9 Los cazadores
Vagaron entre los árboles, sin saber hacia dónde se dirigían. Alexander descubrió una sanguijuela pegada en sus piernas, hinchada con su sangre, y se la quitó sin hacer aspavientos. Las había experimentado en el Amazonas y ya no las temía, pero aún le producían repugnancia. En la exuberante vegetación no había manera de orientarse, todo les parecía igual. Las únicas manchas de otro color en el verde eterno del bosque eran las orquídeas y el vuelo fugaz de un pájaro de alegre plumaje. Pisaban una tierra rojiza y blanda, ensopada de lluvia y sembrada de obstáculos, donde en cualquier momento podían dar un paso en falso. Había pantanos traicioneros ocultos bajo un manto de hojas flotantes. Debían apartar las lianas, que en algunas partes formaban verdaderas cortinas, y evitar las afiladas espinas de algunas plantas. El bosque no era tan impenetrable como les pareció antes, había claros entre las copas de los árboles por donde se filtraban rayos del sol.
Alexander llevaba el cuchillo en la mano, dispuesto a clavar al primer animal comestible que se pusiera a su alcance, pero ninguno le dio esa satisfacción. Varias ratas pasaron entre sus piernas, pero resultaron muy veloces. Los jóvenes debieron aplacar el hambre con unos frutos desconocidos de gusto amargo. Como Borobá los comió, supusieron que no eran dañinos y lo imitaron. Temían perderse, como de hecho ya lo estaban; no sospechaban cómo regresar a Ngoubé ni cómo dar con los pigmeos. Su esperanza era que éstos los encontraran a ellos.
Llevaban varias horas moviéndose sin rumbo fijo, cada vez más perdidos y angustiados, cuando de pronto Borobá empezó a dar chillidos. El mono había tomado la costumbre de sentarse sobre la cabeza de Alexander, con la cola enrollada en torno a su cuello y aferrado a sus orejas, porque desde allí veía el mundo mejor que en brazos de Nadia. Alexander se lo sacudía de encima, pero al primer descuido Borobá volvía a instalarse en su lugar favorito. Gracias a que iba montado en Alexander, vio las huellas. Estaban a sólo un metro de distancia, pero resultaban casi invisibles. Eran huellas de grandes patas, que aplastaban todo a su paso y trazaban una especie de sendero. Los jóvenes las reconocieron al punto, porque las habían visto en el safari de Michael Mushaha.
– Es el rastro de un elefante -dijo Alexander, esperanzado-. Si hay uno por aquí, seguro que los pigmeos andan cerca también.
El elefante había sido hostigado durante días. Los pigmeos perseguían a la presa, cansándola hasta debilitarla por completo, luego la dirigían a las redes y la arrinconaban; recién entonces atacaban. La única tregua que tuvo el animal fue cuando Beyé-Dokou y sus compañeros se distrajeron para conducir a los forasteros a la aldea de Ngoubé. Durante esa tarde y parte de la noche el elefante trató de volver a sus dominios, pero estaba fatigado y confundido. Los cazadores lo habían obligado a penetrar en terreno desconocido, no lograba encontrar su camino, daba vueltas en círculo. La presencia de los seres humanos, con sus lanzas y sus redes, anunciaba su fin; el instinto se lo advertía, pero seguía corriendo, porque aún no se resignaba a morir.
Durante miles y miles de años, el elefante se ha enfrentado al cazador. En la memoria genética de los dos está grabada la ceremonia trágica de la caza, en la que se disponen a matar o morir. El vértigo ante el peligro resulta fascinante para ambos. En el momento culminante de la caza, la naturaleza contiene la respiración, el bosque se calla, la brisa se desvía, y al final, cuando se decide la suerte de uno de los dos, el corazón del hombre y el del animal palpitan al mismo ritmo. El elefante es el rey del bosque, la bestia más grande y pesada, la más respetable, ninguna otra se le opone. Su único enemigo es el hombre, una criatura pequeña, vulnerable, sin garras ni colmillos, a la cual puede aplastar con una pata, como a una lagartija. ¿Cómo se atreve ese ser insignificante a ponérsele por delante? Pero una vez comenzado el ritual de la caza, no hay tiempo para contemplar la ironía de la situación, el cazador y su presa saben que esa danza sólo termina con la muerte.
