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Pasamos una vez más ante la caravana y vi que no había nadie. No había señal de la policía, ningún cordón policial, así que Melford apagó el casete y dejó el coche en el aparcamiento de una zona donde había una tienda de comestibles, una tintorería y una supuesta joyería, aunque, a juzgar por lo que se veía a través de la reja metálica, parecía más bien una tienda de empeños. En la cabina que había junto al coche, un cartel reclamaba otra mascota perdida, esta vez un terrier escocés marrón que se llamaba Nestle.

Solo tuvimos que recorrer tres manzanas para llegar a la caravana de Karen y Cabrón. Nos acercamos avanzando por la parte de atrás de otras casas móviles. La temperatura había bajado hasta casi los treinta grados, pero la atmósfera seguía siendo muy bochornosa y el parque de caravanas olía como un retrete atascado. Aquello no parecía molestar a Melford, que sabía dónde buscar huecos en las verjas, qué zonas saltarse para evitar a los perros… todo lo cual me indicaba que había dedicado mucho tiempo a planificar la ruta. Así que quizá matar a Karen y a Cabrón no fue un acto de violencia aleatoria.

Llegamos a la parte de atrás de la caravana; no había ningún cordón policial amarillo. Melford sacó algo que parecía una pistola de rayos barata de un episodio de Dr. Who, una especie de mango del que salían alambres de diferentes grosores.

– Un juego de ganzúas -me explicó-. Un chisme muy útil. -Con los ojos entrecerrados por la concentración, se acercó a la puerta de atrás y un momento después oímos un clic. Empujó la puerta y volvió a meterse aquel chisme en el bolsillo.

Sacó un bolígrafo linterna y paseó el haz de luz por la cocina durante un momento.

– Ajá -dijo-. Qué curioso. Mira.

Yo no quería mirar los cadáveres; en realidad, en un primer momento la oscuridad me había tranquilizado, porque me protegía de la visión de aquellos cuerpos, que seguramente ya estaban rígidos. Y sin embargo miré, porque sabía que era lo que Melford esperaba. Miré pensando que el uso de la palabra «curioso» no era del todo exacto en aquel contexto.

Cabrón y Karen seguían allí, con los ojos abiertos, rígidos como maniquís ensangrentados y exangües.

Y había un tercer cuerpo.

10

Quizá no es justo, pero el caso es que culpé a mi padrastro de todo lo que pasó aquel fin de semana. Al menos en parte sí fue culpa suya, pero lo curioso es que las cosas salieron como salieron por las dos únicas buenas ideas que Andy tuvo en su vida, dos ideas que cambiaron mi vida para siempre.

Andy tenía montones y montones de malas ideas. Que si solo me compraría ropa nueva cada dos años, que si tenía que esperar hasta los dieciséis para sacarme el permiso de conducir, que si tenía que limpiar la barbacoa cada vez que él la usaba para poder recuperar los fragmentos de carbón aprovechables y reutilizarlos. Esta última me dolía particularmente, porque cuando salía del garaje, cubierto de sudor y hollín, con las fosas nasales saturadas de polvillo negro y escupiendo una flema gris, me resultaba imposible negar la desolación dickensiana de mi vida.

Su primera buena idea llegó el verano después de mi primer año de bachillerato. Andy Roman se había casado con mi madre hacía seis años, y desde entonces yo no había dejado de engordar. Había pasado de flaco a recio y de ahí a gordo, y sin embargo mi madre veía que me llevaba bolsas de Oreos y paquetes de donuts a mi habitación, para comérmelos durante mis maratones solitarios frente al televisor, y no decía nada. Más adelante supe que aquella apatía suya se debía a la gran cantidad de Valium que tomaba. Pero en aquel entonces pensaba que tenía tendencia a la somnolencia y le gustaban las siestas, nada más. Que era normal que algunas personas echaran una cabezadita entre el desayuno y la comida y luego otra entre la comida y la hora de preparar la cena.

