Yo estaba nervioso. No se nos permitía salir del motel, ni ir a ningún sitio con ningún amigo que pudiéramos tener en nuestros destinos. Si hubiera informado del acoso de Ronny Neil y Scott, estoy seguro de que les habría indignado mi actitud apocada e infantil. Y sabía que me delatarían sin dudarlo si me veían marcharme. Pero ¿y qué si lo hacían? En comparación con el crimen que estaba encubriendo, escabullirme del motel no parecía gran cosa.
El asesino tenía la vista fija en la carretera y las manos en las dos y las diez del volante. Se le veía tranquilo y relajado, como si fuera una noche normal de un día cualquiera. Yo no me sentía ni tranquilo ni relajado. El corazón me latía con violencia, tenía el estómago revuelto y la sensación de náusea había vuelto, mezclada con pegajosos pedazos de miedo. Parecía que mi única alternativa era ir con él a buscar el talonario, pero me pregunté si no estaría firmando mi sentencia de muerte.
– ¿Por qué te tomas tantas molestias por ayudarme? -pregunté, principalmente para romper aquel silencio terrible. El asesino tenía puesta una cinta con una música rara. El cantante se quejaba de que el amor lo desgarraría otra vez-. Si quisieras, podrías joderme a base de bien.
– Podría, tienes razón. Pero no quiero.
– ¿Por qué?
– Si la policía te coge, siempre existe la posibilidad de que los conduzcas hasta mí. No es probable, pero podría pasar. Prefiero que no te cojan. Y no estaría bien que fueras a la cárcel por esto. Incluso si te detuvieran y te absolvieran, sería injusto que dejase que pasara pudiendo evitarlo. He hecho lo que he hecho con esas personas porque éticamente era lo más correcto. No sería muy lógico que permitiera que otro sufra por mi conveniencia. ¿Qué sentido tiene actuar éticamente si las consecuencias van a ser contrarias a la ética?
– ¿Me estás diciendo que asesinarlos era lo más ético?
– Melford.
– ¿Cómo?
– Melford Kean. Es mi nombre. Ahora que estamos juntos en esto, tienes derecho a saber cómo me llamo. Así quizá confiarás más en mí. Ya no tendrás que pensar en mí como «el asesino» ni nada por el estilo. -Me ofreció su mano derecha.
Yo le estreché la mano con la sensación de que aquello era totalmente absurdo. Melford Kean me estrechó la mano con fuerza, pero su mano era delgada y precisa, como un instrumento musical. Parecía la mano de un cirujano o un artista, no la de un asesino. La seguridad con la que hizo aquello me ayudó a distraerme de que el hecho de que acabara de decirme su nombre no me hacía sentirme más seguro, sino menos. Ahora conocía su nombre. ¿No me convertía eso en una amenaza para él? Sin embargo, no señalé ese detalle. En vez de eso dije:
– Sí, pensaba en ti como «el asesino».
– Suena bien. El asesino. El agente misterioso de unas fuerzas desconocidas. -Se rió.
Yo no le veía la gracia. Más o menos, esa era la verdad.
– Ahora que somos amigos -dije-, podrías contarme por qué los has matado.
– No puedo, Lemuel. Me gustas, pero no te lo puedo contar porque aún no estás preparado. Si te lo cuento, dirás «Está loco», y tu opinión sobre mí y lo que hago quedará marcada para siempre. No estoy loco. Simplemente, veo las cosas con más claridad que la mayoría de la gente.
– ¿No es eso lo que dicen los locos?
– Tienes razón. Pero también es lo que dice la gente que ve con más claridad. La cuestión es saber cuándo hay que creer a los que lo dicen. ¿Sabes algo de ideologías?
– ¿Te refieres a la política?
– Me refiero a ideología en el sentido marxista. A la forma en que la cultura crea la ilusión de una realidad normativa. El discurso social nos dice lo que es real, y nuestra percepción de la realidad depende tanto de ese discurso como de nuestros sentidos. O incluso más. Lo que tienes que entender es que todos vemos el mundo a través de una gasa, una neblina, un filtro… el filtro de la ideología. No vemos lo que está ahí, sino lo que tenemos que creer que está. La ideología convierte algunas cosas en invisibles, y en cambio hace que veamos otras que no están. Y eso no solo es así en política, sino en todo. En las historias, por ejemplo. ¿Por qué en toda historia siempre aparece el amor? Parece lo natural, ¿verdad? Pero solo es natural porque nosotros creemos que lo es. O la moda. La ideología es lo que hace que en una época la gente piense que la ropa que lleva es normal y neutra y en cambio veinte años más tarde nos parezca absurda. Un día los vaqueros a rayas nos parecen increíbles y al siguiente resultan ridículos.
