo hayas traído aquí, vas a avisar a Percival y le dices que venga. Pero ¿se puede saber por qué te quedas aquí como una maceta de flores? ¡Anda, ve corriendo a hacer lo que te he dicho! -Exhaló un suspiro y comenzó a mezclar la harina con el agua para que adquiriese la consistencia adecuada-. ¡Madre mía, hay que ver cómo están las chicas hoy en día! Esta come más que una lima y, ¡mírela usted!, corre menos que una tortuga en invierno. ¡Arre ya! A ver sí despiertas de una vez. La camarera pelirroja tuvo un repentino arranque de genio y salió de la cocina, desde donde oyeron el taconeo de sus zapatos al golpear el suelo desnudo del pasillo.

– ¡Y no me vengas con estos humos! -le gritó la cocinera-. ¿Te has enterado? Siempre con el lacayo de al lado, está más loca… De aquí le viene la holgazanería. -Volvió la espalda a Monk-. Y ahora, si ya no tiene nada más que preguntarme, váyase usted también. Hable con los lacayos en la despensa del señor Phillips. Él tiene trabajo en la bodega, no les molestará.

Monk obedeció y Willie, el limpiabotas, lo acompañó a la despensa, la habitación donde el mayordomo guardaba todas las llaves, los libros de cuentas y la plata que se utilizaba normalmente, como también era el cuarto donde solía pasar gran parte del tiempo cuando no estaba de servicio. En la habitación reinaba una agradable temperatura y estaba amueblada de manera cómoda y práctica. Harold, el lacayo más joven, era un muchacho fornido y de rubios cabellos, no se parecía en nada a Percival, salvo en lo relativo a la altura. Sin embargo debía de tener alguna otra virtud, menos visible a primera vista, ya que de lo contrario sus días en la casa habrían estado contados. Lo interrogó, probablemente con las mismas preguntas que ya le había hecho Evan, y Harold contestó con las respuestas que ahora ya tenía bien aprendidas. Monk no podía imaginárselo en el papel de galanteador que Fenella Sandeman había atribuido a los lacayos.

Pero Percival era otro cantar: más seguro, más beligerante y más dispuesto a defenderse. Al verse acuciado a preguntas por Monk, presintiendo un peligro personal, respondió con mirada llena de osadía y lengua presta.

– Sí, señor, sé que la persona que mató a la señora Haslett vive en la casa, lo cual no quiere decir que sea un criado. ¿Por qué tiene que ser un criado? No ganaría nada con ello y tendría todas las de perder. Además, la señora Haslett era una señora muy simpática a la que nadie podía querer ningún mal.

– ¿A usted le gustaba?

Percival sonrió. Había entendido la insinuación de Monk mucho antes de replicar, pero habría sido imposible saber si la comprendía por mala conciencia o por astucia.

– He dicho que era simpática, señor. Yo no tenía familiaridad con ella, si es a esto a lo que se refiere.

– Pues se le ha ocurrido muy pronto -le replicó Monk-. ¿Qué le ha hecho pensar que me refería a esto?

– Usted intenta acusar a una persona de los bajos de la casa para no tener que pasar por el bochorno de acusar a alguien de arriba -dijo Percival en un arranque de osadía-. Que yo lleve librea y vaya por ahí diciendo «sí, señor; no, señora» no quiere decir que me chupo el dedo. Usted es un policía, no es más que yo…

Monk dio un respingo. -Y además sabe lo que le puede costar si acusa a uno de la familia -remató Percival.

– Yo acusaré a uno de la familia si encuentro una prueba contra él -replicó Monk con brusquedad-, pero de momento no la he encontrado.

– Entonces será porque tiene demasiados miramientos -Percival hablaba con marcado desdén-. No encontrará la prueba si no la quiere encontrar… porque no le conviene, ¿verdad?

– Buscaré donde haya que buscar -dijo Monk-. Usted se pasa todo el día y toda la noche en la casa. Dígame dónde tengo que buscar.

– Mire usted, el señor Thirsk roba en la bodega… en los últimos años se ha llevado la mitad del mejor oporto. No entiendo cómo no está todo el día borracho.

– ¿Es ésa una buena razón para matar a la señora Haslett?

– Podría serlo… si ella lo hubiera sabido y lo hubiera amenazado con delatarlo a sir Basil. Él se lo habría tomado muy mal y a lo mejor habría puesto al vejete de patitas en la calle.

– Entonces, ¿por qué se arriesga?

Percival se encogió ligeramente de hombros. No era el gesto de un criado.

– ¡Y yo qué sé! El hecho es que se lo lleva y punto. Lo he visto infinidad de veces bajando la escalera a hurtadillas y subiendo con una botella escondida debajo de la chaqueta.

– La verdad es que eso no me impresiona demasiado.

– Entonces fíjese en la señora Sandeman. -La cara de Percival se tensó y su boca se torció con gesto perverso-. No tiene más que ver qué clase de personas frecuenta. He salido con ella en coche alguna vez y la he llevado a lugares muy raros. He visto cómo se pasea arriba y abajo de Rotten Row como una puta de seis peniques y lee unas porquerías que, como se enterara sir Basil, se lo quemaba todo: publicaciones escandalosas, prensa sensacionalista. Si el señor Phillips sorprendiera a una de las camareras con estas porquerías, la echaba de una patada.

– Esto no tiene ninguna importancia. El señor Phillips no puede echar a la señora Sandeman, lea lo que lea -dijo Monk.

– Pero sir Basil sí.

– ¿Se figura que iba a echarla de su casa por una cosa así? Es su hermana, no una criada.

Percival sonrió.

– Como si lo fuera. La señora Sandeman entra y sale de casa cuando él se lo ordena, tiene que vestirse como él quiere, hablar con las personas que él elige y quedar bien con sus amigos. En cambio, ella no puede invitar a nadie en casa si él no da su aprobación… o ella no le pide permiso, cosa que no hace ninguno de los dos.

Monk vio que aquel joven tenía una lengua maliciosa y que conocía muy bien a la familia. Era muy posible que, además, estuviera asustado. A lo mejor su miedo estaba justificado. Los Moidore no dejarían que la sospecha recayera en una persona de la familia si podían desviarla hacia un criado. Y Percival lo sabía, quizás era el primero de los bajos de la casa que sabía qué peligro corrían. No había duda de que, con el tiempo, otros también lo sabrían. A medida que el miedo estuviera más cerca, la cosa iría poniéndose más fea.