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– Eso tardará más -dijo Lebrun-. Tal vez mañana o pasado. Francamente, no creo que eso pueda revelarnos gran cosa.

– Pero puede que tengamos suerte. Tal vez al cepillarse los dientes se hiciera mal en una encía y dejara una muestra de sangre. Puede que tenga algún tipo de infección o enfermedad que se manifieste en los restos de saliva. Cualquier cosa será más de lo que tenemos, inspector.

– No podemos probar que fuera el hombre alto quien usara el mondadientes. Podría haber sido Osborn o Merriman, o cualquier desconocido -objetó Lebrun, y abrió la puerta de su despacho.

– Quiere decir un posible testigo -dijo McVey cuando entraban.

– No, no quiero decir eso. En absoluto. Pero es una idea. Y muy buena, McVey. Chapean.

En ese preciso momento un agente uniformado llamó a la puerta. Acababan de enviar el fax de la policía de Marsella.

McVey bebió el café mientras paseaba por la habitación. En un tablero de avisos había un recorte de Le Fígaro con la foto de Levigne en un cuarto de página relatando su historia a los medios de comunicación. Visiblemente irritado, McVey lo señaló con un dedo acusador.

– Lo que me revienta es que este tipo del campo de golf no quería que diéramos su nombre a los medios de comunicación y ahora viene él y se promociona a sí mismo. Con eso le dice a nuestro amigo que hay un testigo presencial que sobrevive en algún lugar.

McVey dejó de mirar el recorte y se rascó la oreja.

– Y pensar en todos los medios con que contamos, Lebrun. Resulta que nosotros no la encontramos y él sí. -Se volvió y miró al policía francés con expresión consternada.

– ¿Cómo sabía que iba a Marsella si nadie más estaba enterado? Y al llegar a Marsella, ¿cómo supo dónde encontrarla?

Lebrun juntó las manos haciendo coincidir perfectamente las puntas de los dedos.

– Está pensando en la conexión de Interpol. Quienquiera que solicitara en Lyón el archivo Merriman a la policía de Nueva York puede haber contado con medios similares para seguirle la pista.

– Sí, en eso pensaba.

Lebrun dejó la taza de café, encendió un cigarrillo y miró el reloj.

– Le informaré que pienso ausentarme el resto del día -dijo en voz baja-. Una breve ausencia de un solo día. Voy a viajar a Lyón en tren. Nadie sabe dónde voy, ni siquiera mi mujer.

– Perdóneme si no le entiendo -dijo McVey, frunciendo el ceño-. Pero resulta que usted va a Lyón y empieza a hacer preguntas. ¿Cree que quien esté detrás de esto va a levantar la mano y decir «fui yo»? ¿Por qué no convoca una conferencia de prensa antes de partir?

– Mon ami -sonrió Lebrun-. He dicho que voy a Lyón. No que vaya a la oficina de Interpol. De hecho he invitado a un viejo amigo a una discreta cena.

– Venga, siga -dijo McVey.

– Como usted sabe, el grupo D responsable de la investigación sobre los cadáveres decapitados que le han asignado a usted es un subgrupo de la División 2 de Interpol. La División 2 se dedica exclusivamente al análisis y seguimiento de casos. Quienquiera que haya solicitado el archivo de Merriman pertenece a la División 2, posiblemente un funcionario de alto rango.

»La División 1, por otro lado, corresponde a la administración general de finanzas, personal, equipos, servicios de vigilancia y otras cosas como contabilidad, mantenimiento de instalaciones y actividades rutinarias. Una de esas actividades rutinarias constituye el subgrupo de Seguridad, responsable de la seguridad de la Oficina Central. El jefe de este subgrupo tiene acceso a archivos de datos que hará posible identificar al funcionario que solicitó el archivo de Merriman.

Lebrun sonrió satisfecho con su plan. McVey se lo quedó mirando.

