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– No tengo nada de qué hablar contigo -le espetó Susan, que introdujo la llave de contacto y puso en marcha el motor-. Ahora sal de mi coche. Me voy a casa.

– Yo creo que tenemos mucho de qué hablar. No has dejado de mirarme en toda la noche y quiero saber el motivo.

– Pues porque eres un bicho raro.

Jazz rió con desprecio.

– Lo que dices tiene gracia viniendo de ti.

– Esa es la clase de comentario que confirma mi impresión -replicó Susan-. Para serte sincera, nunca me he fiado de ti. No sé por qué te has hecho enfermera. No te llevas bien con nadie y careces de compasión. Todas las noches tengo que asignarte los casos más fáciles.

– ¡Y una mierda! -saltó Jazz-. ¡Siempre me das los más complicados!

Durante un segundo, Susan contempló a Jazz del mismo modo que lo había hecho durante el turno de noche.

– No pienso discutir contigo. La verdad es que si no sales de mi coche ahora mismo pienso llamar a Seguridad y hacer que se encarguen de ti.

– Todavía no me has dicho por qué no me has quitado el ojo de encima. Quiero saber si tiene algo que ver con Rowena Sobczyk.

– ¡Claro que tiene que ver! Es demasiada coincidencia que salieras de su habitación cuando no eras su enfermera. Además, resulta que me acuerdo de que te vieron saliendo del cuarto de Sean McGillin, y él tampoco era tu paciente. Pero no me corresponde a mí hablar contigo de esto. Es cosa de la supervisora de enfermeras, y yo pienso asegurarme de que habla contigo.

– Ah, ¿sí? -se burló Jazz-. Me parece que no deberías estar tan segura, maldita perdedora.

Jazz sacó la pistola sin esfuerzo aparente.

Susan vio el arma, pero no pudo más que levantar la mano cuando Jazz le disparó dos veces en un lado del pecho. Susan fue arrojada contra la portezuela y se quedó allí, con la mejilla aplastada contra el vidrio.

A pesar del silenciador, el ruido en el interior del habitáculo fue superior a lo que Jazz esperaba, lo mismo que el olor de la cordita. Con la mano libre, apartó el humo. Luego, dándose la vuelta, miró por la ventanilla de atrás. Muchos coches circulaban por el aparcamiento, pero en su mayoría subían o bajaban las rampas porque todas las plazas de aquella planta estaban ocupadas. Unos pocos vehículos salían. Jazz estaba segura de que con todo aquel tráfico y movimiento, nadie habría podido oír las detonaciones de la Glock. Se guardó el arma en el bolsillo.

Extendió el brazo, agarró a Susan por el moño y la sentó debidamente en el asiento, dejando que la cabeza le cayera sobre el pecho pero manteniéndola recta.

¡Menuda perdedora!, se dijo mientras colocaba los inertes brazos de la mujer en el volante. ¡Y los perdedores merecen morir!

Apagó el motor y a continuación abrió el bolso de Susan rebuscando en su interior hasta que encontró la cartera. La abrió, se quedó el efectivo y tiró por el suelo las tarjetas de crédito con la intención de que pareciera un atraco. Volviéndose de nuevo, miró por la ventanilla de atrás hacia la puerta que daba a la pasarela. En ese momento, un grupo de enfermeras salió y las mujeres se despidieron mientras se dirigían a sus respectivos vehículos. Jazz se agachó para ocultarse hasta que se perdieron de vista. Sentándose de nuevo, miró su Hummer. Se hallaba a solo dos coches de distancia. Tras un rápido vistazo para asegurarse de que todo estaba despejado, se apeó del vehículo de Susan y se alejó dando la vuelta por delante del coche de al lado.

Cuando estuvo en su Hummer se quitó los guantes de látex y los guardó en el bolsillo. Puso en marcha el motor, salió marcha atrás y se dirigió hacia la salida. Al pasar ante el coche de Susan le echó un vistazo. Parecía que la enfermera estuviera echando una cabezada tras una noche de duro trabajo. Perfecto.

Cuando se incorporó al tráfico de la mañana se permitió respirar hondo. No se había dado cuenta de lo tensa que estaba.

