Изменить стиль страницы

– Nein -dijo en voz baja con la cabeza inclinada hacia el pequeño micrófono enganchado a la solapa. Al otro lado del callejón veía la sombra gruesa de Seidenberg perfilándose contra una encina. Llevaba una escopeta y vigilaba la puerta de atrás del hotel.

– Aquí tampoco hay nada -informó Seidenberg.

En una de las habitaciones de la segunda planta de la casa de Hauptstrasse, Salettl observaba a Eric y Edward que se ayudaban mutuamente a anudarse los corbatines al cuello de sus camisas de gala. Si no fueran gemelos, se decía, podrían pasar por una pareja de jóvenes amantes.

– ¿Cómo os sentís? -preguntó.

– Bien -contestó Eric volviéndose rápidamente hasta casi cuadrarse.

– Y yo igual -dijo Edward como un eco.

Salettl se quedó observando un momento y luego salió.

Abajo, atravesó un pasillo revestido de paneles de encina y luego entró en un gabinete con el mismo decorado donde Scholl, impecable en su frac blanco, permanecía de pie junto al fuego crepitante de la chimenea con una copa de coñac en la mano. Uta Baur estaba en una silla a su lado luciendo uno de sus modelos negros, fumando un cigarrillo turco con boquilla.

– Von Holden está con Lybarger -informó Salettl.

– Ya lo sé -contestó Scholl.

– Es una lástima que el policía haya involucrado al cardenal…

– Usted debería preocuparse exclusivamente de Eric y Edward y del señor Lybarger -dijo Scholl con una sonrisa fría-. Esta noche nos pertenece, estimado doctor. Nos pertenece entera -dijo, y de pronto desvió la mirada-. No sólo para los vivos sino para los muertos, todos aquellos que tuvieron la visión, el valor y la dedicación para iniciar esto. Esta noche es para ellos. Para ellos descubriremos, saborearemos y tentaremos el futuro. -Scholl volvió a mirar a Salettl-. Y nada, mi estimado doctor -dijo en un susurro-, nada podrá arrebatárnosla.

Capítulo 114

– Quiero la llave de la habitación 412, por favor -pidió Remmer en alemán a una mujer de pelo canoso en la recepción. La mujer llevaba gafas gruesas y un chal marrón sobre los hombros.

– Esa habitación está ocupada -dijo con expresión desagradable, y luego miró a McVey, que permanecía detrás de Remmer a la izquierda del ascensor.

– ¿Cómo se llama usted?

– ¿Por qué tengo que contestar esa pregunta? ¿Quién diablos se cree que es?

– BKA -informó Remmer, y le enseñó la chapa.

– Me llamo Anna Schubart -contestó ella rápidamente-. ¿Qué buscáis?

McVey y Noble permanecían a medio camino entre la puerta de entrada y una escalera recubierta de una moqueta roja oscura y gastada. La recepción era pequeña y estaba pintada de color mostaza oscuro. Había un sofá de marco de madera y cojines de terciopelo frente a la mesa y detrás dos sillas, demasiado rellenas y de diferentes estilos, miraban hacia la chimenea donde ardía un fuego pequeño. Un anciano dormitaba en una de ellas con un periódico sobre las rodillas.

– ¿La escalera llega hasta el piso de arriba?

– Sí.

– ¿Entonces la escalera y el ascensor son las únicas maneras de entrar y salir?

– Sí.

– ¿El anciano que está durmiendo es un cliente?

– Es mi padre. ¿Qué pasa?

– ¿Vive usted aquí?

– Allá atrás -precisó Anna Schubart, y volvió la cabeza hacia una puerta cerrada detrás de la mesa.

– Coja a su padre y váyanse allá dentro. Yo les diré cuándo pueden salir.

El rostro de la mujer enrojeció como si estuviera a punto de mandarlo al infierno cuando se abrió la puerta de la entrada y aparecieron Littbarski y Holt, el primero con una escopeta. Del hombro de Holt colgaba una Uzi.

Eso puso fin a la orgullosa resistencia de Anna Schubart. Se volvió hacia una caja junto a la pared, sacó la llave de la 412 y se la entregó a Remmer. Luego se dirigió con paso rápido adonde estaba el anciano y lo sacudió hasta despertarlo.

