Luego cundió la especie de que no era por la Avenida Nevski sino por el jardín de Taurida por donde se paseaba la nariz del mayor Kovaliov y eso, desde hacía ya mucho tiempo. Tanto, que cuando Jozrev-Mirza se alojó allí, le sorprendió sobremanera aquel extraño capricho de la naturaleza.

Allá fueron algunos estudiantes de la Academia de Cirugía. Una ilustre y noble dama rogó al vigilante del jardín, por carta especial, que mostrara a sus hijos el raro fenómeno y, a ser posible, se lo explicara de modo instructivo y a la vez edificante para ellos.

Todos estos hechos fueron acogidos con gran regocijo por los caballeros asiduos de las veladas de sociedad y aficionados a distraer a las señoras, con curiosas historias, cuyo repertorio se encontraba por entonces agotado. Una minoría de respetables personas de orden estaba sumamente descontenta. Un señor decía, muy sulfurado, que no comprendía cómo era posible que se propagaran absurdos infundios en nuestro siglo ilustrado y que le sorprendía que el gobierno no prestara atención al hecho. Al parecer, ese señor era de los que quisieran complicar al gobierno en todo; incluso en las trifulcas cotidianas que tiene con su esposa. Luego… Pero, a partir de aquí, de nuevo queda el suceso totalmente envuelto en brumas y no se sabe nada en absoluto de lo acaecido después.

III

En el mundo ocurren verdaderos disparates. A veces, sin la menor verosimilitud; súbitamente, la misma nariz que andaba de un lado para otro con uniforme de consejero de Estado y que tanto alboroto había armado en la ciudad volvió a encontrarse como si tal cosa en su sitio, es decir, exactamente entre las dos mejillas del mayor Kovaliov. Esto sucedió ya en el mes de abril, el día 7. Al despertarse y lanzar una mirada fortuita al espejo, descubrió el mayor que allí estaba la nariz. Echó mano de ella, y allí estaba, sí «¡Al fin!», exclamó Kovaliov y, de la alegría, estuvo a punto de ponerse a bailar, tal y como estaba, descalzo, por toda la habitación; pero la entrada de Iván se lo impidió. Enseguida pidió agua para lavarse y, mientras se aseaba, lanzó otra mirada al espejo. ¡Allí estaba la nariz! Cuando se secaba con la toalla, miró una vez más: ¡allí estaba la nariz!

– Mira a ver, Iván: parece como si tuviera un granito en la nariz -dijo al tiempo que pensaba-: «Menudo disgusto si Iván me dice ahora: Pues no, señor; no veo ningún grano ni tampoco veo la nariz.»

Pero Iván contestó:

– No; no hay ningún grano. No tiene nada en la nariz.

«Esto ya está bien, ¡qué demonios!», se dijo el mayor chascando los dedos. En ese momento asomó por la puerta el barbero Iván Yákovlevich, pero con tanto temor como un gato al que acaban de atizar por robar tocino.

– Lo primero que debes decirme es si traes las manos limpias -le interpeló ya desde lejos Kovaliov.

– Sí. Claro que están limpias.

– ¡Mentira!

– Le juro que están limpias, señor.

– Bueno. Ya veremos.

Kovaliov se sentó. Iván Yákovlevich le puso el paño y, con la brocha, convirtió su barba y parte de las mejillas en algo parecido a la crema que se suele servir en los convites onomásticos de los comerciantes.

«¡Bueno!… -exclamó Iván Yákovlevich para sus adentros contemplando la nariz, y luego torció la cabeza hacia el lado opuesto para verla de perfil-. ¡Mírenla ustedes!… ¡Ahí está! Aunque la verdad es que, si se para uno a pensar…», agregó, y estuvo mirando todavía un buen rato la nariz. Finalmente, con toda la delicadeza y todo el esmero que se puede uno imaginar, levantó dos dedos para sujetarla por la punta, pues tal era el sistema de Iván Yákovlevich.

– ¡Eh, eh, tú! ¡Cuidado! -gritó Kovaliov.

Más aturdido y confuso todavía, Iván Yákovlevich retiró la mano. Al fin comenzó a pasar la navaja por debajo del mentón y, aunque le resultaba muy incómodo y difícil rapar sin tener sujeto el órgano del olfato, logró vencer todos los obstáculos y terminar de afeitar ingeniándoselas para atirantar la piel con su áspero dedo pulgar apoyado unas veces en la mejilla y otras veces en la mandíbula inferior del mayor.

