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– Porque no queremos que nos rebanen el pescuezo -contestó-. Nosotros creemos en la felicidad y la estabilidad. Una sociedad de Alfas no podría menos de ser inestable y desdichada. Imagine una fábrica cuyo personal estuviese constituido íntegramente por Alfas, es decir, por seres individuales no relacionados de modo que sean capaces, dentro de ciertos límites, de elegir y asumir responsabilidad. ¡Imagíneselo! -repitió.

El Salvaje intentó imaginarlo, pero no pudo conseguirlo.

– Es un absurdo. Un hombre decantado como Alfa, condicionado como Alfa, se volvería loco si tuviera que hacer el trabajo de un semienano Epsilon; o se volvería loco o empezaría a destrozarlo todo. Los Alfas pueden ser socializados totalmente, pero sólo a condición de que se les confíe un trabajo propio de los Alfas. Sólo de un Epsilon puede esperarse que haga sacrificios Epsilon, por la sencilla razón de que para él no son sacrificios; se hallan en la línea de mcnor resistencia. Su condicionamiento ha tendido unos raíles por los cuales debe correr. No puede evitarlo; está condenado a ello de antemano. Aún después de su decantación permanece dentro de un frasco: un frasco invisible, de fijaciones infantiles y embrionarias. Claro que todos nosotros -prosiguió el Interventor, meditabundo- vivimos en el interior de un frasco. Mas para los Alfas, los frascos, relativamente hablando, son enormes. Nosotros sufriríamos horriblemente si fuésemos confinados en un espacio más estrecho. No se puede verter sucedáneo de champaña de las clases altas en los frascos de las castas bajas. Ello es evidente, ya en teoría. Pero, además, fue comprobado en la práctica. El resultado del experimento de Chipre fue concluyente.

– ¿En qué consistió? -preguntó el Salvaje.

Mustafá Mond sonrió.

– Bueno, si usted quiere, puede llamarlo un experimento de reenvasado. Se inició en el año 73 d.F. Los Interventores limpiaron la isla de Chipre de todos sus habitantes anteriores y la colonizaron de nuevo con una hornada especialmente preparada de veintidós mil Alfas. Se les otorgó toda clase de utillaje agrícola e industrial y se les dejó que se las arreglaran por sí mismos. El resultado cumplió exactamente todas las previsiones teóricas. La tierra no fue trabajada como se debía; había huelgas en las fábricas, las leyes no se cumplían, las órdenes no se obedecían; las personas destinadas a trabajos inferiores intrigaban constantemente por conseguir altos empleos, y las que ocupaban estos cargos intrigaban a su vez para mantenerse en ellos a toda costa. Al cabo de seis años se enzarzaron en una auténtica guerra civil. Cuando ya habían muerto diecinueve mil de los veintidós mil habitantes, los supervivientes, unánimemente, pidieron a los Interventores Mundiales que volvieran a asumir el gobierno de la isla, cosa que éstos hicieron. Y así acabó la única sociedad de Alfas que ha existido en el mundo.

El Salvaje suspiró profundamente.

– La población óptima -dijo Mustafá Monds- es la que se parece a los icebergs: ocho novenas partes por debajo de la línea de flotación, y una novena parte por encima.

– ¿Y son felices los que se encuentran por debajo de la línea de flotación?

– Más felices que los que se encuentran por encima de ella. Más felices que sus dos amigos, por ejemplo.

Y señalo a Helmholtz y a Bernard.

– ¿A pesar de su horrible trabajo?

– ¿Horrible? A ellos no se lo parece. Al contrario, les gusta. Es ligero, sencillo, infantil. Siete horas y media de trabajo suave, que no agota, y después la ración de soma, los juegos, la copulación sin restricciones y el sensorama. ¿Qué más pueden pedir? Sí, ciertamente -agregó-, pueden pedir menos horas de trabajo. Y, desde luego, podríamos concedérselo. Técnicamente, sería muy fácil reducir la jornada de los trabajadores de castas inferiores a tres o cuatro horas. Pero ¿serían más felices así? No, no lo serían. El experimento se llevó a cabo hace más de siglo y medio. En toda Irlanda se implantó la jornada de cuatro horas. ¿Cuál fue el resultado? Inquietud y un gran aumento en el consumo de soma; nada más. Aquellas tres horas y media extras de ocio no resultaron, ni mucho menos, una fuente de felicidad; la gente se sentía inducida a tomarse vacaciones para librarse de ellas. La Oficina de Inventos – está atestada de planes para

