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– ¿Alguien le dio un porrazo en el brazo, infeliz?

– Tropecé con una enchilada.

Me golpeó la cara con el cañón del revólver, negligentemente, casi sin mirarme.

– No me haga chistes, infeliz. No es el momento oportuno. Le hicieron una advertencia y bien clara. Cuando me tomo la molestia de ir a ver personalmente a un tipo y le digo que se quede quieto… tiene que quedarse quieto. O, si no, queda en el suelo y no se levanta más.

Sentí que la sangre me corría por la mejilla y un dolor agudo en el pómulo. El dolor se fue extendiendo hasta que abarcó toda la cabeza. El golpe no había sido muy fuerte, pero sí el instrumento utilizado. Pero todavía podía hablar y nadie trató de impedírmelo.

– ¿Cómo es que se ocupa usted mismo de estos menesteres, Mendy? Yo pensé que dejaba ese trabajo para los muchachos, aquellos que dejaron de cama a Willie Magoon.

– Es el toque personal -respondió suavemente-, porque tenía razones particulares para ocuparme yo mismo de usted. Pero el caso Magoon fue una cuestión estrictamente de negocios. El tipo creyó que iba a hacerse el guapo conmigo… ¡Hacerme eso a mí, que le compré todos sus trajes y sus autos y abastecí generosamente su cuenta bancaria y hasta pagué la escritura de su casa! Estos tenientes de la Dirección contra el Vicio y la Inmoralidad son siempre los mismos. Hasta pagaba las cuentas del colegio de su hijo. Cualquiera pensaría que el muy sinvergüenza debía sentir alguna gratitud para conmigo. Y en lugar de eso, ¿qué es lo que hace? Entra en mi oficina privada y me da un bofetón en presencia de todos los muchachos.

– ¿Con qué motivo? -le pregunté en la esperanza de desviar su enojo hacia otra persona.

– Porque una de sus amiguitas, una rubia platinada, dijo que usábamos dados cargados. Tuve que echarla del club y ponerla de patitas en la calle.

– Parece bastante comprensible -dije-. Magoon debería saber que ningún jugador profesional juega en forma deshonesta. No tiene necesidad de hacerlo. ¿Pero yo qué le he hecho?

Me golpeó de nuevo, con todas sus ganas.

– Me hizo quedar mal. En mi negocio a un hombre no se le dice dos veces una cosa. El tipo tiene que obedecer o uno no controla la situación. Si uno no controla la situación, no está en el negocio.

– Tengo el presentimiento, amigo mío, de que hay algo más que eso -dije-. Perdóneme, pero tengo que sacar el pañuelo.

El revólver siguió apuntándome mientras saqué el pañuelo y me limpié la sangre de la cara.

– Un tipo entrometido -comenzó a decir Menéndez lentamente -cree que puede burlarse de Mendy Menéndez. Quiere convertirme a mí… Menéndez, en el hazmerreír de todos. Debería clavarle el cuchillo, infeliz. Debería cortarlo en mil pedazos.

– Lennox fue su compañero -dije, y observé atentamente la expresión de sus ojos-. Murió y lo enterraron como a un perro, sin poner siquiera un nombre sobre el pedazo de tierra en donde yace su cadáver. Y yo tuve que actuar para demostrar que él era inocente. ¿Conque eso lo hizo quedar mal, eh? El le salvó la vida y perdió la suya, pero eso no significa nada para usted. Lo que para usted tiene importancia es hacerse el gran personaje. A usted no le importa un rábano nadie, fuera de su persona. En usted no hay nada grande; es pura alharaca.

Me dirigió una mirada glacial y echó el brazo hacia atrás para golpearme por tercera vez, pero yo di medio paso adelante y le encajé una trompada en la boca del estómago.

No tuve tiempo de pensarlo, no planeé nada, no calculé mis posibilidades, si es que tenía alguna. Simplemente estaba harto de sus baladronadas y el dolor me atenazaba, y seguía sangrando y quizás en aquel momento sentí deseos de darle un golpe.

Menéndez se dobló en dos, emitió unos sonidos entrecortados y el revólver se le cayó de la mano. Lo buscó a tientas desesperadamente, pero yo le puse la rodilla sobre la cara. Menéndez lanzó un chillido.

El hombre que estaba en el sillón se rió en voz alta. Estuve a punto de tambalearme y sentí una especie de vértigo. Entonces el hombre se puso de pie, sosteniendo el revólver en la mano.

