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Sí, me había ayudado, pero no quería darle la razón todavía, por mucho que me alegrara saber que no me había traicionado. La verdad era que el Jugador y Jim Doe iban a por mí, y seguirían haciéndolo tanto si estaba con Melford como si no. Ir por libre no tenía sentido, no cuando Melford estaba allí para protegerme.

Más por frustración conmigo mismo que por Melford, di una patada al suelo y caminé hasta el lado del acompañante.

– Esto no me gusta.

– ¿Y qué quieres? O te quedas mirando cómo el mundo se te cae encima o tratas de salir de entre los escombros.

– Sigue con tus aforismos. Me animan mucho.

Melford me estudió, me miró de arriba abajo.

– Eres muy cínico. Por otro lado, te has adecentado. Estás limpito, ya no tienes sangre en la cara. Me alegra ver que estás listo.

– ¿Listo para qué?

– Para ir a jugar a los detectives.

25

Por televisión estaban dando Solo ante el peligro, pero a B. B. no le apetecía mucho verla. En otro tiempo aquella película le gustaba, Gary Cooper le parecía impasible y efectivo, hacía lo que tenía que hacer; pero ahora le parecía soso. Se le veía viejo en comparación con películas anteriores, tan cansado e insignificante como su personaje. Para lo que solían ser los westerns, no estaba a la altura de los buenos de verdad. Raíces profundas, por ejemplo. Esa sí era una película.

Sintiéndose bien consigo mismo y su futuro, con la llamada que había hecho, B. B. fue hasta el armario para mirarse en el espejo de cuerpo entero… no por vanidad, sino para asegurarse de que su traje de lino no estaba muy arrugado. Es lo malo del lino. «Póntelo una vez y tíralo», le gustaba decir a Desiree. Se había dejado las gafas de sol puestas, pero en aquel momento se las quitó. El traje tenía buen aspecto, y la camiseta negra también, limpia, con el cuello perfecto. No le gustaba que las camisetas tuvieran el cuello muy dado. El pelo, bien. Algo largo por la parte de atrás y clareando por la frente, pero qué se le iba a hacer. El color del cuero era más real que la misma naturaleza.

Dio media vuelta para comprobar que el culo no se le viera demasiado grande. Y al moverse vio de reojo el teléfono de la mesita. El mismo desde el que había llamado a Doe. El mismo al que Desiree no le había llamado. ¿Dónde demonios estaba? ¿Qué estaría haciendo?

Ahora que había puesto en marcha su venganza contra el Jugador, necesitaba que ella vigilara el negocio y se asegurara de que todo iba como él quería. Tal vez el chico no se había detenido y por eso no había podido llamar, pero no, no era eso. Tampoco creía que le hubiera pasado algo. A Desiree no. No, lo que pasaba era que le estaba castigando. Seguía enfadada con él por aquel asunto con el niño.

Él lo único que quería era ayudarle, llevarlo con él, darle una buena comida en su casa y luego llevarlo a donde él quisiera. ¿Cómo es posible que incluso Desiree cuestionara sus motivos, que incluso ella viera algo siniestro donde solo había bondad? Y ¿qué habría dicho de sus planes de degustar vinos con Chuck Finn? Meneó la cabeza. No, su plan era perfecto. Deshacerse de ella ascendiéndola. Sería una transición dura, pero seguro que podía acostumbrarse a recoger él solito la ropa de la tintorería. Vaya, hasta podía ofrecerle a Chuck un trabajo a media jornada como mayordomo.

La ruptura estaba muy cerca. La solución. Qué irónico y placentero era que todo girara alrededor de su venganza contra el Jugador.

Y de pronto, sin más, por un segundo, fue como si hubiera vuelto a su apartamento de Las Vegas, como si estuviera cayendo de espaldas, golpeándose la cabeza contra la estructura de madera de su futón, con la sangre de un corte en la cabeza cayéndole sobre los ojos y la sangre de la nariz goteándole en la boca. El Jugador lo miraba entrecerrando los ojos con intensidad, cerniéndose sobre él, blandiendo el palo de una escoba como un guerrero homérico.

Llevaba mucho tiempo posponiendo aquello. Tenía al Jugador trabajando a sus órdenes, haciendo dinero, disfrutando del poder, totalmente ajeno al hecho de que si seguía con vida era por la gracia de B. B. Solo por eso. Doe resolvería el problema y si de paso cavaba también su propia tumba, mejor que mejor.

