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Tras apartar el retrato de Layla, Bosch sacó la caja del armario y la puso sobre la cómoda.

– ¿Qué son estas fotos? -le preguntó a Goshen.

– Son todas las chicas que me he tirado. ¿Y tú, poli? ¿Has estado con tantas? Seguro que la más fea de ahí dentro le da diez vueltas a la tía más guapa que te has llevado al huerto.

– ¿Qué es esto? ¿Un concurso de a ver quién la tiene más grande? -se burló Bosch-. Me alegro de que hayas estado con tantas mujeres, porque a partir de ahora, se te ha acabado el chollo. No digo que no folles, pero con mujeres no.

Goshen se calló. Mientras tanto, Bosch depositó la foto de Layla en la cómoda, junto a la caja.

– Mira, Bosch, dime lo que tenéis y yo os diré lo que sé -propuso Goshen-. Os equivocáis totalmente; yo no he hecho nada. Aclaremos esto de una vez por todas.

Bosch no respondió, sino que volvió al armario y se puso de puntillas para ver si había algo más en el estante. Lo había: un trapito doblado en cuatro. Bosch lo bajó y lo desdobló. Tenía unas manchas grasientas y, al olerlo, Harry en seguida supo de qué se trataba.

Bosch salió del armario y arrojó el trapo a la cara de Goshen.

– ¿Qué es esto?

– No lo sé. ¿Qué es?

– Es un trapo con aceite de engrasar pistolas. ¿Dónde está la pipa?

– No tengo. Eso no es mío; nunca lo había visto.

– Ya.

– ¿Qué quieres decir con «ya»? Te digo que es la primera vez que lo veo, joder.

– No quiero decir nada. No te pongas nervioso.

– Pues deja de tocarme los cojones.

Bosch se inclinó sobre la mesilla de noche y abrió el primer cajón, donde encontró un paquete de tabaco vacío, unos pendientes de perlas y una caja de preservativos sin abrir. Harry le tiró la caja a Goshen. Ésta rebotó en el enorme pecho del rubio y cayó al suelo.

– No basta con comprarlos. Tienes que ponértelos, Goshen.

Bosch abrió el segundo cajón, que estaba vacío.

– ¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?

– Desde que eché a tu hermana de una patada en el culo. La última vez que la vi estaba haciendo la calle en Fremont, delante del Cortez.

Bosch se incorporó y lo miró a los ojos. Goshen sonreía para provocarlo. El hombre quería controlar la situación, aunque estuviera esposado a la cama y le costara un poco.

– Primero mi madre y ahora mi hermana. ¿A quién le toca ahora? ¿A mi mujer?

– Sí, ya tengo algo planeado para ella. La…

– Cállate ya. No funciona, ¿no lo ves? No puedes hacerme saltar, así que ahórrate saliva.

– Todo el mundo puede saltar, Bosch -le amenazó Goshen-. No lo olvides.

Sin molestarse en contestar, Bosch pasó al cuarto de baño contiguo al dormitorio. Era amplio, con ducha y bañera separadas y una distribución muy similar al de Tony Aliso en el Mirage. Bosch empezó el registro por el retrete, situado en un pequeño cuartito detrás de una puerta con rejilla. Primero levantó la tapa de la cisterna, pero no encontró nada extraño. Acto seguido echó un vistazo entre la cisterna y la pared y llamó al agente de uniforme que estaba en el dormitorio.

– ¿Sí, señor? -preguntó el agente.

Era un chico de apenas veinticinco años, de tez tan negra que casi parecía azul. Sus manos descansaban sobre el cinturón de forma relajada, aunque mantenía la derecha a pocos centímetros de la pistola. Aquélla era la pose habitual. Bosch se fijó en que la placa sobre su bolsillo decía «Fontenot».

– Fontenot, echa un vistazo detrás de la cisterna.

El policía hizo lo que le pedían, con las manos firmes en el cinturón.

– ¿Qué es? -inquirió.

– Me parece que una pistola. Retírate un poco para que pueda sacarla.

