Изменить стиль страницы

Al pensar en la hora, Roger se dio cuenta de que, por primera vez desde que estaba en el Manhattan General, se hallaba en el hospital durante el turno de noche, justo cuando se habían producido las extrañas muertes en las que él y Laurie estaban interesados. Con la cafeína haciendo efecto, dormir quedaba descartado; y, puesto que seguía con ánimo de sabueso, ¿por qué no subir a la quinta planta, donde se habían producido más de la mitad de las muertes, y buscar a alguno de sus «sospechosos»? Con aquella idea en la cabeza, cogió los expedientes de los dos anestesistas y la hoja con los siete nombres de los que habían pasado del turno de noche del St. Francis al turno de noche del Manhattan General. Volvió a leer los nombres y los retuvo en la memoria.

Estaba a punto de marcharse cuando pensó en algo más: dado lo embalado que estaba, sabía que estaría despierto casi toda la noche; y, puesto que necesitaba dormir, lo más probable era que no volviera al despacho hasta bien entrada la mañana. Por lo tanto, cogió el teléfono y marcó el número de la extensión de Laurie en Medicina Legal.

– Soy yo, Roger -dijo al buzón de voz-. Son más de las dos de la mañana. Tu idea sobre el St. Francis era correcta y ha dado como resultado un montón de posibles sospechosos, desde luego más de los que yo esperaba, así que tengo que concederte todo el mérito. Espero con impaciencia poder compartir mis averiguaciones contigo. Quizá podríamos quedar para cenar mañana. Por el momento, voy a seguir haciendo de detective y echaré un vistazo a la planta de cirugía, a ver si me encuentro con algunos de los que aparecen en mi lista mientras están trabajando. Como anticipo, deja que te diga que a uno de los anestesistas del turno de noche, un tal Motilal Najah, lo entrevisté personalmente cuando presentó su solicitud para venir a trabajar con nosotros. El caso es que se me había olvidado que iba a llegar del St. Francis justo después de las fiestas de Navidad. ¿Crees que será una coincidencia? Y él solo es la punta del iceberg. En fin, el caso es que aún estaré unas cuantas horas por aquí, de modo que no creo que vuelva a mi oficina antes del mediodía o la tarde. Te llamaré cuando llegue. Ciao.

Colgó y contempló la lista de las siete personas que no eran médicos y que habían pasado al Manhattan General durante el período en cuestión; se preguntó si no habría debido leérselos a Laurie. Deseaba más que cualquier otra cosa estimular su interés con la intención de que ella accediera a que se vieran. Pensó en volver a llamarla para dejarle ese mensaje, pero decidió que lo dicho ya era cebo suficiente.

Tras ponerse la bata blanca que siempre llevaba cuando se paseaba por el hospital, Roger cruzó la zona de Administración. Había estado allí alguna vez a última hora, pero nunca después de medianoche. En esos momentos era igual que una tumba.

El pasillo principal del hospital estaba desierto salvo por el operario que pasaba la máquina de pulir el suelo, a lo lejos. Mientras subía en el ascensor se sorprendió por lo despierto y lleno de energía que se sentía. También reconoció una leve euforia que desgraciadamente le recordó a la heroína. Meneó la cabeza. No quería caer en aquella trampa. Para los médicos, con las drogas al alcance de la mano, la tentación aún era más fuerte.

Roger bajó en el segundo piso, cruzó unas puertas batientes y se adentró en el complejo destinado a quirófanos. Estaba en un pasillo desierto. A su derecha, el sonido de un televisor salía de una entrada arqueada que conducía a la sala de descanso de los médicos. Confiando en encontrar a alguien del personal, entró.

El cuarto tenía unos treinta metros cuadrados, con ventanas que daban al mismo patio que las de la cafetería. Dos puertas conducían a los vestuarios. Los muebles consistían en un par de divanes de vinilo gris, así como varias sillas y pupitres. La mesa de centro aparecía llena de periódicos y revistas pasados de fecha, más una caja con restos de pizza. El televisor del rincón estaba sintonizado en la CNN, pero nadie lo miraba. Enfrente había una pequeña nevera y una cafetera colectiva.

