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– Póngale una ampolla de epi -ordenó el médico- y un gotero de epinefrina. Prepárese para intubarla. Detective, tiene que irse.

– No. -Brooke se debatía de manera patética-. Cuenta hasta diez. Vete al infierno.

La enfermera le puso a Brooke una inyección en la vía intravenosa.

– Váyase, detective.

– Un minuto más. -Mia se acercó más-. ¿Fue Bixby? ¿Thompson? ¿Secrest?

El médico se inclinó sobre Mia con un bufido.

– Detective, largo.

Mia retrocedió, impotente, horrorizada, mientras el médico y la enfermera luchaban por la vida de Brooke.

Treinta agotadores e interminables minutos más tarde, el médico dio un paso atrás, con los hombros hundidos.

– Declaro la hora de la muerte a las cinco veinticinco horas.

Tenía que haber una palabra para lo que ardía en su interior, pero Mia no la encontraba. Levantó la vista hacia la mirada empañada del médico.

– No sé qué decir.

El doctor tensó la boca.

– Dígame que cogerá al que hizo esto.

Roger Burnette le había pedido lo mismo por Caitlin. Dana se lo había pedido por Penny Hill.

– Lo cogeremos. Tenemos que cogerlo. Ha matado a cuatro mujeres. Gracias, por haber hecho lo que ha podido.

El médico asintió con tristeza.

– Lo siento.

– Yo también.

Se dirigía hacia la puerta, pero se detuvo. Se obligó a sí misma a girarse para ver a Brooke Adler una vez más. Luego se santiguó y salió de la habitación.

Jueves, 30 de noviembre, 5:45 horas

El niño observaba desde su escondite. Él volvía a estar fuera. No sabía lo que estaba enterrando el hombre, pero sabía que tenía que ser muy, muy malo, porque él era muy malo. «¿Lo sabe alguien más? ¿Soy el único que ve lo malo que es?»

Pensó en su madre, sin parar de dar vueltas en la cama, y de repente se puso furioso. Ella tenía que saberlo, tenía que verlo. Sabía perfectamente que él desaparecía en la noche, pero se levantaba cada mañana y le ponía su mejor cara. Le preparaba huevos con beicon y le sonreía como si fueran normales. No eran normales.

Quería que se fuera, que los dejara solos. Quería que su madre lo echara, que le dijera que no volviera nunca más, pero no se lo diría porque tenía miedo. Él lo sabía. Sabía que tenía derecho a tenerlo. «Yo también».

Jueves, 30 de noviembre, 7:20 horas

– ¿Papi?

Reed, que se estaba abotonando la camisa, levantó la vista con el abotonador en la mano.

– ¿Sí, Beth?

Beth estaba de pie en el umbral de la puerta, con el ceño fruncido de preocupación.

– ¿Estás bien?

No. Estaba angustiado. Dos más.

– Solo estoy cansado, cielo. Muy cansado.

Ella vaciló.

– Papi, necesito más dinero para la comida.

Reed torció el gesto.

– Te di el dinero para la comida el lunes.

– Lo sé. -Beth hizo una mueca-. Tengo algunas deudas con la biblioteca. Lo siento.

Algo preocupado, le dio otros veinte dólares.

– Devuelve los libros puntualmente, ¿vale?

– Gracias, papá. -Se metió el dinero en los tejanos-. Voy a prepararte el café.

– Me vendrá bien.

Se sentó cansinamente en el borde de la cama. Mia tenía razón. Aquella mañana estaba hecho una piltrafa. Se preguntó dónde andaría ella; la imaginó en su apartamento, sola. Tenía que haberse aguantado hasta que pudieran establecer las reglas de juego. Sin ataduras, pero no había podido. Su mente estaba demasiado enfrascada en ella, y su cuerpo, al límite del control. Se había controlado porque no quería herirla.

Miró alrededor de la habitación. Todo estaba tal como Christine lo había dejado, con elegancia y gusto a pesar del paso del tiempo. La habitación de Mia era un batiburrillo de colores que se daban de bofetadas, anaranjados y púrpuras intensos. Ropa de cama a rayas y cortinas a cuadros. Todo comprado en las rebajas.