Bosch alargó la mano y la deslizó por el hueco de cinco centímetros que separaba el retrete de la pared. Al hacerlo sus dedos toparon con una bolsa de plástico pegada a la parte trasera de la cisterna con cinta adhesiva. Cuando Harry logró extraerla, se la mostró a Fontenot. Dentro había una pistola de metal azulado equipada con un silenciador de siete centímetros.

– ¿Del veintidós?

– Eso es -contestó Bosch-. Llama a Iverson y Felton.

Fontenot salió del cuarto de baño seguido de Bosch, que sostenía la bolsa como un pescador que aguanta un pez por la cola. Al ver a Goshen, Harry no pudo reprimir una sonrisa.

– Eso no es mío -protestó Goshen de inmediato-. ¡Qué cabrón! Me la has colocado. No me lo puedo… ¡Quiero a mi abogado, hijos de puta!

Bosch no prestó atención a sus palabras, sino a su expresión. Por un momento le pareció detectar algo en los ojos de Goshen que él ocultó rápidamente. No era miedo, puesto que un hombre como él no lo dejaría traslucir. Harry creía haber visto otra cosa, pero ¿qué? Se quedó mirando a Goshen con la esperanza de volver a advertir aquella expresión. ¿Era confusión? ¿Decepción? Los ojos de Goshen ya no mostraban nada, pero Bosch concluyó que conocía esa mirada. Lo que él había visto era sorpresa.

Iverson, Baxter y Felton entraron en el dormitorio de uno en uno. Cuando vislumbró la pistola, Iverson soltó un grito triunfal.

– Sayonara, baby!

Conforme Bosch explicaba cómo y dónde había encontrado el arma, el rostro de Iverson se iba llenando de felicidad.

– ¡Menudos gángsters! -comentó el detective, con la mirada fija en Goshen-. ¿Creéis que no hemos visto El padrino? ¿A quién se la has guardado, Lucky? ¿A Michael Corleone?

– ¡Quiero a mi abogado, joder! -gritó Goshen.

– Tranquilo, imbécil, tendrás a tu abogado -respondió Iverson-. Y ahora levántate y vístete.

Bosch no dejó de apuntarle con la pistola al tiempo que Iverson le quitaba una de las esposas. Luego los dos lo vigilaron con las pistolas en alto mientras él se ponía unos tejanos negros, botas y una camiseta que le quedaba un poco pequeña.

– Qué duros sois siempre cuando vais juntos -comentó Goshen al vestirse-. El día que me cruce con uno a solas, os cagaréis en los pantalones.

– Venga, Goshen. No tenemos todo el día -le exhortó Iverson.

Cuando Lucky acabó de vestirse, lo esposaron y lo metieron en el asiento trasero del coche de Iverson. Éste dejó la pistola en el maletero, y regresó con Bosch a la casa. En una breve reunión en el vestíbulo, se decidió que Baxter y otros dos detectives se quedarían para terminar el registro.

– ¿Y las mujeres? -preguntó Bosch.

– Los agentes de uniforme las vigilarán hasta que los detectives finalicen el registro.

– Sí, pero en cuanto se marchen llamarán por teléfono y el abogado de Goshen se plantará en comisaría antes que nosotros.

– Ya me encargo yo -se ofreció Iverson-. Goshen sólo tiene un coche, ¿no? ¿Dónde están las llaves?

– En la encimera de la cocina -contestó uno de los detectives.

– De acuerdo -respondió Iverson-. Vámonos.

Bosch siguió al agente de Las Vegas hasta la cocina. Iverson recogió las llaves y luego fue hasta el garaje donde estaba el Corvette. Allí había un pequeño taller con herramientas colgadas de un tablero. Iverson cogió una pala y se encaminó hacia la parte de atrás del jardín.

Después de localizar el lugar donde el cable telefónico pasaba del poste a la casa desconectó la línea con un golpe de pala. Bosch se limitó a observar al agente de Las Vegas.

– Es increíble lo fuerte que sopla el viento del desierto -dijo. Iverson miró a su alrededor y agregó-: Las chicas no tienen coche ni teléfono. La casa más cercana está a un kilómetro de distancia y la ciudad a unos ocho. Me parece que se estarán quietecitas un buen rato, con eso bastará.