implantar métodos de reducción y ahorro de trabajo. Miles de ellos. -Mustafá hizo

un amplio ademán-. ¿Por qué no los ponemos en obra? Por el bien de los

trabajadores; sería una crueldad atormentarles con más horas de asueto. Lo

mismo ocurre con la agricultura. Si quisiéramos, podríamos producir sintéticamente todos los comestibles. Pero no queremos. Preferimos mantener a un tercio de la población a base de lo que producen los campos. Por su propio bien, porque ocupa más tiempo extraer productos comestibles del campo que de una fábrica. Además, debemos pensar en nuestra estabilidad. No deseamos cambios. Todo cambio constituye una amenaza para la estabilidad. Ésta es otra razón por la cual somos tan remisos en aplicar nuevos inventos. Todo descubrimiento de las ciencias puras es potencialmente subversivo; incluso hasta a la ciencia debemos tratar a veces como un enemigo. Sí, hasta a la ciencia.

– ¿Cómo? -dijo Helmholtz, asombrado-. ¡Pero si constantemente decimos que la ciencia lo es todo! ¡Si es un axioma hipnopédico!

– Tres veces por semana entre los trece años y los diecisiete -dijo Bernard.

– Y toda la propaganda en favor de la ciencia que hacemos en la Escuela…

– Sí, pero ¿qué clase de ciencia? -preguntó Mustafá Mond, con sarcasmo-. Ustedes no tienen una formación científica, y, por consiguiente, no pueden juzgar. Yo, en mis tiempos, fui un físico muy bueno. Demasiado bueno: lo bastante para comprender que toda nuestra ciencia no es más que un libro de cocina, con una teoría ortodoxa sobre el arte de cocinar que nadie puede poner en duda, y una lista de recetas a la cual no debe añadirse ni una sola sin un permiso especial del jefe de cocina. Yo soy actualmente el jefe de cocina. Pero antes fui un joven e inquisitivo pinche de cocina. Y empecé a hacer algunos guisados por mi propia cuenta. Cocina heterodoxo, cocina iícita. En realidad, un poco de auténtica ciencia.

Mustafá Mond guardó silencio.

– ¿Y qué pasó? -preguntó Helmholtz Watson.

El Interventor suspiró.

– Casi me ocurrió lo que va a ocurrirles a ustedes, jovencitos. Poco faltó para que me enviaran a una isla.

Estas palabras galvanizaron a Bernard, quien entró súbitamente en violenta actividad.

– ¿Que van a enviarme a mí a una isla?

Saltó de su asiento, cruzó el despacho a toda prisa y se detuvo, gesticulando, ante el Interventor.

– Usted no puede desterrarme a mí. Yo no he hecho nada. Fueron los otros. Juro que fueron los otros.

– Y señaló acusadoramente a Helmholtz y al Salvaje-. ¡Por favor, no me envíe a Islandia! Prometo que haré todo lo que quieran. Déme otra oportunidad. -Empezó a llorar-. Le digo que la culpa es de ellos -sollozó-. ¡A Islandia, no! Por favor, Su Fordería, por favor…

Y en un paroxismo de abyección cayó de rodillas ante el Interventor.

Mustafá Mond intentó obligarle a levantarse; pero Bernard insistía en su actitud rastrera; el flujo de sus palabras manaba, inagotable. Al fin, el Interventor tuvo que llamar a su cuarto secretario.

– Trae tres hombres -ordenó-, y que lleven a Mr. Marx a un dormitorio. Que le administren una buena vaporización de soma y luego lo acuesten y le dejen solo.

El cuarto secretario salió y volvió con tres criados mellizos, de uniforme verde.

Gritando y sollozando todavía, Bernard fue sacado del despacho.

– Cualquiera diría que van a degollarle -dijo el Interventor, cuando la puerta se hubo cerrado-. En realidad, si tuviera un poco de sentido común, comprendería que este castigo es más bien una recompensa. Le enviarán a una isla. Es decir, le enviarán a un lugar donde conocerá al grupo de hombres y mujeres más interesantes que cabe encontrar en el mundo. Todos ellos personas que, por una razón u otra, han adquirido excesiva consciencia de su propia individualidad para poder vivir en comunidad. Todas las personas que no se conforman con la ortodoxia, que tienen ideas propias. En una palabra, personas que son alguien. Casi le envidio, Mr. Watson.