Cuando todo estuvo listo, Kovaliov se apresuró a vestirse inmediatamente, tomó un coche de punto y se fue derechito a una pastelería. Nada más entrar, gritó desde lejos: «¡Un chocolate, muchacho!» y al instante se dirigió hacia un espejo. ¡Tenía la nariz! Dio media vuelta lleno de alegría y contempló con aire sarcástico, entornando un poco los párpados, a dos militares: la nariz de uno de ellos tenía apenas el tamaño de un botón de chaleco. Luego se dirigió a las oficinas del Departamento donde estaba gestionando un puesto de vicegobernador o de ejecutor, en su defecto. Al cruzar la antesala, se miró a un espejo: ¡allá estaba la nariz! Más tarde fue a visitar a otro asesor colegiado -o mayor, si se quiere-, gran amigo de chanzas, a cuyas mordaces observaciones solía contestar Kovaliov: «¡Demasiado te conozco a ti. Eres un criticón!» Durante el trayecto, iba pensando: «Si el mayor no revienta de risa al verme, seguro es que cada cosa está en su sitio.» Pero el asesor colegiado se quedó tan campante. «Perfecto, perfecto, ¡qué demonios!», se dijo Kovaliov. Después se encontró con la señora Podtóchina, esposa de un oficial de Estado Mayor, y su hija. Las saludó y fue acogido con exclamaciones de júbilo: por tanto, no se advertía en él ningún defecto. Conversó con ellas un buen rato y, sacando adrede la tabaquera, se complació largamente delante de ellas en atascar su nariz de rapé por ambos conductos, mascullando para sus adentros: «Así, para que os enteréis, cabezas de chorlitos. Y con la hija no me caso, desde luego. Así por las buenas, par amour, ¡ni pensarlo!». A partir de entonces, el mayor Kovaliov volvió a pasearse como si tal cosa por la Avenida Nevski, a frecuentar los teatros y acudir a todas partes. Y también su nariz campaba en medio de su rostro como si tal cosa, sin aparentar siquiera que hubiera faltado nunca de allí. Después de todo esto pudo verse al Mayor Kovaliov siempre de buen humor, sonriente, rondando absolutamente a todas las mujeres bonitas e incluso detenido una vez delante de una tienda de Gostínni Dvor para comprar el pasador de una condecoración, si bien por motivos desconocidos, ya que él no era caballero de ninguna orden.

¡Ahí tienen ustedes lo sucedido en la capital norteña de nuestro vasto imperio! Y únicamente ahora, atando cabos, vemos que la historia tiene mucho de inverosímil. Sin hablar ya de que resulta verdaderamente extraña la separación sobrenatural de la nariz y su aparición en distintos lugares bajo el aspecto de consejero de Estado. ¿Cómo no se le ocurrió pensar a Kovaliov que no se podía anunciar el caso de su nariz en los periódicos a través de la Oficina de Publicidad? Y no lo digo en el sentido de que me parezca excesivo el precio del anuncio: es una nimiedad y yo estoy lejos de ser una persona roñosa. ¡Pero, es que resulta desplazado, violento, feo! Y otra cosa: ¿cómo fue a parar la nariz al interior de un panecillo y cómo es que Iván Yákovlevich…? Nada, nada, que no lo entiendo. ¡No lo entiendo de ninguna manera! Pero lo más chocante, lo más incomprensible de todo es que los autores sean capaces de elegir semejantes temas. Confieso que esto es totalmente inconcebible, es como si… ¡Nada, nada, que no lo entiendo! En primer lugar, que no le da ningún provecho a la patria; en segundo lugar… Bueno; pues, en segundo lugar, tampoco le da provecho. No sé lo que es esto, sencillamente…

Aunque, sin embargo, con todo y con ello, si bien, naturalmente, se puede admitir esto y lo otro y lo de más allá, es posible incluso… Porque, claro ¿dónde no suceden cosas absurdas? Y es que, no obstante, si nos paramos a pensar, seguro que hay algo en todo esto. Se diga lo que se diga, sucesos por el estilo ocurren en el mundo. Pocas veces, pero ocurren.