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– Sí, puedo -contestó Bernard, en voz alta. -Diga cuál es, entonces -dijo el director, un tanto asombrado, pero sin perder la dignidad majestuosa de su actitud.

– No sólo la diré, sino que la exhibiré. Pero está en el pasillo. Un momento. -Bernard se acercó rápidamente a la puerta y la abrió bruscamente-. Entre -ordenó.

Y la razón alegada entró y se hizo visible.

Se produjo un sobresalto, una suspensión del aliento de todos los presentes y, después, un murmullo de asombro y de horror; una chica joven chilló; estaba de pie encima de una silla para ver mejor, y, al vacilar, derramó dos tubos de ensayo llenos de espermatozoos. Abotagado, hinchado, entre aquellos cuerpos juveniles y firmes y aquellos rostros correctos, un monstruo de mediana edad, extraño y terrorífico, Linda, entró en la sala, sonriendo picaronamente con su sonrisa rota y descolorida, y moviendo sus enormes caderas en lo que pretendía ser una ondulación voluptuosa. Bernard andaba a su lado.

– Aquí está -dijo Bernard, señalando al director.

– ¿Cree que no lo habría reconocido? -preguntó Linda, irritada; después, volviéndose hacia el director, agregó-: Claro que te reconocí, Tomakín; te hubiese reconocido en cualquier sitio, entre un millar de personas. Pero tal vez tú me habrás olvidado. ¿No te acuerdas? ¿No, Tomakín? Soy tu Linda. -Linda lo miraba con la cabeza ladeada, sonriendo todavía, pero con una sonrisa que progresivamente, ante la expresión de disgusto petrificado del director, fue perdiendo confianza hasta desaparecer del todo-. ¿No te acuerdas de mí, Tomakín? -repitió Linda, con voz temblorosa. Sus ojos aparecían ansiosos, agónicos. El rostro abotagado se deformó en una mueca de intenso dolor-. ¡Tomakín!

Linda le tendió los brazos. Algunos empezaron a reír por lo bajo.

– ¿Qué significa -empezó el director- esta monstruosa…?

– ¡Tomakín!

Linda corrió hacia delante, arrastrando tras de sí su manta, arrojó los brazos al cuello del director y ocultó el rostro en su pecho.

Levantóse una incontenible oleada de carcajadas.

– ¿… esta monstruosa broma de mal gusto? -gritó el director.

Con el rostro encendido, intentó desasirse del abrazo de la mujer, que se aferraba a él desesperadamente.

– ¡Pero si soy Linda, soy Linda! -las risas ahogaron su voz-. ¡Me hiciste un crío! -chilló Linda, por encima del rugir de las carcajadas.

Hubo un siseo súbito, de asombro; los ojos vagaban incómodamente, sin saber adónde mirar. El director palideció súbitamente, dejó de luchar, y, todavía con las manos en las muñecas de Linda, se quedó mirándola a la cara, horrorizado.

– Sí, un crío… y yo fui su madre.

Linda lanzó aquella obscenidad como un reto en el silencio ultrajado; después, separándose bruscamente de él, abochornada, se cubrió la cara con las manos, sollozando.

– No fue mía la culpa, Tomakín. Porque yo siempre hice mis ejercicios, ¿no es verdad? ¿No es verdad?

Siempre… No comprendo cómo… ¡Si tú supieras cuán horrible fue, Tomakín…! A pesar de todo, el niño fue un consuelo para mí. -Y, volviéndose hacia la puerta, llamó-: ¡John!

John entró inmediatamente, hizo una breve pausa en el umbral, miró a su alrededor, y después, corriendo silenciosamente sobre sus mocasines de piel de ciervo, cayó de rodillas a los pies del director y dijo en voz muy clara:

– ¡Padre!

Esta palabra (porque la voz padre, que no implicaba relación directa con el desvío moral que extrañaba el hecho de alumbrar un hijo, no era tan obscena como grosera; era una incorrección más escatológica que pornográfica), la cómica suciedad de esta palabra alivió la tensión, que había llegado a hacerse insoportable.

