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Al comienzo el profesor pretendía que la organización se llamara Fundación Ludovic Leblanc, porque estaba seguro de que su nombre atraería a la prensa y a posibles benefactores; pero Kate no le permitió terminar la frase.

– Tendrá que pasar sobre mi cadáver antes de poner el capital aportado por mi propio nieto a nombre suyo, Leblanc -lo interrumpió.

El antropólogo debió resignarse, porque ella disponía de los tres fabulosos diamantes del Amazonas. Como el joyero Rosenblat, tampoco Ludovic Leblanc creía ni una palabra de la historia de aquellas extraordinarias piedras. ¿Diamantes en un nido de águilas? ¡Cómo no! Sospechaba que el guía César Santos, padre de Nadia, tenía acceso a una mina secreta en plena jungla, de donde la chica había obtenido las piedras. Acariciaba la fantasía de regresar al Amazonas y convencer al guía de compartir las riquezas con él. Era un sueño disparatado, porque se estaba poniendo viejo, le dolían las articulaciones y ya no tenía energía para viajar a lugares sin aire acondicionado. Además estaba muy ocupado escribiendo su obra maestra.

Le parecía imposible concentrarse en su importante misión con su reducido sueldo de profesor. Su oficina era un hoyo insalubre, en un edificio decrépito, en un cuarto piso sin ascensor, una vergüenza. Si al menos Kate Cold fuera algo más generosa con el presupuesto… «¡Qué mujer tan desagradable!», pensaba el antropólogo. Era imposible tratar con ella. El presidente de la Fundación Diamante debía trabajar con estilo. Necesitaba una secretaria y una oficina decente; pero la avara de Kate no le soltaba ni un centavo más del estrictamente necesario para las tribus. Justamente en ese momento ambos discutían por correo electrónico a propósito de un automóvil, que a él le parecía indispensable. Movilizarse en metro era una pérdida de su precioso tiempo, que estaría mejor empleado al servicio de los indios y los bosques, explicaba. En la pantalla de ella iban formándose las frases de Leblanc: «No pido algo especial, Cold, no se trata de una limusina con chofer, sino apenas un pequeño convertible…».

Sonó el teléfono y la escritora lo ignoró, porque no deseaba perder el hilo de los contundentes argumentos con que planeaba acribillar a Leblanc, pero la campanilla siguió repicando hasta desquiciarla. Furiosa, cogió el auricular de un manotazo, refunfuñando contra el atrevido que la interrumpía en su trabajo intelectual.

– Hola, abuela -saludó alegremente la voz de su nieto mayor desde California.

– ¡Alexander! -exclamó encantada al oírlo, pero enseguida se controló, no fuera su nieto a sospechar que lo echaba de menos-. ¿No te he dicho mil veces que no me llames abuela?

– También quedamos en que tú me llamarías Jaguar -replicó el muchacho, imperturbable.

– De jaguar no tienes ni un bigote, eres un pobre gato despelucado.

– Tú, en cambio, eres la madre de mi padre, así es que legalmente puedo llamarte abuela. -¿Recibiste mi regalo? -lo cortó ella. -¡Es maravilloso, Kate!

En realidad lo era. Alexander acababa de cumplir dieciséis años y el correo le llevó una enorme caja proveniente de Nueva York con el presente de su abuela. Kate Cold se había desprendido de una de sus más preciadas posesiones: la piel de una pitón de varios metros de largo, la misma que se había tragado su máquina fotográfica en Malaisia, varios años atrás. Ahora el trofeo colgaba, como único adorno, en la pieza de Alexander. Meses antes el chico había destrozado el mobiliario en un arrebato de angustia por la enfermedad de su madre. Sólo quedaron un colchón medio destripado para dormir y una linterna para leer en la noche.

– ¿Cómo están tus hermanas?

– Andrea no entra a mi pieza, porque le tiene horror a la piel de la culebra, pero Nicole me sirve como esclava para que la deje tocarla. Me ha ofrecido todo lo que tiene a cambio de la pitón, pero jamás se la daré a nadie.

– Así lo espero. ¿Y cómo sigue tu madre?