Si Andy sabía algo de su querencia por las pastillas -y tenía que saberlo-, no parecía preocupado. A pesar de su adormecimiento perpetuo, que a veces la hacía ir de una habitación a otra con un cucharón de plástico o un guante de cocina en la mano buscando algo que no lograba recordar, mi madre se las arreglaba para tener la casa limpia y preparar las comidas, y eso era lo único que Andy le pedía.

De vez en cuando el hombre trataba de llamar su atención sobre mi sobrepeso, pero mi madre se limitaba a encogerse de hombros y musitaba algo sobre el desarrollo. Andy no estaba dispuesto a tolerarlo, así que un día anunció que, si ella no hacía algo, lo haría él. Es decir, que inició un régimen disciplinado de desprecios para ayudarme a adelgazar. Después de seis meses oyendo cómo me llamaba «foca» y me hacía útiles sugerencias del estilo de «mueve el culo y sal a jugar al aire libre», su método no había dado resultado, así que, en un raro momento de inspiración intelectual, le dio un nuevo enfoque al problema.

– Es hora de que hablemos seriamente -me dijo una mañana cuando estábamos desayunando.

Mi madre, mirándonos a través de las ranuras de sus párpados, ya había anunciado que iba a echarse, así que Andy y yo estábamos solos.

Él tenía cincuenta y tantos, quince años más que mi madre, y parecía que se había lanzado en picado a la vejez. Tenía papada, manchas en la piel y pesadas bolsas bajo sus ojos verdes. A pesar de la rudeza que mostraba conmigo, a él también le sobraban diez o quince kilos. Aún tenía bastante pelo, pero estaba canoso y empezaba a clarearle, y lo llevaba demasiado largo para un hombre de su edad. Jugaba al golf con el celo incansable de un abogado de Florida, que es lo que era, y la continua exposición al sol había dado a su piel el aspecto de una manzana al horno. Aun así, pertenecía a una generación que adoraba el bronceado: mejor tener piel de paquidermo que estar blanco.

Andy se subió sus gafas bifocales con montura negra sobre la nariz, que en los últimos dos años se había vuelto notablemente gorda.

– Sé que quieres ir a la universidad cuando te saques el bachillerato -me dijo-. Pero, afrontémoslo, todo el mundo quiere ir, y tú no tienes nada especial para que te acepten a ti antes que a otros.

Hacía menos de un año, en una especie de epifanía estética, yo me había dado cuenta de que detestaba Florida. Detestaba el calor, los zapatos y los cinturones blancos, el golf y el tenis y las playas y los ruinosos edificios de estilo art déco que olían a gente vieja y las palmeras y a los rednecks y a los ruidosos norteños trasplantados y a los despistados canadienses que nos visitaban en invierno y la poco destacable tristeza de la población pobre y mayoritariamente negra que pescaba su cena en los canales estancados. Detestaba la pata de gallina y las parcelas vacías y arenosas y las serpientes venenosas, los siluros mortíferos, los cocodrilos que comían perros, las inevitables plantas carnívoras, las inmensas cucarachas rojas, las arañas del tamaño de puños, los enjambres de hormigas rojas y el resto de mutantes tropicales que nos recordaban diariamente que los humanos no debíamos estar allí. A un nivel fundamental pero no articulado, yo sabía que eso significaba que odiaba mi vida y quería otra. Desde entonces, no había dejado de hablar de ir a la universidad, de marcharme lejos de allí, como si los tres años que me faltaban solo fueran un pequeño obstáculo.

– Tienes que pensar cómo les vas a convencer de que no eres un perdedor más. -Andy tenía los codos apoyados en la mesa blanca ovalada, y estaba prácticamente metido en el plato con su desayuno de microondas-. Sé que no te gustará oír esto -me dijo-, pero lo que tendrías que hacer es unirte al equipo de atletismo el año que viene. Has tenido buenas notas -tenía una media de 3,9, que a mí personalmente me parecía mucho más que buena-, y está bien que estés en el periódico escolar, pero el atletismo te ayudaría a bordar tu solicitud. -Hinchó los carrillos-. Lo que te interesa es que te vean y piensen «Ahí tenemos a una persona ambiciosa» y no «Ahí tenemos a otro gordo». De esos seguramente ya tienen de sobra.