– Entonces, ¿tú estás por encima de esas cosas?
– ¿De los vaqueros a rayas? Sí, pero en general estoy tan atrapado por la ideología como todo el mundo. El hecho de saber que está ahí siempre te da cierta ventaja y, si miras con mucha atención, ves con un poquito más de claridad que la mayoría. Es lo más que puedes esperar. Todos somos producto de la ideología, y eso significa que ninguno, ni siquiera los más listos, los más conscientes, los más revolucionarios podemos escapar… Podemos intentarlo, debemos intentarlo. A lo mejor tú también puedes, así que cuando vea que miras con mucha atención te lo diré.
– Pues a mí todo eso me parece una idiotez. -En cuanto lo dije deseé no haberlo dicho.
– Mira, sé que no está bien que te tenga a oscuras, así que deja que te pregunte una cosa. No creo que seas capaz de contestar todavía, pero cuando lo seas, sabré que estás preparado para ver más allá de las anteojeras que la cultura te ha puesto. Y entonces podré decirte por qué lo he hecho. ¿De acuerdo?… Bien. A ver, hace siglos que existen las cárceles, ¿verdad?
– ¿Esa es la pregunta?
– No, te haré un montón de pequeñas preguntas que nos llevarán a la gran pregunta. Cuando lleguemos te avisaré. Las cárceles. ¿Por qué mandamos a los criminales a la cárcel?
Yo miré por la ventanilla, a la oscuridad. Casas a oscuras, calles oscuras que iban quedando atrás en mitad de la noche. Gente que dormía en silencio, que miraba la televisión, que practicaba el sexo, que comía algo. Y yo sentado en un coche hablando de cárceles con un chiflado.
– ¿Por cosas como asesinar a alguien en su caravana? -me aventuré a decir. Era como lo de la lección de gramática en la tienda de comestibles. Tenía que aprender a cerrar la boca.
– Eres un tipo divertido, Lemuel. Los mandamos a la cárcel para castigarlos, ¿verdad? Pero ¿por qué? ¿Por qué castigarlos?
– ¿Y qué quieres hacer si no?
– Se podrían hacer muchas cosas. Imagina a alguien que se dedica a robar en las casas, entra y se lleva las joyas, el dinero, lo que sea. No hace daño a nadie, se limita a llevarse cosas. Hay montones de formas de tratarlo. Puedes matarlo, cortarle las manos, vestirlo con una ropa determinada o marcarlo con un tatuaje especial, obligarle a hacer servicios a la comunidad, proporcionarle ayuda psicológica o religiosa. Podrías mirar su entorno y decidir que esa persona necesita una educación. Exiliarlo. Mandarlo a estudiar con los monjes tibetanos. ¿Por qué utilizamos las cárceles?
– No sé. Pero es lo que hay.
Por un momento Melford levantó una mano del volante para señalarme.
– Correcto. Porque es lo que hay. Ideología, amigo mío. Desde el momento en que nacemos, se nos enseña a ver las cosas de cierto modo, y ese modo nos parece natural e inevitable, no nos molestamos en cuestionarlo. Miramos el mundo y pensamos que lo que vemos es la verdad, pero en realidad lo que vemos es lo que se supone que tenemos que ver. Encendemos el televisor y vemos a gente feliz que come hamburguesas o bebe Coca-Cola, y creemos de forma espontánea que las hamburguesas y la Coca-Cola dan la felicidad.
– Eso solo es publicidad -dije yo.
– Pero la publicidad es parte del discurso social, y condiciona nuestra mente, nuestra identidad, tanto o incluso más que lo que nos enseñan nuestros padres o nuestros maestros. La ideología es algo más que dar por sentadas ciertas nociones culturales. Nos convierte en objetos, Lemuel. Somos objetos al servicio de la cultura, y no al revés. Creemos que somos seres autónomos y libres, pero nuestra libertad y nuestras opiniones siempre han quedado delimitadas por la ideología.