– Mucho mejor, con decirte que ha vuelto a sus pinceles y sus pinturas. ¿Sabes? Walimai, el chamán, me dijo que tengo el poder de curar y que debo usarlo bien. He pensado que no voy a ser músico, como había pensado, sino médico. ¿Qué te parece? -preguntó Alex.

– Supongo que creerás que tú has curado a tu madre… -se rió la abuela.

– Yo no la curé, sino el agua de la salud y las plantas medicinales que traje del Amazonas…

– Y la quimioterapia y la radiación también -lo interrumpió ella.

– Nunca sabremos qué la curó, Kate. Otros pacientes que recibieron el mismo tratamiento en el mismo hospital ya se han muerto, en cambio mi mamá está en plena remisión. Esta enfermedad es muy traicionera y puede volver en cualquier momento, pero creo que las plantas que me dio el chamán Walimai y el agua maravillosa podrán mantenerla sana.

– Bastante trabajo te costó conseguirlas -comentó Kate.

– Casi dejé la vida…

– Eso no sería nada, dejaste la flauta de tu abuelo -lo cortó ella.

– Tu consideración por mi bienestar es conmovedora, Kate -se burló Alexander.

– ¡En fin! El asunto ya no tiene remedio. Supongo que debo preguntar por tu familia…

– También es tuya y me parece que no tienes otra. Por si te interesa, poco a poco estamos volviendo a la normalidad en la familia. A mi mamá le está saliendo pelo crespo y canoso. Se veía más bonita pelada -la informó su nieto.

– Me alegro de que Lisa esté sanando. Me cae bien, es buena pintora -admitió Kate Cold. -Y buena madre…

Hubo una pausa de varios segundos en la línea hasta que Alexander reunió el valor para plantear el motivo de su llamada. Explicó que tenía dinero ahorrado, porque había trabajado durante el semestre haciendo clases de música y sirviendo en una pizzería. Su propósito había sido reponer lo que destrozó en su habitación, pero después cambió de idea.

– No tengo tiempo para oír tus planes financieros. Anda al grano, ¿qué es lo que quieres? -lo conminó la abuela.

– Desde mañana estaré de vacaciones… -¿Y?

– Pensé que, si yo pago mi pasaje, tal vez pudieras llevarme contigo en tu próximo viaje. ¿No me dijiste que irías al Himalaya?

Otro silencio glacial acogió la pregunta. Kate Cold estaba haciendo un esfuerzo tremendo por controlar la satisfacción que la embargaba: todo estaba saliendo de acuerdo a sus planes. Si lo hubiera invitado, su nieto habría puesto una serie de inconvenientes, tal como hizo cuando se trató de viajar al Amazonas, pero de esa manera la iniciativa partía de él. Tan segura estaba de que Alexander iría con ella, que le tenía preparada una sorpresa.

– ¿Estás ahí, Kate? -preguntó Alexander tímidamente.

– Claro. ¿Dónde quieres que esté?

– ¿Puedes pensarlo, al menos?

– ¡Vaya! Yo creía que la juventud estaba dedicada a fumar pasto y conseguir pareja a través de Internet… -comentó ella entre dientes.

– Eso es un poco más tarde, Kate, tengo dieciséis años y no me alcanza el presupuesto ni siquiera para una cita virtual -se rió Alexander y agregó-: Creo haberte probado que soy buen compañero de viaje. No te molestaré en nada y puedo ayudarte. Ya no tienes edad para andar sola…

– Pero ¡qué dices, mocoso!

– Me refiero… bueno, puedo cargar tu equipaje, por ejemplo. También puedo tomar fotos.

– ¿Crees que el International Geographic publicaría tus fotos? Vendrán Timothy Bruce y Joel González, los mismos fotógrafos que fueron con nosotros al Amazonas.

– ¿Se curó González?

– Sanaron las costillas rotas, pero todavía anda asustado. Timothy Bruce lo cuida como una madre.

– Yo también te cuidaré a ti como una madre, Kate. En el Himalaya te puede pisotear una manada de yaks. Además hay poco oxígeno, te puede dar un ataque al corazón -suplicó el nieto.

– No pienso darle a Leblanc el gusto de morirme antes que él -masculló ella entre dientes, y agregó-: Pero veo que algo sabes sobre esa región.

– No te imaginas cuánto he leído al respecto. ¿Puedo ir contigo? ¡Por favor!