Había sido una noche difícil, pero estaba convencida de haberla resuelto satisfactoriamente: era diez mil dólares más rica y se había deshecho de un problema potencial. La Operación Aventar seguía en marcha. La vida le sonreía.

9

El viejo despertador de cuerda de Laurie sonó en la penumbra matutina, y ella tendió la mano para apagarlo sin abrir los ojos siquiera. Mientras se refugiaba en el calor de las mantas se estremeció, pero no de frío, sino a causa de las náuseas. Abrió los ojos. La mañana anterior también las había sufrido, pero las había atribuido a las vieiras que había cenado con Roger dos noches antes. Le encantaban las vieiras, pero en más de una ocasión le habían provocado malestar al día siguiente. Afortunadamente, los mareos no duraron y desaparecieron en cuanto salió de casa.

Se sentó y volvió a estremecerse. Tras tomar un sorbo del vaso de agua que tenía en la mesita se sintió un poco mejor. El problema radicaba en que no había tomado vieiras. Lo cierto era que había cenado un pollo previsiblemente insulso porque todavía se acordaba del malestar.

Mientras se envolvía en los cobertores notó otro síntoma además del mareo: una leve molestia en el cuadrante inferior derecho. No era lo bastante intensa para llamarla dolor. Utilizando los dedos se masajeó la zona por encima de la cadera, pero no supo decir si la presión empeoraba las molestias ya que el palparse el estómago le recordó que tenía ganas de ir al baño.

Apartó las sábanas, se puso una bata y metió los pies en unas zapatillas. Mientras caminaba hacia el lavabo notó claramente las molestias. En ese momento eran casi un dolor, pero bastante leve.

Al considerarlas como médico, Laurie pensó primero en una apendicitis. Sabía que había un montón de cosas que podían ir mal en el cuadrante inferior derecho, y que a veces el diagnóstico podía resultar complicado; pero también sabía que se estaba precipitando: era la clase de hipocondría en la que tantas veces había caído siendo estudiante de medicina. Sonrió al recordar cómo, en su primer año, un simple dolor de cabeza hizo que se angustiara por la posibilidad de padecer una hipertensión maligna simplemente porque había estudiado ese síndrome la noche antes. Evidentemente, no había padecido ninguna hipertensión maligna. De forma parecida, sus náuseas y molestias se desvanecieron en cuanto hubo salido de la ducha.

No tenía apetito, pero se obligó a tomar una tostada. Cuando eso pasó sin dificultad, comió un poco de fruta. Estaba convencida de que tener algo en el estómago la ayudaría, y así fue. En el momento en que se dispuso a dirigirse al trabajo se sentía ya como de costumbre.

Saludó con la mano a la señorita Engler cuando la puerta de la mujer se entreabrió con un crujido. En esa ocasión, la bruja de ojos legañosos habló y le advirtió de que cogiera el paraguas porque decían que iba a llover.

Era una mañana templada, y, aunque estaba encapotado, todavía no llovía. Laurie caminó hacia el norte por la Primera Avenida mientras se preguntaba si sus mareos podían tener un origen psicosomático debido al estrés. ¿Qué otra cosa puede ser?, pensó tristemente ya que tenía la impresión de que nunca había conseguido que su vida personal tuviera la misma fluidez que la profesional.

El torbellino de las cinco semanas de su relación con Roger había topado con un escollo inesperado. Se habían estado viendo dos o tres veces por semana y también todos los fines de semana. Laurie no creía que la dificultad fuera un obstáculo insuperable, pero hasta cierto punto había resultado irritante y le había recordado que al principio de conocer a Roger ya había pensado que aquel tipo de caprichos adolescentes rara vez superaban la prueba del tiempo. El caso era que, hacía un par de noches, se había enterado de que Roger estaba casado. Él había tenido multitud de ocasiones para decirle algo tan importante, pero, por razones que a ella se le escapaban, había optado por no hacerlo. Hasta que ella no lo obligó él no se avino a contarle la verdad: se había casado con una chica tailandesa diez años atrás, cuando trabajaba en aquel país y no había conseguido el divorcio, aunque se suponía que en ese momento lo estaba intentando. Lo más chocante para Laurie fue saber que había tenido varios hijos.