– Y ya que estamos -dijo Noble-, podemos aclararle otra cosa. Tenemos un nombre que corresponde con nuestra cabeza cercenada.
– ¿Quién es? -dijo McVey, pensando que el vocablo «buena suerte» había desaparecido de su vocabulario.
– Timothy Ashford, un pintor de casas de Clapham. Por si no lo sabe, Clapham es un barrio obrero del sur de Londres. El hombre vivía solo y trabajaba al día. La única familia es una hermana que vive en Chicago pero evidentemente no tenían mucho que ver el uno con el otro. El próximo mes hará dos años que desapareció. Lo denunció la propietaria del piso. Fue a contárselo a las autoridades porque no lo había visto en varias semanas y él no había pagado el alquiler. La mujer había alquilado el piso pero no sabía qué hacer con sus pertenencias. En una ocasión le rompieron a Ashford un taco de billar en el cráneo en una pelea en un pub. La suerte quiso que le diera a un policía. Lo cosieron después de haberle colocado las placas metálicas en la cabeza y todo quedó registrado en nuestros archivos.
– Eso significa que tienen sus huellas dactilares.
– Ha acertado, inspector McVey. Tenemos sus huellas dactilares. El problema es que lo único que tenemos de él, aparte de eso, es la cabeza.
Se oyó el sonido de un teléfono y Noble conectó con la línea de su despacho.
– Sí, Elizabeth -dijo a su secretaria. Se produjo una pausa-. Gracias -le oyó decir McVey, y Noble volvió al teléfono-. Cadoux llama desde Lyón.
– Ian -dijo McVey en voz baja-, antes de que descuelgue. ¿Puede confiar en él? ¿Sin reservas?
– Sí -dijo Noble.
– Pregúntele si está en las oficinas de Interpol. Si dice que sí, encuentre una manera de decirle que salga del edificio y que lo llame a su línea privada desde un teléfono público. Cuando se ponga en contacto con él, llámeme a mí y hablamos los tres en conferencia.
Quince minutos más tarde sonó el teléfono privado de Noble y éste respondió de inmediato.
– Sí, McVey está llamando de París. Ahora lo voy a conectar con nosotros.
– Cadoux, soy McVey. Lebrun está en Londres. Lo sacamos por su propia seguridad.
– Ya lo había imaginado. Aunque debo decirle que la gente de seguridad del hospital y la policía de Lyón están algo más que molestos a propósito del desarrollo de la operación. ¿Cómo está ahora?
– Se pondrá bien -dijo McVey, y se produjo una pausa-. Cadoux, escúcheme atentamente. Tienen un topo en el cuartel general. Se llama Hugo Klass.
– ¿Klass? -A Cadoux lo habían cogido por sorpresa-. Es uno de nuestros científicos más brillantes. Fue él precisamente quien descubrió las huellas dactilares de Albert Merriman en el trozo de vidrio que encontraron cuando el asesinato de Jean Packard. ¿Por qué habría de…?
– No lo sabemos. -McVey podía ver a Cadoux, con su cuerpazo enorme metido en una cabina de teléfono en algún lugar de Lyón jugando con su bigote de domador de fieras, tan perplejo como ellos-. Pero lo que sí sabemos es que fue él quien pidió el archivo sobre Albert Merriman a la policía de Nueva York vía Interpol, Washington, unas quince horas antes de decirle a Lebrun que tenía la huella dactilar. Veinticuatro horas más tarde, Merriman estaba muerto. Poco después sucedió lo mismo con su amiga en París y luego con su mujer y toda su familia en Marsella. De alguna manera, Klass se debe de haber enterado de que Lebrun había ido a Lyón a averiguar quién había pedido los antecedentes. Y luego mandó que lo despacharan.
– Ahora empiezan a tener sentido las cosas.
– ¿Qué? -preguntó Noble.
– El hermano de Lebrun, Antoine, nuestro director de Seguridad. Esta mañana lo encontraron muerto de un disparo. Parece un suicidio pero puede que no lo sea.
McVey lanzó una imprecación. Lebrun ya se encontraba en un estado deplorable y no había para qué contarle que su hermano había muerto.
– Cadoux, tengo serias dudas de que se trate de un suicidio. Está sucediendo algo con la implicación de Merriman pero ahora cobra un alcance mucho mayor. Y, sea lo que sea, o sea quien sea, ahora están matando policías.
– Yves, creo que será mejor que detengan a Klass lo antes posible -dijo Noble sin dudarlo.
– Perdón, Ian. No creo que sea lo más apropiado -dijo McVey que se había incorporado y ahora paseaba detrás de la mesa de Lebrun-. Cadoux, encuentre a alguien en quien pueda confiar. Incluso puede ser alguien de otra ciudad. Klass no sospecha que le seguimos los pasos. Tendrá que pincharle el teléfono de la casa y hacer que lo sigan. Que vean a dónde va, con quién habla. Y luego seguir hacia atrás en el tiempo la muerte de Antoine. Vea si puede seguirle la pista desde el momento en que se reunió con Lebrun el domingo hasta la hora de su muerte. No sabemos de qué lado estaba. Finalmente, y hay que hacerlo con cautela, descubra con quién habló Klass en Interpol en Washington para pedir los antecedentes de Merriman a la policía de Nueva York.
– Ya entiendo -dijo Cadoux.
– Capitán, tenga cuidado -advirtió McVey.
– Eso haré, gracias. Au revoir.
Se oyó el «clic» del auricular cuando Cadoux colgó al otro lado de la línea.
– ¿Quién es este doctor Klass? -preguntó Noble.
– ¿Más allá de quien parece ser? No lo sé.
– Me pondré en contacto con el MI6. Puede que nosotros también sepamos algo acerca de él.
Noble colgó y McVey se quedó mirando la pared irritado por no acabar de entender lo que estaba sucediendo. Era como si de pronto se hubiese convertido en un policía incompetente. Alguien llamó a la puerta y un agente uniformado asomó la cabeza para decirle en inglés que llamaba el conserje del hotel.
– La línea dos -dijo.
– Mera. -El hombre salió, McVey cogió el auricular y pulsó la línea dos-. McVey al habla.
– Dave Gifford, hotel Vieux -respondió una voz de hombre.
Antes de salir del hotel, McVey le había dado doscientos francos al conserje, un americano expatriado, para que le informara sobre cualquier llamada o comunicación dirigida a él.
– ¿Ha llegado un fax de Los Ángeles?
– No, señor.
¿Qué diablos estaba haciendo Hernández con esa información sobre Osborn? ¿Acaso pensaba enviarla a París por mano? McVey se sentó, abrió una libreta de notas y cogió un lápiz. Lo había llamado el inspector Barras dos veces en una hora. También lo había llamado su fontanero de Los Ángeles para confirmarle que su sistema automático de riego estaba instalado y funcionaba. El fontanero quería que le diera instrucciones para programar los días de riego y la intensidad.
– Jooder -dijo McVey a media voz.
Finalmente había una llamada que según el conserje era probablemente una broma. La persona que había llamado tres veces insistía en hablar personalmente con
347
McVey. No había dejado ningún mensaje pero parecía más agitado cada vez que llamaba.
Había dicho que se llamaba Tommy Lasorda.