Pero la cama había servido muy bien para su función. El sexo con Mia podía convertirse en adictivo si se lo permitía, pero no se permitía comportamientos adictivos. Era más fuerte que eso. Se frotó distraídamente los pulgares contra las yemas entumecidas de los dedos. Dejó de beber cuando se le estaba escapando de las manos, algo que su madre biológica nunca había hecho. Una enfermedad, decía ella. Una elección, sabía él. Su madre quería más al alcohol que a él, más de lo que había querido a nadie. Hizo una mueca, apartando la idea de su madre de la cabeza. Durante aquella semana había pensado más en ella que en toda su vida.

Tenía que controlarse. No dejar que las cosas con Mia lo distrajeran de lo que era importante. La vida que había construido para Beth, para él mismo. Cogió la fina cadena de oro de la mesilla de noche y se la puso al cuello. Un talismán, tal vez. Un recuerdo, sin duda.

Tenía que darse prisa o llegaría tarde a la reunión matutina.

Capítulo 15

Jueves, 30 de noviembre, 8:10 horas

– ¿Cuenta hasta diez y vete al infierno? -Spinnelli se sentaba a la cabecera de la mesa, con el ceño fruncido.

Jack estaba allí, junto con Sam y Westphalen. Al parecer, Spinnelli debía de estar reforzando las tropas porque incluso Murphy y Aidan Reagan se habían unido a ellos. Mia se había llevado la silla lo más lejos posible y se sentaba sola con los ojos cerrados, pero Reed sabía que sus emociones estaban al rojo vivo. Le había llamado al salir del hospital, con la voz cargada de desesperación.

– Esas han sido sus palabras en el lecho de muerte -dijo, ahora de manera inexpresiva-, literales.

Westphalen la miraba con atención.

– ¿Qué crees que significa, Mia?

– No lo sé. Al principio pensaba que me estaba diciendo a mí que me fuera al infierno. -Resopló una vez, expresando un sarcasmo doloroso-. Dios sabe que tenía razón.

– Mia -empezó Spinnelli, pero ella levantó la mano y se puso muy tiesa en la silla.

– Lo sé. No es culpa nuestra. Creo que es lo que él le dijo, Miles, justo antes de que le prendiera fuego. Nunca había visto nada igual. Y sé que no quiero volver a verlo.

– Entonces pongámonos a trabajar. -Spinnelli se dirigió hacia la pizarra blanca-. ¿Qué es lo que sabemos?

– Bueno, Manny Rodríguez no ha podido hacerlo -dijo Mia-. Estaba a buen recaudo.

– Estabas en lo cierto con respecto a él -coincidió Spinnelli-. Ahora es aún más importante averiguar lo que sabe y lo que no nos está contando. ¿Qué más? ¿Qué sabemos de las víctimas?

– Brooke Adler y Roxanne Ledford -dijo Mia-. Las dos eran profesoras. Brooke de literatura inglesa, Roxanne de música. Roxanne tenía veintiséis años y Brooke acababa de cumplir los veintidós.

La expresión de Spinnelli era de triste resignación.

– ¿Causa de la muerte?

– La causa de la muerte de Adler ha sido un colapso cardiovascular derivado de unas quemaduras fatales -informó Sam-. La causa de la segunda víctima ha sido una herida punzante en el abdomen.

– ¿Y la navaja? -preguntó Mia en tensión.

– De unos quince centímetros de largo, fina y afilada. Se la clavó en la cavidad abdominal y -acompañó sus palabras de un movimiento de corte horizontal- le hizo un corte de unos doce centímetros.

– La navaja tiene relación con el asalto sexual a sus víctimas -intervino Westphalen-. Muchos creen que la navaja es una extensión de su pene.

– Me gustaría aplicarle un cuchillo a su extensión -murmuró Mia.

Reed se encogió, y no fue el único.

– ¿Inhalación de humo? -preguntó.

– Ninguna. Ledford murió en unos minutos como máximo. Bueno, antes de que empezara el fuego.

Spinnelli lo escribió en la pizarra y luego se giró.

– ¿Qué más?

– El coche de Adler no está. -Mia comprobó sus notas-. Hemos emitido un aviso a todos los efectivos, pero hasta el momento nada.