Tardó varios minutos en encontrar lo que buscaba. Friedrichstrasse se encontraba en el lado opuesto de la puerta de Brandenburgo. Calculó que tardaría unos diez minutos en taxi o una media hora cruzando el Tiergarten. Si cogía un taxi podrían seguirle la pista. Era preferible caminar. Además le daría tiempo para pensar.
– ¿Viktor?
– Lugo -volvió a oírse la respuesta de Von Holden en medio de las interferencias.
– Ya lo tengo. Se dirige hacia el este. Ha entrado en el Tiergarten.
Von Holden aún estaba en su despacho de la calle SophieCharlottenstrasse. Se había puesto de pie mientras hablaba por radio. No podía creer su golpe de suerte.
– ¿Todavía está solo?
– -Sí. -La voz de Viktor era nítida a través del pequeño altavoz de la radio.
– El muy tonto.
– ¿Instrucciones?
– Síguelo. Llego en cinco minutos.
Capítulo 100
Noble colgó y miró a McVey.
– Aún no sabemos nada de Cadoux. Tampoco contestan en su número particular de Lyón.
Inquieto y descorazonado, McVey miró a Remmer, que bebía su tercera taza de café en los últimos cuarenta minutos. Habían revisado la lista de invitados veinte veces y no habían llegado a ninguna conclusión diferente de la primera. McVey le pidió a Remmer que lo revisaran todo desde una perspectiva más amplia en relación a los invitados que ya habían identificado. Tal vez no era necesario pensar en quiénes eran esos invitados o a qué se dedicaban. Tal vez, como en el caso de Klass y Halder, tenía que ver con sus antecedentes o con sus familias, con algo más que lo puramente superficial. O quizá no contaban con suficientes elementos para empezar, para que la investigación encajara con algo y descubrieran el quid con la «clave» que buscaban.
Pero, pensándolo de nuevo, puede que no hubiera nada. Tal vez la estancia de Scholl en Berlín era legal y todo el asunto de Lybarger no era más de lo que aparentaba, un auténtico testimonio de afecto para alguien que había estado enfermo. Pero McVey no quería dejarlo correr hasta estar convencido. Mientras esperaban más información de Bad Godesburg, volvieron a revisarla, esta vez incluyendo a Cadoux.
– Examinemos la situación de Klass/Halder y relacionémosla con Cadoux -dijo McVey, que permanecía sentado en una silla con los pies sobre la cama-. Tal vez tenga un padre, un hermano, un primo, lo que sea, que haya sido nazi o simpatizante de los nazis durante la guerra.
– ¿Has oído hablar alguna vez de AJAX? -preguntó Remmer.
Noble levantó la mirada.
– AJAX era una red de la policía francesa que colaboró con la Resistencia durante la ocupación. Cuando terminó la guerra descubrieron que, de hecho, sólo el cinco por ciento de sus integrantes pertenecían realmente a la Resistencia. La mayoría de ellos hacían mercado negro con el régimen de Vichy.
– El tío de Cadoux era de la policía judicial y miembro de AJAX en Niza. Después de la guerra, cuando purgaron a los colaboradores nazis, lo dieron de baja -dijo Remmer.
– ¿Y su padre? ¿También pertenecía al AJAX?
– El padre de Cadoux murió un año después de que él naciera.
– ¿Eso significa que fue su tío quien lo crió? -dijo McVey, y estornudó.
– Así es.
McVey desvió la mirada, se levantó y empezó a pasear por la habitación.
– ¿De qué va todo este asunto, Manny? ¿Acaso Scholl es un nazi? ¿Y Lybarger? -preguntó. Cogió la lista de invitados tirada sobre la cama-. ¿Acaso todos estos personajes brillantes, importantes y cultos pertenecen a una nueva carnada de nazis alemanes?
En ese momento se encendió la luz del fax y se oyó el ronroneo del papel saliendo de la impresora. Remmer lo sacó de la máquina y lo leyó.
– No existe el acta de nacimiento de Elton Lybarger en Essen, ni en 1933 ni en los años siguientes. Siguen verificando -dijo, y continuó leyendo. Luego miró a sus compañeros-. El castillo de Lybarger en Zúrich.
– ¿Qué pasa con el castillo?
– El castillo está registrado como propiedad de Erwin Scholl.