– Kommen, Vater -le dijo. Lo ayudó a levantarse y lo guió, parpadeando y desconcertado, pasando junto a la mesa y luego hacia la habitación del fondo. Les lanzó ella una rápida mirada a la policía y cerró la puerta.

– Dile a Holt que se quede aquí -apuntó McVey a Remmer-. Tú y Littbarski subid por las escaleras. Nosotros, los viejos, subiremos en ascensor. Te esperamos arriba.

McVey fue hasta el ascensor, pulsó el botón de llamada. La puerta se abrió inmediatamente y entraron él y Noble. La puerta se cerró cuando Remmer y Littbarski comenzaban a subir las escaleras.

Fuera, en el callejón de atrás, a Kellermann le pareció ver una luz que brillaba en la habitación contigua a la de Cadoux, pero incluso con los binoculares no podía estar seguro. Fuera lo que fuese, era demasiado insignificante para informar sobre ello.

El ascensor se detuvo con un sonoro ruido de metales y la puerta se abrió. Empuñando el 38, McVey miró hacia fuera. El pasillo, vacío, estaba escasamente iluminado. Pulsó el stop del ascensor y salió. Lo siguió Noble con una Magnum automática de color negro mate.

Habían caminado unos siete metros cuando McVey se detuvo y con un gesto de cabeza señaló una puerta cerrada. La habitación 412.

De pronto, una sombra subió deslizándose sobre el techo y los dos hombres retrocedieron hasta la pared. Apareció Remmer, pistola en mano. Littbarski lo seguía de cerca. McVey señaló la puerta de la 412 y los cuatro hombres se acercaron por ambos lados del pasillo. McVey y Noble desde la izquierda, Remmer y Littbarski desde la derecha. Al acercarse, McVey le hizo una seña a Littbarski para que ocupara el centro del pasillo y se situara en una posición desde donde encajarle un escopetazo a la puerta.

McVey se cambió la 38 a la mano izquierda y se paró a un lado de la puerta, metió la llave en la cerradura y la giró.

Clic.

El cerrojo cedió y ellos escucharon.

Silencio.

Con las piernas separadas, Littbarski apuntó al centro de la puerta. A Remmer, un hilillo de sudor se le deslizó por un lado de la cara al apretarse contra la pared junto a la puerta. En el lado opuesto, un metro detrás de McVey, sosteniendo la Magnum con las dos manos al estilo militar, Noble esperaba, preparado.

McVey respiró hondo y cogió el pomo. Lo giró y empujó suavemente. La puerta se abrió unos centímetros y se detuvo. En el interior sólo distinguían parte de una lámpara de pie rococó y el borde de un sillón.' Desde una radio, con el volumen bajo, llegaban los aires de un vals de Strauss.

– Cadoux -llamó McVey en voz alta.

Nada, excepto los acordes del vals.

– Cadoux -repitió McVey.

No hubo respuesta.

McVey le lanzó una mirada a Remmer y le dio un fuerte empujón a la puerta, que se abrió lo suficiente para ver a Cadoux sentado en el sillón frente a ellos. Vestía una chaqueta deportiva de pana oscura sobre una camisa azul y llevaba el nudo de la corbata aflojado. Una mancha púrpura se había extendido sobre la parte visible de la camisa y la corbata mostraba tres agujeros uno detrás de otro.

McVey se incorporó y miró a ambos lados del pasillo. Las puertas de las cinco habitaciones restantes estaban cerradas y no se filtraba luz por debajo de ninguna. El único ruido era la radio en la habitación de

Cadoux. McVey apuntó con su 38, permaneció en el umbral y abrió la puerta hasta el final con la punta del zapato. Vieron una cama doble con un mueble barato al lado. Más allá había una puerta parcialmente abierta que daba al cuarto de baño a oscuras. McVey miró a Littbarski por encima del hombro y éste apretó la escopeta y asintió con un gesto de cabeza. Luego miró a Remmer al otro lado de la puerta y a Noble a su izquierda.

– Cadoux está muerto. Le han disparado -anunció Remmer por el micrófono que llevaba en la solapa.