Unas diez personas se hallaban sentadas dentro, todas vestidas con la misma ropa verde unisex de trabajo. Algunos llevaban gorros o mascarillas colgando, otros no. A pesar de que el ambiente parecía igualitario, Roger sabía que no era así y que resultaba el lugar más jerarquizado del hospital. La mayoría de los presentes comía algo o tomaba café mientras los demás charlaban.

Roger se dirigió a la cafetera y dudó en servirse una taza, no tanto para mantenerse despierto, como para tener un gesto sociable y para justificar su presencia. No había reconocido a nadie. Convencido de que no necesitaba más cafeína, abrió la nevera y sacó un zumo de naranja.

Con la bebida en la mano, Roger miró a su alrededor para estudiar mejor a la gente. Nadie le había prestado atención al entrar, pero una mujer lo miró entonces y sonrió. Roger se acercó y se presentó.

– Yo lo conozco -dijo la mujer-. Nos presentaron en la fiesta de Navidad. Me llamo Cindy Delgado. Soy una de las enfermeras. Por aquí no recibimos muchas vistas de Administración. ¿Qué le trae en plena noche?

Roger hizo un gesto despreocupado.

– No sé, me he quedado trabajando hasta tarde y pensé en darme una vuelta en busca de un poco de contacto humano y para ver el hospital en funcionamiento.

En el rostro de Cindy apareció una irónica sonrisa.

– No es que tengamos mucha diversión con este grupo de soñolientos. Si lo que busca es entretenimiento, le recomiendo la sala de urgencias.

Roger rió para mostrarse educado.

– ¿No hay casos esta noche?

– ¡Oh, sí! -repuso Cindy-. Hemos tenido dos, y el tercero va a empezar en la sala seis. Además, dentro de una hora nos ocuparemos de otro que nos van a enviar de Urgencias.

– ¿Conoce usted al doctor José Cabero?

– Claro -dijo Cindy señalando a un hombre fornido y de tez pálida sentado en una silla al lado de la ventana-. El doctor Cabero está justo ahí.

Al oír su nombre, Cabero bajó el diario y miró a Roger. Tenía un tupido bigote que le ocultaba casi toda la boca. Sus cejas se arquearon bajo su gorro de quirófano.

Roger se sintió obligado a aproximarse. No había planeado hablar con ninguno de los dos anestesistas. Su improvisado plan consistía en entablar conversación con el personal sobre ambos especialistas para ver si podía hacerse una idea de sus personalidades. De todos modos, no se engañaba: no era psiquiatra y sabía que era incapaz de reconocer a un asesino múltiple a menos que la persona se lo confesara abiertamente. De todas maneras, había confiado en que sería capaz de hacerse una vaga idea sobre si alguno de ellos podía ser potencialmente sospechoso.

– Hola -saludó con cierta reserva porque no sabía qué decir mientras se maldecía por no haber previsto la posibilidad de semejante encuentro.

– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó José.

– Bueno… -empezó Roger, intentando que su voz no dejara traslucir su confusión-. Soy el jefe del personal médico.

– Sé quién es usted -repuso José. En su tono había cierta tensión, como si recelara de las intenciones de su interlocutor.

– Ah, ¿sí? ¿Y cómo es eso? -José era uno de los muchos miembros de la plantilla al que no le habían presentado, lo cual incluía a casi todos los miembros del turno de noche.

José señaló la tarjeta de identificación de Roger.

– ¡Oh, claro! -exclamó este llevándose la mano a la frente-. Me olvidé de que la llevaba.

Se produjo una incómoda pausa. El resto de la habitación estaba en silencio salvo por el televisor, cuyo volumen estaba muy bajo. Roger tuvo la sensación de que los demás estaban escuchando.

– ¿Qué quiere? -preguntó José.

– Quería asegurarme de que está satisfecho y no hay problemas.

– ¿A qué se refiere cuando habla de «problemas»? -exigió saber José-. No me gusta como suena.