Osborn no tenía idea de lo que haría al llegar al Grand Hotel Berlin. Con Albert Merriman en París había sido diferente. Había tenido tiempo para planearlo, para pensar una estrategia mientras Jean Packard le seguía el rastro a Merriman. La pregunta más evidente ahora, mientras caminaba por un sendero iluminado que serpenteaba entre la oscuridad de los prados y árboles del Tiergarten, constaba de tres vertientes: cómo conseguir encontrarse a solas con Scholl, cómo hacerlo hablar y, finalmente, qué hacer después.
Había visto a Scholl sólo una vez en una foto de celebración del año nuevo, junto a Ronald Reagan y Gerald Ford. La foto era borrosa, pero a Osborn no le cabía duda de que lo reconocería en cuanto lo viera. Se imaginaba el aspecto que tendría un hombre de su posición y era razonable pensar que estaría rodeado de un grupo de ayudantes y secretarios y al menos un guardaespaldas, tal vez más. Eso quería decir que sería sumamente difícil, si no imposible, encontrarlo solo.
Aunque consiguiera estar a solas con él, ¿qué obligaría a Scholl a revelar lo que tenía que revelar? ¿A decir lo que él quería escuchar? Como había advertido Diedrich Honig, con o sin abogados, Scholl negaría haber conocido a Albert Merriman, al padre de Osborn o a cualquiera de los otros. La sucinilcolina podría serle útil como lo había sido con Merriman, pero en Berlín no tenía aliados que le ayudaran a conseguirla. Se distrajo pensando en cómo estaría Vera, dónde estaría. ¿Por qué tenía que suceder todo aquello? Pero enseguida descartó esos pensamientos. Tenía que concentrarse únicamente en Scholl.
Lo veían caminando más adelante, a unos doscientos metros. Continuaba solo por un sendero que al cabo de un momento lo conduciría hasta el límite del parque, frente a la puerta de Brandenburgo.
– ¿Cómo quieres hacerlo? -preguntó Viktor.
– Quiero mirarlo a los ojos -dijo Von Holden.
Osborn se miró el reloj.
Eran las diez y treinta y cinco minutos.
¿Lo estaría buscando Schneider aún o ya habría informado a Remmer de su desaparición? Si así era, McVey habría alertado a la policía y entonces tendría que cuidarse de ellos. No tenía pasaporte y McVey era capaz de hacer que lo encerraran sólo para sacárselo de encima.
De pronto pensó que tal vez no sucedería así. Y luego pensó que quizá también se había equivocado al pensar en otras cosas. Como los demás, estaba agotado. ¿Y si la obsesión de que McVey lo iba a dejar a un lado cuando fueran a por Scholl no era más que eso, una obsesión? Él era quien había buscado la ayuda de McVey y lo había acompañado hasta Berlín. ¿Por qué volverle la espalda ahora e intentar hacerlo todo solo? Osborn pensaba todo esto en un torbellino de ideas y sentía que sus emociones se le escapaban de las manos como lo habían hecho durante casi treinta años. Se encontraba demasiado cerca del final para dejar que ahora lo estropearan todo. ¿Acaso no lo entendía? Había querido ser fuerte y asumir su responsabilidad, el amor a su padre y encargarse de todo por su cuenta. Pero así no podía, no tenía ni los medios ni la experiencia para enfrentarse a alguien de la talla de Scholl. Lo había comprendido en París.
¿Por qué no comprenderlo ahora?
Se sintió desorientado y terriblemente confundido. La decisión tajante y resuelta de hacía escasos momentos se tornaba borrosa, vaga, como si perteneciera a un pasado distante. Tenía que impedir que su mente siguiera divagando, dejar de pensar, aunque fuera sólo un instante.
Miró a su alrededor intentando volver a la realidad de su entorno. Aún hacía frío pero la llovizna, había cesado. El parque estaba desierto, oscuro en medio de la espesa arboleda. Sólo el sendero iluminado y los edificios más altos en la distancia le indicaban que se encontraba en la ciudad y no en medio de un bosque. Miró por encima del hombro y vio que atrás quedaba un cruce donde se encontraban cinco senderos formando una especie de círculo. ¿Por cuál de ellos había llegado? ¿En cuál estaba ahora?