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No tendrían para qué haberse molestado. El sábado por la noche fueron al teatro Ambassadors y vieron Liaisons dangereuses, a lo cual siguió una cena en el Ivy, frente al cine, y luego un paseo, los dos solos cogidos de la mano por el barrio de los grandes teatros, un paseo interrumpido por varias y divertidas copas de champán en los pubs en el camino, hasta terminar en un largo trayecto en taxi de regreso al hotel. En el asiento trasero se propusieron, entre murmullos sensuales y conspiratorios, hacer el amor sin que el chofer se diera cuenta. Y lo lograron. O al menos eso pensaban.

El resto del viaje de treinta y seis horas a Londres lo pasaron en la cama. Y no fue ni por el sexo ni por una decisión voluntaria. Primero Paul, y poco después Vera, cayeron víctimas de una comida en mal estado, tal vez de un violento ataque de gripe. Lo único que esperaban era que se tratara de una de esas gripes que duran sólo veinticuatro horas. Y así fue. El lunes por la mañana fueron en taxi hasta la estación Victoria. A pesar de sentirse débiles y víctimas de los temblores, ambos estaban casi en plena forma.

– Vaya manera de pasar un fin de semana en Londres -dijo él, mientras la cogía del brazo y caminaban juntos hasta su tren.

– En la enfermedad y en la salud -aclaró Vera, y lo miró sonriendo.

Más tarde, Vera se preguntó por qué había dicho eso, ya que sabía que esas palabras tenían un significado. Fue una inflexión de la voz que le salió naturalmente. Había intentado que todo fuera ligero y divertido, pero sabía que sus palabras no tenían ese tono. No estaba segura de lo que quería decir, y tampoco quería pensar en ello. Sólo recordaba que después Paul la había cogido en sus brazos y la había besado. Era un beso que recordaría toda la vida, un beso lleno de fuerza y entusiasmo, y al mismo tiempo rebosante de una energía y confianza en sí mismo que ella no había sentido en ningún hombre.

Recordaba haberlo observado desde la ventana de su compartimiento cuando el tren partió. Sin moverse, en medio de la enorme estación, rodeado de trenes, vías y gente, Osborn miraba, los brazos cruzados sobre el pecho, siguiéndola con unos ojos tristes, desconcertados, haciéndose cada vez más pequeño con cada vuelta del eje, hasta que, al final, salieron de la estación y Vera lo perdió de vista.

Paul Osborn la había dejado a las siete y media de la mañana del lunes, 3 de octubre. Dos horas y media más tarde, estaba en la tienda de «Duty Free» del aeropuerto de Heathrow, dando algunas vueltas antes de abordar el avión que lo llevaría a Los Angeles en doce horas.

Miraba las camisetas y los tazones de café y las pequeñas toallas estampadas con un mapa del metro de Londres cuando de pronto se dio cuenta de que estaba pensando en Vera. Luego anunciaron su vuelo y él caminó entre el tumulto de viajeros hasta la puerta de embarque. A través de la ventana, divisaba el British Airways 747 que en ese momento cargaba combustible y equipaje.

Desvió su atención del avión y miró su reloj. Eran casi las once, y Vera estaría a bordo del transbordador que cruzaba el Canal de la Mancha hacia Caláis. Cuando llegara a casa de su abuela, las dos mujeres estarían juntas algo más de una hora y media y luego Vera tendría que correr a coger el tren de las dos a París.

Sonrió al pensar en Vera ayudando a la vieja de ochenta y un años a abrir los regalos de cumpleaños, contando chistes y riendo mientras comían tarta y bebían café.

Se preguntó si, por casualidad, hablaría de él. Y, si hablaba, cómo reaccionaría la vieja. Desfiló ante su mente la sucesión de abrazos de despedida, los adioses v las recriminaciones por una visita tan breve mientras esperaban el taxi que llevara a Vera a la estación. Osborn no tenía idea de dónde vivía la abuela de Vera en Caláis, y en realidad ni siquiera conocía su apellido. ¿La abuela materna, o la paterna?

