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Me enderecé y lo miré fijamente.

– ¿Usted insinúa que hubo cohecho?

Torció la boca con gesto sardónico.

– Quizá sólo sea que Lennox recibiera alguna ayuda para suicidarse. Pudo haberse resistido al arresto. Los policías mexicanos tienen los dedos muy prontos para apretar el gatillo. Si quiere hacer una pequeña apuesta, yo le juego el triple a que nadie se molestó en contar los balazos.

– Creo que se equivoca -dije-. Conocí a Terry Lennox bastante bien. El ya se había calificado desde hacía largo tiempo. Si ellos le trajeran de nuevo a la vida les dejaría salirse con la suya. Haría frente a la acusación de homicidio sin premeditación.

Lonnie Morgan sacudió la cabeza. Ya sabía lo que es taba por decir. Lo dijo:

– Ninguna posibilidad. Si le hubiera disparado un tiro o le hubiera roto el cráneo, tal vez. Pero hubo demasiada brutalidad. Su cara quedó transformada en una masa sanguinolenta. Lo más que podría conseguir es homicidio con atenuantes, y aun así el fallo produciría revuelo.

– Quizá tenga razón -dije.

Me miró de nuevo.

– Usted dice que conocía al hombre, ¿qué piensa de todo el escenario? ¿Le convence?

– Estoy cansado. Esta noche no estoy con ánimo de pensar.

Se produjo una larga pausa. Entonces Lonnie Morgan dijo con tranquilidad:

– Si yo fuera un tipo realmente inteligente, en lugar de ser un pobre periodista mercenario, pensaría que después de todo, tal vez él no la matara.

– No deja de ser una idea.

Morgan se llevó un cigarrillo a la boca y lo encendió con un fósforo que frotó contra el tablero del coche. Comenzó a fumar en silencio, con el ceño fruncido y la mirada fija en el camino. Llegamos a Laurel Canyon y le indiqué dónde debía doblar para tomar mi calle. El coche ascendió por la colina y se detuvo al pie de la escalera de pino colorado.

Bajé del coche.

– Gracias por el viaje, Morgan. ¿Quiere tomar una copa?

– Me imagino que preferirá estar solo.

– Tengo mucho tiempo para estar solo. Demasiado tiempo.

– Tiene que decirle adiós a un amigo. Debe haberlo sido para que a causa de él usted haya dejado que lo zarandeen y lo metan adentro.

– ¿Quién dice que les dejé?

Morgan sonrió débilmente.

– No crea que porque no puedo publicarlo, eso signifique que no lo sepa, amigo. Hasta luego. Espero verlo pronto.

Cerré la puerta del coche y vi como daba la vuelta y descendía por la colina. Cuando los faros posteriores desaparecieron, subí las escaleras, recogí los periódicos y entré en la casa vacía. Encendí todas las luces y abrí todas las ventanas. El ambiente era sofocante.

Preparé un poco de café, lo tomé y luego saqué del tarro los cinco cheques. Estaban muy enrollados. Terry los había empujado adentro del café y a un lado. Comencé a recorrer la habitación de uno a otro extremo, con la taza de café en la mano, conecté el aparato de TV, lo cerré, me senté, me puse de pie y me volví a sentar de nuevo. Pasé revista a todos los diarios que se habían ido amontonando en la escalera. El caso Lennox había sido lanzado como noticia sensacional, pero aquella mañana ya había pasado a la página dos. Había una foto de Sylvia pero ninguna de Terry, y una instantánea mía cuya existencia ignoraba. “Detective privado es detenido para averiguaciones.” Había una gran foto de la casa de Lennox en Encino. Era una mansión seudo-inglesa con una cantidad de techos en punta; sólo la limpieza de las ventanas debía costar como cien dólares al mes. Se levantaba sobre una loma en un terreno de ochenta áreas, lo que representa una propiedad importante en una zona como Los Angeles. También se había publicado una foto del pabellón de huéspedes, que era una miniatura del edificio principal, pero rodeado de árboles. No había fotos de lo que los diarios llamaban “el cuarto de la muerte”.