– Mon ami, no quiero que me tome por un aguafiestas pero ¿qué pasaría si el individuo con quien usted ha concertado su discreta cena resulta ser el mismo que solicitó los archivos? ¿No se da cuenta de que, para empezar, usted era la persona a quien le ocultaban la información? Querían tener el tiempo necesario de localizar a Merriman. Antes me preguntaba si esos tipos podían matar a un poli. Si tenía dudas, le aconsejo que vuelva a leer el informe de Marsella.

– Ah, usted me quiere intimidar con metáforas sangrientas -sonrió Lebrun mientras apagaba el cigarrillo-. Amigo mío, aprecio su preocupación. Si las circunstancias fueran diferentes, estaría totalmente de acuerdo con usted en que mi plan es arriesgado. Pero dudo que el director de Seguridad Interna pensara infligirle daño alguno a su hermano mayor.

Capítulo 55

Un Ford Sierra nuevo de color verde oscuro y neumáticos Pirelli P205/70R14 y llantas de 35,5 por 14 cm, pasó lentamente frente al edificio de apartamentos del 18 Quai de Bethune, dobló la esquina de Pont de Sully y aparcó detrás de un Jaguar blanco descapotable en la rué Saint Louis en l'Ille. Al cabo de un rato se abrió la puerta y bajó el hombre alto. Era una tarde calurosa pero él llevaba unos guantes color carne, el tipo de guantes usados en cirugía.

El tren de Bernhard Oven llegó a la estación de Lyón a las doce y cuarto. Desde allí cogió un taxi hasta el aeropuerto de Orly de donde salió con el Ford. A las tres menos diez de la tarde estaba de vuelta en París y aparcado cerca del edificio de Vera Monneray.

A las tres y siete minutos abrió y entró en el apartamento de Vera. Nadie lo había visto cruzar la calle y nadie lo vio usar el duplicado de la llave de la puerta de seguridad que abría la entrada de servicio. Una vez dentro subió por la escalera de servicio y entró en el piso por el pasillo trasero.

Para la mayoría de los franceses, el reportaje que Antenne 2 había emitido y que más tarde fue repetido por los demás medios de comunicación acerca de la misteriosa mujer de pelo oscuro que había recogido al americano sospechoso de asesinato en el campo de golf después de que hubo salido del Sena, era una sabrosa historia de intriga romántica. Quién era la mujer y quién el americano era objeto de las especulaciones más osadas. Para unos se trataba de una famosa actriz francesa, de una escritora y directora de cine, de una figura del tenis mundial o de una célebre cantante de rock americana con peluca negra que hablaba francés. Según otros rumores, el médico no era efectivamente un médico y la foto entregada a la prensa era falsa puesto que en realidad se trataba de un célebre actor de Hollywood que se encontraba en París promocionando su última película. Otras versiones más oscuras convertían al médico en un veterano senador de Estados Unidos cuya reputación venía a verse salpicada, una vez más, con una tragedia.

La identidad y dirección de Vera Monneray escritas a mano en una tarjeta y las llaves de la entrada de servicio y del apartamento se encontraban en la guantera del coche que Oven había recogido en Orly. Cinco horas después de que hubo salido de Marsella, la Organización había demostrado su meticulosa eficiencia tal como lo había hecho con Albert Merriman.

El reloj de la mesilla de noche de Vera Monneray marcaba las tres y once minutos de la tarde.

Oven sabía que Vera Monneray había ido a trabajar aquella mañana a las siete y que su turno terminaba a las siete de la noche del día siguiente. Eso significaba que, salvo la posible intrusión inesperada de una empleada o de un encargado, no lo iban a molestar mientras registraba el piso. También significaba que si por casualidad el americano estaba allí, se las vería a solas con él.

Cinco minutos más tarde, Oven sabía que el americano no estaba allí. El apartamento estaba tan vacío como impecable. Oven salió, volvió a cerrar la puerta, bajó por las escaleras de servicio y se detuvo ante la puerta que daba a la calle. Pero en lugar de salir siguió bajando hasta llegar al sótano.