El aseo olía a mierda y orina, y a ambientadores florales que luchaban por combatir el hedor de los excrementos. Las manos me temblaban con violencia y tenía ganas de vomitar. El problema era que para vomitar habría tenido que ponerme de rodillas, y el suelo estaba cubierto por una capa gruesa y pegajosa de orina seca, y además había una hermosa caca en la taza. Mi cerebro de reptil no tenía intención de dejarme marcar un territorio que ya habían marcado criaturas más poderosas y menos escrupulosas que yo.
Así que lo que hice fue sacar del bolsillo el cheque que Karen me había firmado para poder comprar unos libros para sus hijas, ahora huérfanas. «Karen Wane», ponía en la parte superior izquierda. Me pareció extraño que ella y su marido no compartieran la misma cuenta corriente.
Si me hubiera preocupado la posibilidad de que no aprobaran su solicitud de crédito, aquello me habría dado que pensar, pero dadas las circunstancias ya poco importaba. Rompí el cheque y tiré los trocitos al váter. Uno de los trocitos cayó en un charco viscoso, junto a la taza, y tuve que agacharme y recogerlo por una esquinita seca y tirarlo al interior con gran escrúpulo. Apreté el pedal de la cadena con la punta del zapato para no tener que tocar nada y volví a lavarme las manos.
¿Tendría que haber tirado los trocitos del cheque en dos retretes diferentes? No, no me imaginaba a los policías poniéndose trajes especiales para meterse en las plantas de tratamiento de aguas residuales en busca de los fragmentos del cheque. Aun así, tuve que contener de nuevo la sensación de náusea: cerré los ojos e hice un gran esfuerzo para no pensar en nada. Al cabo de un minuto, abrí la puerta y salí, casi seguro de que no vomitaría.
Aquella tienda de comestibles estaba a unos tres kilómetros del motel. Podría haber vuelto andando, habría preferido hacerlo, pero las cosas no iban así. Tenía que esperar a Bobby, así que cogí una ginger ale de la nevera con la esperanza de que aplacara un poco mi estómago. Luego me puse en la cola, detrás de un tipo que vestía tejanos y una camiseta negra.
No le veía la cara. Salvo por unas mechas sueltas, llevaba el pelo oculto bajo una gorra de béisbol con una bandera de la Confederación en la parte delantera, pero estaría entre los treinta y los cuarenta, y estaba charlando con la cajera, una adolescente muy joven pero no muy guapa. La chica tenía algo de caballo, con una boca en forma de U invertida que nunca parecía cerrarse del todo: en conjunto recordaba a una de esas estatuas de la isla de Pascua. Al de la gorra no parecía importarle, y sus ojos demostraban un interés especial por los pechos grandes y suculentos, que sobresalían de una blusa de manga corta uno o dos botones falta de recato. El confederado se rió por algo, dio una palmada sobre el mostrador y miró descaradamente los pechos de la chica.
– Oh, mierda -dijo-. Me parece que se me ha caído una moneda ahí dentro. A ver si la encuentro. -Y levantó la mano como si fuera a meter la mano en el canalillo.
– Jim -dijo la chica cubriéndose con los dedos extendidos-, ya vale. -Y me miró como si tratara de decidir algo; luego volvió a mirar al confederado-. Qué malo eres.
Por la radio, una voz entusiasmada animó a todo el mundo a «Wang Chung» esta noche, que era una de las muchas canciones confusas que suponía que entendería cuando supiera más del mundo. Algo así como la letra de «Bohemian Rapsody», cuya comprensión exigía cierta familiaridad con el arte y la música de Europa. Evidentemente, cualquier persona culta sabría lo que era un «Scaramouche» y por qué tenía que «hacer el fandango».