– No lo mate -dijo con suavidad-. Lo usaremos como carnada.

En aquel momento hubo un movimiento en la penumbra del hall y apareció Ohls en la puerta; estaba pálido, con el rostro inexpresivo, pero totalmente tranquilo. Miró a Menéndez que estaba arrodillado con la cabeza apoyada en el suelo.

– Había resultado flojo el tipo -comentó Ohls -; flojo como una gallina.

– No es flojo -repliqué-, sino bastante guapo, pero cualquier guapo puede recibir un golpe. ¿Era blando Big Willie Magoon?

Ohls me miró y lo mismo hizo el otro hombre. El mexicano que estaba al lado de la puerta permaneció inmóvil, sin decir palabra.

– Sáquese ese maldito cigarrillo de la boca -le grité a Ohls-. Fúmelo o, si no, deje de mascarlo. Estoy harto de verlo. Estoy harto de la policía.

Ohls me miró todo sorprendido e hizo una mueca burlona.

– Eso se llama hablar, muchacho -dijo alegremente-. ¿Lo lastimaron mucho? Parece que estos tipos intratables lo han vapuleado en forma. Bueno, ¡por Dios que usted se lo palpitaba y con justa razón! -Volvió a mirar a Menéndez. Las rodillas de Mendy estaban debajo de él. Salía de un pozo, a pocos centímetros por ver, respirando entrecortadamente.

– Este Mendy es un muchacho muy conversador cuando no tiene a su lado a tres picapleitos que le obligan a cerrar la boca -dijo Ohls.

Ayudó a Menéndez a ponerse de pie. Mendy sangraba por la nariz. Sacó a tientas el pañuelo del bolsillo de su smoking blanco y lo apretó contra la nariz sin decir una palabra.

– Le tendieron una trampa, amigo -agregó Ohls-. No lamento mucho lo que le pasó a Magoon. Se lo tenía merecido, pero era de la policía, y rufianes como usted tienen que aprender de una vez por todas a respetar a la policía.

Menéndez apartó el pañuelo de la nariz, miró a Ohls y después a mí y al hombre que había estado en el sillón. Se dio vuelta lentamente y clavó la vista en el mexicano. Todos ellos lo miraron a su vez. Los rostros no expresaban nada. De pronto, como si hubiera surgido del aire, apareció un puñal y Mendy se abalanzó hacia Ohls. Ohls se hizo a un lado, lo agarró por la garganta con una mano y con la otra le hizo saltar el cuchillo con facilidad pasmosa, casi con indiferencia. Ohls separó los pies, afirmándolos bien sobre el suelo, se enderezó, dobló ligeramente las piernas y levantó a Menéndez en el aire sosteniéndolo por el cuello con una mano. Lo transportó casi en vilo y lo arrinconó contra la pared. Después lo dejó caer, pero sin soltar la garra con que le atenazaba la garganta.

– Si me toca con un dedo lo mato -dijo Ohls-. Con un solo dedo -agregó y soltó las manos.

Mendy se sonrió burlonamente, miró el pañuelo y volvió a llevárselo a la nariz. Después dirigió la vista hacia el revólver que había usado para golpearme. El hombre del sillón dijo con indiferencia:

– No está cargado, aun cuando pudiera agarrarlo.

– Una trampa -dijo Menéndez dirigiéndose a Ohls-. Oí cuando me lo dijo.

– Usted pidió tres tipos con buena musculatura para que le ayudaran a hacer un trabajito y lo que consiguió fue tres agentes de Nevada. Hay alguien en Las Vegas que no está muy satisfecho por la forma en que usted se olvidó de aclarar algunas cuentas pendientes. Ese alguien quiere hablar con usted. Puede irse con los agentes o, si no, se viene conmigo hasta la Central para que le pongamos un par de épocas. Ahí afuera hay dos muchachos que quieren verlo de cerca.

– ¡Dios ayude a Nevada! -dijo Menéndez con tranquilidad, dirigiendo de nuevo una mirada al mexicano parado al lado de la puerta. Entonces hizo rápidamente la señal de la cruz y salió de la casa. El mexicano lo siguió. El otro hombre, el de la piel curtida y reseca, recogió el revólver y el puñal salió también, cerrando la puerta tras de sí. Ohls esperó, inmóvil. Se oyó el ruido de puertas que se cerraban de golpe y el del coche que se alejaba.