Algo -algo malo- se había evaporado, había abandonado su cuerpo. Hacía semanas, meses, que se sentía muy enérgico. Volvió a ponerse las gafas de sol, salió de la habitación y se tomó unos segundos para que sus ojos se acostumbraran a aquella luz deslumbrante. Otro día de calor abrasador, rondando los cuarenta grados y con la humedad suficiente para que los peces nadaran por el aire. La luz se reflejaba en los coches que había en el aparcamiento. Llevándose una mano a la frente, miró más allá del patio, a la piscina casi vacía. Aquello no era un hotel de vacaciones, los inquilinos eran sobre todo gente que paraba a pasar una noche por puro cansancio. Aun así, los propietarios, un puñado de indios, al igual que hacían muchos en aquellos tiempos, mantenían la piscina con la esperanza de que llegara una clientela mejor.

En aquellos momentos el único adulto que había junto a la piscina era una mujer inmensa, con un bañador lavanda, de poco menos o poco más de cuarenta años, que mascaba chicle y sonreía. B. B. meneó levemente la cabeza con aire de lástima. Pobre cosita patética, una foca tostándose al sol, con una melena rubia descolorida y las piernas como condones llenos a rebosar de leche coagulada. Del otro lado, jugando ruidosamente, había dos chicos a los que B. B. ya había visto. Dos niños descuidados que, si los dejaban a su suerte, acabarían con unas vidas vacías y frustradas. Aquellos niños necesitaban un mentor.

Una parte de él sentía que no debía buscar nuevos pupilos. Después de todo, tenía a Chuck Finn esperándole en casa. Pero ahora estaba allí y aquellos niños necesitaban un adulto que los guiara. Habría sido muy egoísta no ayudarles en lo que pudiera.

B. B. cruzó el aparcamiento y se acercó arrastrando los pies hasta la mujer de la tumbona. Le tapó el sol. Ella se bajó las gafas de sol y lo miró casi cerrando los ojos.

– Perdone que la moleste -dijo B. B.-, pero ¿son hijos suyos?

Por supuesto que no lo eran, pero B. B. conocía el juego. Sabía que si le mostraba cierto respeto, ella aceptaría sus impulsos caritativos.

– A usted también le molestan, ¿verdad? -Y arrugó la nariz como si fuera a estornudar.

Él se encogió de hombros.

– Solo era curiosidad.

– No son míos -le dijo-. Si tuviera hijos no dejaría que actuaran así. Creo que están con su padre, y esta mañana temprano vi que se iba en su camión. Los ha dejado solos. El hombre era majo -añadió pensativa.

Aquello era una buena noticia. No había ningún padre cerca para imponer valores equivocados a los niños. Ningún guardián hipócrita del bien y del mal que impusiera una moral rígida para privar a los niños de lo que necesitaban.

– Iré a hablar con ellos -dijo B. B. animado, como si estuviera ofreciéndose voluntario para el trabajo sucio-. Les pediré que no alboroten.

– Muy amable.

Una pausa incómoda.

– Me gustan sus gafas de sol -le dijo B. B., porque no se le ocurrió ningún otro cumplido.

– Gracias.

– La dejo que siga tomando el sol.

– Sí.

Aunque B. B. no le veía los ojos, estaba seguro de que habían vuelto a cerrarse, y la goma de mascar reanudó su ritmo bovino y adormecido. B. B. se quedó allí un momento más de lo necesario, mirando la grasa que sobresalía por debajo del bañador blanco como si estuviera ante un accidente ferroviario. Teniendo en cuenta su tamaño, tenía los pechos muy pequeños. Debía de ser duro para una mujer ser tan inmensa y ni siquiera tener un poco de pecho para compensar. Aun así, hay hombres que prefieren a las mujeres obesas. Qué mundo tan curioso.

B. B. fue hasta los chicos, que estaban jugando en el otro extremo de la piscina. Chapoteaban en la parte más honda, pero parecían buenos nadadores. Saltaban de un lado a otro, y no dejaban de hablar de un personaje de cómic que se llamaba Daredevil. Por lo visto, el tal Daredevil era ciego y parecía un héroe de procedencia humilde.