Los cazadores descubrieron el rastro de vegetación aplastada y ramas de árboles arrancadas de cuajo mucho antes que Nadia y Alexander. Hacía muchas horas que seguían al elefante, desplazándose en perfecta coordinación para cercarlo desde prudente distancia. Se trataba de un macho viejo y solitario, provisto de dos colmillos enormes. Eran sólo una docena de pigmeos con armas primitivas, pero no estaban dispuestos a permitir que se les escapara. En tiempos normales las mujeres cansaban al animal y lo conducían hacia las trampas, donde ellos aguardaban.
Años antes, en la época de la libertad, siempre hacían una ceremonia para invocar la ayuda de los antepasados y agradecer al animal por entregarse a la muerte; pero desde que Kosongo impuso su reino de terror, nada era igual. Incluso la caza, la más antigua y fundamental actividad de la tribu, había perdido su condición sagrada para convertirse en una matanza.
Alexander y Nadia oyeron largos bramidos y percibieron la vibración de las enormes patas en el suelo. Para entonces ya había comenzado el acto final: las redes inmovilizaban al elefante y las primeras lanzas se clavaban en sus costados.
Un grito de Nadia detuvo a los cazadores con las lanzas en alto, mientras el elefante se debatía furioso, luchando con sus últimas fuerzas.
– ¡No lo maten! ¡No lo maten! -repetía Nadia.
La joven se colocó entre los hombres y el animal con los brazos en alto. Los pigmeos se repusieron rápidamente de la sorpresa y trataron de apartarla, pero entonces saltó Alexander al ruedo.
– ¡Basta! ¡Deténganse! -gritó el joven, mostrándoles el amuleto.
– ¡Ipemba-Afua! -exclamaron, cayendo postrados ante el símbolo sagrado de su tribu, que por tanto tiempo estuviera en manos de Kosongo.
Alexander comprendió que ese hueso tallado era más valioso que el polvo que contenía; aunque hubiera estado vacío, la reacción de los pigmeos sería la misma. Ese objeto había pasado de mano en mano por muchas generaciones, se le atribuían poderes mágicos. La deuda contraída con Alexander y Nadia por haberles devuelto Ipemba-Afua era inmensa: nada podían negarles a esos jóvenes forasteros que les traían el alma de la tribu.
Antes de entregarles el amuleto, Alexander les explicó las razones para no matar al animal, que ya estaba vencido en las redes.
– Quedan muy pocos elefantes en el bosque, pronto serán exterminados. ¿Qué harán entonces? No habrá marfil para rescatar a sus niños de la esclavitud. La solución no es el marfil, sino eliminar a Kosongo y liberar de una vez a sus familias -dijo el joven.
Agregó que Kosongo era un hombre común y corriente, la tierra no temblaba si sus pies la tocaban, no podía matar con la mirada o con la voz. Su único poder era aquel que los demás le daban. Si nadie le tuviera miedo, Kosongo se desinflaba.
– ¿Y Mbembelé? ¿Y los soldados? -preguntaron los pigmeos.
Alexander debió admitir que no habían visto al comandante y que, en efecto, los miembros de la Hermandad del Leopardo parecían peligrosos.
– Pero si ustedes tienen valor para cazar elefantes con lanzas, también pueden desafiar a Mbembelé y sus hombres -agregó.
– Vamos a la aldea. Con Ipemba-Afua y con nuestras mujeres podemos vencer al rey y al comandante -propuso Beyé-Dokou.
En su calidad de tuma -mejor cazador- contaba con el respeto de sus compañeros, pero no tenía autoridad para imponerles nada. Los cazadores empezaron a discutir entre ellos y, a pesar de la seriedad del tema, de pronto estallaban en risotadas. Alexander consideró que sus nuevos amigos estaban perdiendo un tiempo precioso.
– Liberaremos a sus mujeres para que peleen junto a nosotros. También mis amigos ayudarán. Seguro que a mi abuela se le ocurrirá algún truco, es muy lista -prometió Alexander.