Las carcajadas estallaron, estruendosas, casi histéricas, encadenadas, como si no debieran cesar nunca. ¡Padre! ¡Y era el director! ¡Padre! ¡Oh, Ford! Era algo estupendo. Las risas se sucedían, los rostros parecían a punto de desintegrarse, y hasta los ojos se cubrían de lágrimas. Otros seis tubos de ensayo llenos de espermatozoos fueron derribados. ¡Padre!

Pálido, con los ojos fuera de sus órbitas, el director miraba a su alrededor en una agonía de humillación enloquecedora.

¡Padre! Las carcajadas, que habían dado muestras de desfallecer, estallaron más fuertes que nunca. El director se tapó los oídos con ambas manos y abandonó corriendo la sala.

CAPITULO XI

Después de la escena que había tenido lugar en la Sala de Fecundación, todos los londinenses de castas superiores se morían por aquella deliciosa criatura que había caído de rodillas ante el director de Incubación y Condicionamiento -o, mejor dicho, ante el ex-director, porque el pobre hombre había dimitido inmediatamente y no había vuelto a poner los pies en el Centro- y le había llamado (¡el chiste era casi demasiado bueno para ser cierto!) padre.

Linda, por el contrario, no tenía el menor éxito; nadie tenía el menor deseo de ver a Linda. Decir que una era madre era algo peor que un chiste: era una obscenidad. Además, Linda no era una salvaje auténtica; había sido incubada en un frasco y condicionada como todo el mundo, de modo que no podía tener ideas completamente extravagantes. Finalmente -y ésta era la razón más poderosa por la cual la gente no deseaba ver a la pobre Linda-, había la cuestión de su aspecto. Era gorda; había perdido su juventud; tenía los dientes estropeados y el rostro abotagado. ¡Y aquel rostro! ¡Oh, Ford! No se la podía mirar sin sentir mareos, auténticos mareos. Por eso las personas distinguidas estaban completamente decididas a no ver a Linda. Y Linda, por su parte, no tenía el menor deseo de verlas. El retorno a la civilización fue, para ella, el retorno al soma, la posibilidad de yacer en cama y tomarse vacaciones tras vacaciones, sin tener que volver de ellas con jaqueca o vómitos, sin tener que sentirse como se sentía siempre después de tomar peyotl, como si hubiese hecho algo tan vergonzosamente antisocial que nunca más había de poder llevar ya la cabeza alta.

El soma no gastaba tales jugarretas. Las vacaciones que proporcionaba eran perfectas, y si la mañana siguiente resultaba desagradable, sólo era por comparación con el gozo de la víspera. La solución era fácil: perpetuar aquellas vacaciones. Glotonamente, Linda exigía cada vez dosis más elevadas y más frecuentes.

Al principio, el doctor Shaw ponía objeciones; después le concedió todo el soma

que quisiera. Linda llegaba a tomar hasta veinte gramos diarios.

– Lo cual acabará con ella en un mes o dos -confió el doctor a Bernard-. El día menos pensado el centro respiratorio se paralizará. Dejará de respirar. Morirá. Y no me parece mal. Si pudiéramos rejuvenecerla, la cosa sería distinta. Pero no podemos.

Cosa sorprendente, en opinión de todos (porque cuando estaba bajo la influencia del soma, Linda dejaba de ser un estorbo), John puso objeciones.

– Pero ¿no le acorta usted la vida dándole tanto soma?

– En cierto sentido, sí -reconoció el doctor Shaw-. Pero, según como lo mire, se la alargamos.

El joven lo miró sin comprenderle.

– El soma puede hacernos perder algunos años de vida temporal -explicó el doctor-. Pero piense en la duración inmensa, enorme, de la vida que nos concede fuera del tiempo. Cada una de vuestras vacaciones de soma es un poco lo que nuestros antepasados llamaban eternidad.

John empezaba a comprender.

– La eternidad estaba en nuestros labios y nuestros ojos -murmuró.

– ¿Cómo?

– Nada.

– Desde luego -prosiguió el doctor Shaw-, no podemos permitir que la gente se nos marche a la eternidad a cada momento si tiene algún trabajo serio que hacer. Pero como Linda no tiene ningún trabajo serio…

– Sin embargo -insistió John-, no me parece justo.

El doctor se encogió de hombros.

– Bueno, si usted prefiere que esté chillando como una loca todo el tiempo…