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– Habla una cosa llamada alma y otra llamada inmortalidad.

– Pregúntale a Henry dónde lo consiguió.

– Pero solían tomar morfina y cocaína.

Y lo peor del caso es que,ella es la primera en considerarse como simple carnle.

– En el año 178 d.F., se subvencionó a dos mil farmacólogos y bioquímicos…

– Parece malhumorado -dijo el Predestinador Ayudante, señalando a Bernard

Marx.

– Seis años después se producía ya comercialmente la droga perfecta.

– Vamos a tirarle de la lengua.

– Eufórica, narcótica, agradablemente alucinante.

– Estás melancólico, Marx. -La palmada en la espalda lo sobresaltó. Levantó los ojos. Era aquel bruto de Henry Foster-. Necesitas un gramo de soma.

– Todas las ventajas del cristianismo y del alcohol; y ninguno de sus inconvenientes.

¡Ford, me gustaría matarle! Pero no hizo más que decir: No, gracias, al tiempo que rechazaba el tubo de tabletas que le ofrecía.

– Uno puede tomarse unas vacaciones de la realidad siempre que se le antoje, y volver de las mismas sin siquiera un dolor de cabeza o una mitología.

– Tómalo -insistió Henry Foster-, tómalo.

– La estabilidad quedó prácticamente asegurada.

– Un solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos -dijo el Presidente Ayudante, citando una frase de sabiduría hipnopédica.

– Sólo faltaba conquistar la vejez. -¡Al cuerno! -gritó Bernard Marx. -¡Qué picajoso!

– Hormonas gonadales, transfusión de sangre joven, sales de magnesio…

– Y recuerda que un gramo es mejor que un taco.

Y los dos salieron, riendo.

– Todos los estigmas fisiológicos de la vejez han sido abolidos. Y con ellos, naturalmente…

– No se te olvide preguntarle lo del cinturón Maltusiano -dijo Fanny.

– … Y con ellos, naturalmente, todas las peculiaridades mentales del anciano. Los caracteres permanecen constantes a través de toda la vida.

– …dos vueltas de Golf de Obstáculos que terminar antes de que oscurezca. Tengo que darme prisa.

– Trabajo, juegos… A los sesenta años nuestras fuerzas son exactamente las mismas que a los diecisiete. En la Antigüedad, los viejos solían renunciar, retirarse, entregarse a la religión, pasarse el tiempo leyendo, pensando… ¡Pensando!

¡Idiotas, cerdos!, se decía Bernard Marx, mientras avanzaba por el pasillo en dirección al ascensor.

– En la actualidad el progreso es tal que los ancianos trabajan, los ancianos cooperan, los ancianos no tienen tiempo ni ocios que no puedan llenar con el placer, ni un solo momento para sentarse y pensar; y si por desgracia se abriera alguna rendija de tiempo en la sólida sustancia de sus distracciones, siempre queda el soma, el delicioso soma, medio gramo para una tarde de asueto, un gramo para un fin de semana, dos gramos para un viaje al bello Oriente, tres para una oscura eternidad en la luna; y vuelven cuando se sienten ya al otro lado de la grieta, a salvo en la tierra firme del trabajo y la distracción cotidianos, pasando de sensorama a sensorama, de muchacha a muchacha neumática, de Campo de Golf Electromagnético a…

– ¡Fuera, chiquilla! -gritó el D.I.C., enojado-. ¡Fuera, peque! ¿No veis que el Interventor está atareado? ¡Id a hacer vuestros juegos eróticos a otra parte!

– ¡Pobres chiquillos! -dijo el Interventor.

Lenta, majestuosamente, con un débil zumbido de maquinaria, los trenes seguían avanzando, a razón de trescientos treinta y tres milímetros por hora. En la rojiza oscuridad centelleaban innumerables rubíes.

CAPITULO IV

1

El ascensor estaba lleno de hombres procedentes de los Vestuarios Alfa, y la entrada de Lenina provocó muchas sonrisas y cabezadas amistosas. Lenina era una chica muy popular, y, en una u otra ocasión, había pasado alguna noche con casi todos ellos.

Buenos muchachos -pensaba Lenina Crowne, al tiempo que correspondía a sus saludos-. ¡Encantadores! Sin embargo, hubiese preferido que George Edzel no tuviera las orejas tan grandes. Quizá le habían administrado una gota de más de paratiroides en el metro 328. Y mirando a Benito Hoover no podía menos de recordar que era demasiado peludo cuando se quitó la ropa.