En la cárcel había visto todo eso, pero lo volví a ver y a leer con ojos diferentes. No me dijo nada, excepto que una joven rica y hermosa había sido asesinada y que la prensa lo había ido dejando casi de lado. De modo que las influencias habían comenzado a trabajar muy pronto. Los muchachos de la sección policial de los diarios debieron haber hecho rechinar los dientes y rechinaron en vano. Se leía entre líneas. Si Terry habló con su suegro en Pasadena la misma noche que Sylvia fue asesinada, debió haber habido una docena de guardias en la residencia antes de que siquiera se notificara a la policía.

Pero había algo de lo que no se decía ni una sola palabra… la forma en que la habían golpeado. Nadie me haría creer que Terry hubiera hecho una cosa semejante.

Apagué las luces y me senté al lado de la ventana abierta. Afuera, en un arbusto, un mirlo lanzó unos trinos, admirándose a sí mismo antes de posarse para pasar la noche.

Me dolía el cuello. Me afeité, tomé una ducha y me fui a la cama. Permanecí acostado de espaldas, escuchando, como si muy lejos, en la oscuridad, pudiera oír una voz, una de esas voces calmas y pacientes que aclaran todo. No la escuché, y sabía que no la escucharía nunca. Nadie iba a explicarme el caso Lennox. No era necesario ninguna explicación. El asesino había confesado y estaba muerto. No habría pesquisa ni investigación.

Muy conveniente, como había hecho notar Lonnie Morgan, del Journal. Si Terry Lennox había matado a su esposa, entonces estaba muy bien. No había ninguna necesidad de proceso y de sacar a relucir todos los detalles desagradables. Si no la había matado, también estaba muy bien. Un hombre muerto es el mejor chivo expiatorio del mundo: no hay peligro de que hable jamás.

Capítulo XI

Por la mañana me afeité de nuevo, me vestí, y me dirigí con el coche por el camino habitual para estacionarlo en el lugar de costumbre; si el cuidador de la playa de estacionamiento sabía que yo era un personaje público importante, lo disimuló en forma magistral. Subí las escaleras, atravesé el corredor y saqué las llaves para abrir la puerta. Un hombre de tez morena y aspecto tranquilo me estaba observando.

– ¿Usted es Marlowe?

– ¿Por qué? ¿Qué pasa?

– Espere un momento -me dijo-. Alguien vendrá a verlo.

Se separó de la pared en la que estaba apoyado y empezó a andar arrastrando los pies.

Entré en la oficina y recogí la correspondencia. Sobre el escritorio había cartas recogidas por la encargada de la limpieza. Después de abrir las ventanas, leí las cartas y tiré las que no me interesaban, que constituían la mayoría.

Conecté el llamador con la otra puerta, llené la pipa, la encendí y entonces me senté a esperar que alguien gritara pidiendo ayuda.

Pensé en Terry Lennox con cierta indiferencia. Ya estaba perdiéndose en la distancia, con su cabello blanco, la cara llena de cicatrices, su débil encanto y esa forma de orgullo tan peculiar. No lo juzgaba ni lo analizaba, en la misma forma en que nunca le pregunté cómo se había herido o cómo pudo casarse con una mujer como Sylvia. Era como alguien que uno encuentra en un barco y llega a conocer muy bien aunque, al mismo tiempo, no lo conozca en absoluto. Se había ido de la misma forma que el pasajero que se despide en el muelle diciendo “nos veremos pronto, viejo”, y uno sabe que jamás se volverán a ver. Y si es que se vuelven a ver, él será una persona completamente diferente, sólo otro rotario en su coche. “¿Cómo andan los negocios? ¡Oh!, no están mal. Tiene buen aspecto. Lo mismo usted. Aumenté mucho de peso. ¿Acaso todos no aumentamos? ¿Se acuerda de aquel viaje en el Franconia (¡o el nombre que tuviera!). ¡Oh!, claro, hermoso viaje, ¿no?”

Al diablo si fue un hermoso viaje. Estabas mortalmente aburrido. Sólo comenzaste a hablar con aquel tipo porque no había nadie interesante a tu alrededor. Tal vez sucedió así con Terry Lennox y yo. No, no exactamente. Le debía algo. Invertí en él tiempo, dinero y tres días de cárcel, sin mencionar la trompada en la mandíbula y el puñetazo en el cuello, aún sensible al tragar. Ahora él estaba muerto y ni siquiera podía devolverle los quinientos mangos. Aquello me dolió. Siempre son las pequeñas cosas las que duelen.