La excesiva intensidad de los fluorescentes hacía que me sintiera como si estuviera en un escenario o bajo los focos de la policía, una metáfora particularmente desafortunada. Huir de allí, de las luces, de aquella canción tan mala, del cliente freaky y la dependienta, se convirtió en una necesidad. De haber pensado que podía hacerlo sin problemas, habría robado el ginger ale. El Kwick Stop, que no era la clase de lugar donde yo podía sentirme a gusto, me parecía cada vez más pequeño. No quería irme sin el ginger ale, no quería hablar con la chica. Y tampoco parecía ningún disparate suponer que al de la gorra de la confederación no le haría gracia que un crío con acento del norte y corbata le metiera prisa. Pero tenía sed, y mi estómago se sacudía con violencia, así que abrí la botella y bebí. Me sentí un poquito mejor. O al menos tenía menos ganas de vomitar.
– No se puede beber antes de pagar -me dijo el confederado. Mostró una amplia sonrisa, enseñando una dentadura blanca y estrambótica-. Eso se llama «robar», y aquí tenemos leyes contra eso.
Y entonces le reconocí. Era el tipo de camioneta al que había visto delante de la caravana de Karen y Cabrón. El corte quedaba oculto por la gorra, pero era el mismo. Una sensación gélida de terror surgió de mi pecho y se extendió a mis extremidades. Pero ¿qué podía hacer? ¿Correr? El tipo me había visto entrar en una caravana donde habían asesinado a dos personas.
Me di cuenta de que las náuseas se debían a mi deseo de suprimir algo obvio: que cuando encontraran los cuerpos, la policía vendría a por mí. No importaba lo que me hubiera dicho el asesino, no importaban las dulces palabras que hubiera tratado de conjurar, yo sabía perfectamente que sería el principal sospechoso. No había ningún «si», ningún «quizá». Vendrían a por mí. Emitirían una orden de busca y captura contra Lem Altick. No os arriesguéis con Lem Altick, chicos, seguramente va armado y es peligroso. La única duda era si el hecho de que fuera inocente podría salvarme.
Fui hasta el mostrador y puse un dólar encima. La bebida costaba setenta y nueve centavos.
– Espera tu turno -me dijo la chica-. ¿Es que no ves que hay gente delante?
– No hay gente -dije yo. Mi voz sonó cortante y nerviosa, y deseé poder callarme-. Hay una persona, y no ha comprado nada.
– ¿Es que quieres hacerte el grosero con la chica? -preguntó el confederado.
– ¿Grosero de pesado? ¿O grosero de tratar de meterle la mano por la camisa?
– Chico, no sabes con quién te estás metiendo -dijo el confederado.
Pero sí lo sabía. Sabía que me estaba metiendo con un tipo que no se lo pensaría dos veces antes de derribarme de un golpe y patearme la cabeza cuando me viera en el suelo. Aun así, por hablar que no quedara. Si una cosa había aprendido con los años es que tu lengua es la única baza que tienes contra alguien así. Eso no impedía que me llevara mis buenos golpes. A veces hasta era la causa de los golpes, pero al menos permitía perpetuar el mito de que los críos debiluchos son muy hábiles con la lengua.
Pero aquello no era el instituto, y esa noche ya había descubierto que estaba en juego algo más que unos moretones y una dosis de humillación. Había llegado el momento de mostrar deferencia.
– No pretendía ser pesado -dije con calma-. Solo quiero pagar.
– Pues aún no te toca. ¿Te crees que puedes pasearte por aquí con tu bonita corbata y tu cartera y que no tienes que esperar en la cola como todo el mundo? ¿Te crees que eres mejor que nos?
En la escuela mis notas en matemáticas, ciencias y lenguaje habían sido más bien pobres, pero una cosa que aprendí es que cuando alguien te acusa de creerte mejor que los demás es el preludio de una agresión. Algún gilipollas que daba rienda suelta a su rabia tratando de convencerse a sí mismo, o a los presentes o a Dios, de que tenía toda la razón del mundo para hacer lo que estaba a punto de hacer.
Tenía que suavizar las cosas, pero el pánico no me dejaba pensar. Mi miedo giraba y giraba como en una pequeña rueda de hámster, y no podía controlar mis pensamientos. Así que seguramente dije lo peor que podía haber dicho. Dije «Nosotros».
El confederado ladeó la cabeza y me miró.
– ¿Qué?
Aquello era una experiencia extracorporal. Me veía a mí mismo hablando, y no podía detenerme.