De pronto supo que todo daba igual. Lo que en realidad pensaba era que Vera estaría en el tren de las dos de Caláis a París.

En menos de cuarenta minutos, sacaron su equipaje del 747 y Osborn se situó en la fila del vuelo de British Airways a París.

Capítulo 11

Vera miró por la ventanilla del compartimiento de primera clase cuando el tren redujo la marcha y entró en la estación. Había intentado relajarse y leer durante el par de horas de viaje. Pero tenía la cabeza en otro lado, y tuvo que abandonar la lectura. Para empezar, ¿qué la había impulsado a presentarse a Paul Osborn en Ginebra? ¿Y por qué había dormido con él en Ginebra y luego viajado con él a Londres? ¿Tal vez estaba algo agitada y había actuado con un dejo de capricho infantil al sentirse atraída por un hombre guapo? ¿O tal vez había intuido inmediatamente algo más, un alma gemela y rara que en muchos sentidos coincidía con ella en sus nociones sobre la vida tal como era, y de lo que podía ser y a dónde podía conducir si estaban juntos?

De pronto se dio cuenta de que el tren se había detenido. La gente se levantaba, sacaba su equipaje de los maleteros del techo y empezaba a bajar del tren. Había llegado a París. Mañana volvería al trabajo, y Londres y Ginebra y Paul Osborn caerían en el olvido.

Con la maleta en la mano, bajó y caminó por el andén entre la multitud. El aire estaba húmedo y pesado, como si estuviera a punto de llover.

– ¡Vera!

Ella levantó la mirada.

– ¡Paul! -No cabía en sí de asombro.

– En la enfermedad y en la salud -dijo él sonriendo. Se acercó entre los pasajeros y le cogió la maleta para cargarla.

Osborn había cogido el puente aéreo de Londres, y luego un taxi desde el aeropuerto hasta la estación del Norte, donde estaban ahora. Entretanto, había reservado un billete de París a Los Ángeles. Se quedaría en París cinco días, y durante esos cinco días se dedicarían a estar juntos.

Osborn quería acompañarla a casa, a su piso. Sabía que tenía que ir al trabajo, pero deseaba hacer el amor con ella las horas que quedaban hasta entonces. Y luego, cuando ella terminara su turno y volviera a casa, harían otra vez lo mismo. Estar con ella, hacerle el amor, era lo único que importaba.

– No puedo -dijo ella, directamente, irritada porque había venido. ¿Cómo se atrevía a imponerse sobre ella de esa manera?

No era precisamente la reacción que Osborn esperaba. Los momentos que habían pasado juntos eran demasiado íntimos, demasiado perfectos. Demasiado tiernos. Y eso era algo que nacía de los dos.

– Me prometiste que después de Londres no habría nada más entre nosotros.

– Además de unas horas en el cine y una cena no se podría decir que hubiera gran cosa en Londres, ¿no crees? -sonrió él-. Ahora, si cuentas los vómitos, la fiebre, los escalofríos y todo eso…

Durante un momento, Vera no dijo nada. Luego salió la verdad. Se lo dijo rápida y directamente. Sí, había otro.

No era prudente revelar su nombre, pero se trataba de alguien importante e influyente en Francia, alguien que jamás debía enterarse de que habían estado juntos en Ginebra o en Londres. Se sentiría profundamente herido, y ella no quería. Lo que Paul y ella habían vivido y compartido esos últimos días, había terminado. Y él lo sabía, porque entre los dos así lo habían acordado. Por doloroso que fuera, ella no podía y no quería volver a verlo.

Llegaron a la escalera mecánica y subieron hasta los taxis. El le comentó que había un hotel en la avenida Kléber donde se instalaba siempre que venía a París. Se quedaría allí cinco días. Quería volver a verla, aunque sólo fuera para despedirse.

Vera desvió la mirada. Paul Osborn era diferente a todos los hombres que había conocido. Era gentil, cariñoso y comprensivo, incluso en medio de su dolor y su decepción. Pero aunque hubiera querido, Vera no se habría plegado a su deseo. Osborn no pertenecía al momento que ella vivía. No había otra solución.