Al volverse, con los ojos un tanto entristecidos por el recuerdo de la rizada negrura de Benito, vio en un rincón el cuerpecillo canijo y el rostro melancólico de Bernard Marx.

– ¡Bernard! -exclamó, acercándose a él-. Te buscaba.

Su voz sonó muy clara por encima del zumbido del ascensor. Los demás se volvieron con curiosidad.

– Quería hablarte de nuestro plan de Nuevo Méjico.

Por el rabillo del ojo vio que Benito Hoover se quedaba boquiabierto de asombro.

¡No me sorprendería que esperara que le pidiera por ir con él otra vez!, se dijo Lenina. Luego, en vez alta, y con más valor todavía, prosiguió:

– Me encantaría ir contigo toda una semana, en julio. -En todo caso, estaba demostrando públicamente su infidelidad para con Henry. Fanny debería aprobárselo, aunque se tratara de Bernard-. Es decir, si todavía sigues deseándome -acabó Lenina, dirigiéndole la más deliciosamente significativa de sus sonrisas.

Bernard se sonrojó intensamente. ¿Por qué?, se preguntó Lenina, asombrada pero al mismo tiempo conmovida por aquel tributo a su poder.

– ¿No sería mejor hablar de ello en cualquier otro sitio? -tartajeo Bernard, mostrándose terriblemente turbado.

Como si le hubiese dicho alguna inconveniencia -pensó Lenina-. No se mostraría más confundido si le hubiese dirigido una broma sucia, si le hubiese preguntado quién es su madre, o algo por el estilo.

– Me refiero a que…, con toda esta gente por aquí…

La carcajada de Lenina fue franca y totalmente ingenua.

– ¡Qué divertido eres! -dijo; y de veras lo encontraba divertido-. Espero que cuando menos me avises con una semana de antelación -prosiguió en otro tono-. Supongo que tomaremos el Cohete Azul del Pacífico. ¿Despega de la Torre de Charing-T? ¿O de Hampstead?

Antes de que Bernard pudiera contestar, el ascensor se detuvo.

– ¡Azotea! -gritó una voz estridente.

El ascensorista era una criatura simiesca, que lucía la túnica negra de un semienano Epsilon-Menos.

– ¡Azotea!

El ascensorista abrió las puertas de par en par. La cálida gloria de la luz de ltL tarde le sobresaltó y le obligó a parpadear.

– ¡Oh, azotea! -repitió, como en éxtasis. Era como si, súbita y alegremente, hubiese despertado de un sombrío y anonadante sopor-. ¡Azotea!

Con una especie de perruna y expectante adoración, levantó la cara para sonreír a sus pasajeros.

Entonces sonó un timbre, y desde el techo del ascensor un altavoz empezó, muy suave, pero imperiosamente a la vez, a dictar órdenes.

– Baja -dijo-. Baja. Planta decimoctava. Baja, baja. Planta decimoctava. Baja, ba…

El ascensorista cerró de golpe las puertas, pulsó un botón e inmediatamente se sumergió de nuevo en la luz crepuscular del ascensor; la luz crepuscular de su habitual estupor.

En la azotea reinaban la luz y el calor. La tarde veraniega vibraba al paso de los helicópteros que cruzaban los aires; y el ronroneo más grave de los cohetes aéreos que pasaban veloces, invisibles, a través del cielo brillante, era como una caricia en el aire suave.

Bernard Marx hizo una aspiración profunda. Levantó los ojos al cielo, miró luego hacia el horizonte azul y finalmente al rostro de Lenina.

– ¡Qué hermoso!

Su voz temblaba ligeramente.

– Un tiempo perfecto para el Golf de Obstáculos -contestó Lenina-. Y ahora, tengo que irme corriendo, Bernard. Henry se enfada si le hago esperar. Avísame la fecha con tiempo.

Y, agitando la mano, Lenina cruzó corriendo la espaciosa azotea en dirección a los cobertizos. Bernard se quedó mirando el guiño fugitivo de las medias blancas, las atezadas rodillas que se doblaban en la carrera con vivacidad, una y otra vez, y la suave ondulación de los ajustados cortos pantalones de pana bajo la chaqueta verde botella. En su rostro aparecía una expresión dolorida.