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– Tendríamos que realizar otra visita a la universidad. Debemos averiguar si alguien más sabía dónde estaba Caitlin o si en el campus había alguien que no tenía que estar allí.

– Y después iremos al salón recreativo para comprobar la coartada de Joel Rebinowitz. Anoche pasé tras dejar la casa de Penny Hill, pero estaba cerrado. Abrirán a mediodía. -Mitchell miró a Spinnelli-. Necesitamos una orden judicial para solicitar los archivos de Penny y quiero los expedientes de los casos de Burnette. ¿Le pedirás a Stacy que los traiga?

Spinnelli tomó nota en su libreta.

– Me ocuparé personalmente de la orden judicial. ¿Qué período quieres que abarque Stacy?

Mia miró a Westphalen y preguntó:

– Miles, ¿qué te parece? ¿Bastará con un año?

El hombre mayor se encogió de hombros.

– Me parece bien para empezar. Mia, francamente no lo sé.

– Yo tampoco -reconoció la detective con gran seriedad-. Durante el regreso podemos pasar por Servicios Sociales y acceder a los expedientes de Hill. Luego los cotejaremos hasta que surja una coincidencia.

– Reed, ¿disponéis de una base de datos en la que buscar incendios de las mismas características? -preguntó Spinnelli.

– Sí. El domingo por la mañana y hoy, antes de venir, he consultado la base de datos del BATS, es decir, el sistema de rastreo de incendios provocados por bombas que mantiene el cuerpo de bomberos -aclaró ante la mirada de desconcierto de Mitchell-. Obtuve muchos resultados sobre catalizadores sólidos, aunque la mayoría hace referencia a sus propiedades comerciales. Cuando añadí los asesinatos no hubo resultados. Consulté los incendios de papeleras y me topé con miles de resultados. He solicitado que el sistema se revise automáticamente varias veces al día por si nuestro hombre hace algo parecido en otra parte. Ya veremos.

Spinnelli adoptó una expresión de contrariedad.

– Está claro que, en este momento, lo mejor que podemos hacer es encontrar un vínculo entre los casos. Mia, ponme al tanto de la situación antes de irte a casa. Buena suerte.

Spinnelli y Unger abandonaron la sala. Westphalen se quedó y jugueteó con su corbata sin propósito fijo.

– Usted no cree en la influencia de la vida hogareña en los delincuentes -comentó Westphalen, en tono todavía moderado.

Reed detestaba el tono «moderado» de los loqueros, que era como arañar la pizarra con las uñas.

– Me parece que es la panacea de la sociedad -replicó en tono ni remotamente tan moderado-. Doctor, todo el mundo tiene problemas. Cuando se baraja, algunas personas reciben peores cartas, lo que es una pena. Las buenas personas lo resuelven y se convierten en ciudadanos productivos. Las malas personas no lo superan. Es así de simple.

Mitchell lo contempló con gran curiosidad, pero siguió en silencio.

Westphalen se puso el abrigo y exclamó:

– ¡Cuánta convicción!

– Sí -contestó Reed con el convencimiento de que era una respuesta escueta, pero le importó un bledo.

Los loqueros empleaban estratagemas como esa para averiguar cosas que la mayoría de las personas equilibradas preferían mantener en privado.

– Un día hablaremos extensamente -concluyó Westphalen en un tono divertido, se volvió hacia Mitchell y esbozó una cálida sonrisa-. Mia, me alegro de que hayas vuelto. Este sitio no era el mismo sin ti. No permitas que te hieran otra vez, ¿de acuerdo?

La detective también sonrió y su afecto por el hombre mayor resultó patente.

– Miles, haré cuanto esté en mi mano. Saluda a tu esposa de mi parte. -En cuanto Westphalen se retiró, Mia levantó la cabeza. Reed supuso que le pediría cuentas sobre los motivos por los cuales se había mostrado tan seco con el psicólogo, pero no fue así, ya que la mujer se limitó a recoger las notas-. Solliday, ¿nos ponemos a trabajar? Cuanto antes hablemos con los Dougherty y examinemos la casa de Penny Hill, más rápido nos ocuparemos de los expedientes que son, con mucho, mi faceta preferida del trabajo. -La ironía del comentario demostró que era lo que menos le apetecía.

– Pensé que lo que preferías era amenazar a jóvenes beligerantes con raperos matones.

Mitchell sonrió inesperadamente y Solliday se animó, porque desapareció el mal humor provocado por el psicólogo.

– Solliday, no está mal. Has incorporado un puñado de palabras poéticas. No está nada mal. De camino a casa de los Dougherty pararemos en una tienda de comida preparada. Estoy famélica.

Martes, 28 de noviembre, 8:45 horas

Parpadeó al ver la primera página del periódico. ¡Caray, qué rápido se movían los periodistas! Supuso que el artículo no aparecería hasta el día siguiente, pero allí estaba, en la primera plana del Bulletin: Sigue libre el pirómano/asesino en serie.

«No soy todo eso», pensó, y sonrió divertido.

Desde el primer momento mencionaron a Penny Hill. No emplearon esa tontería de «no comunicaremos el nombre de la víctima hasta que la familia sea notificada». Siguió leyendo y frunció el entrecejo. Alguien lo había visto alejarse en coche. Bueno, por mucho que lo hubiesen visto no podrían identificarlo porque llevaba el pasamontañas. Le daba lo mismo que hubieran anotado la matrícula, ya que era la del coche perteneciente a Penny Hill.

«La víctima es Penny Hill, de cuarenta y siete años». Humm… Estaba bastante bien para tener esa edad. Mejor dicho, lo había estado. El pirómano volvió a reír entre dientes. Ahora la señora Hill parecía una castaña requemada.

Mejor dicho, imaginaba que tenía ese aspecto. Lo que realmente deseaba era ver el cadáver, la casa, la destrucción que había causado, pero no era prudente mientras las autoridades investigaran el caso. ¿Quién lo perseguía? Hojeó el artículo. Lo buscaba el teniente Reed Solliday, de la OFI. Un teniente… le habían encomendado a un superior que lo buscase, no se andaban con chiquitas. «Qué bien», pensó. El tal Solliday había recibido condecoraciones y tenía experiencia. Sería un adversario digno, lo que significaba que le tocaba mantener limpia su zona de trabajo. No dejaría nada que resultase de utilidad para el buen teniente y su compañero. Adelante, ¿quién era su compañero?

Se le escapó una sonrisa. Vaya, ni más ni menos que una mujer, la detective Mia Mitchell. ¿De verdad que habían escogido a una mujer para intentar encontrarlo?

«No me pillarán ni en un millón de años». El exceso de confianza no sería su perdición. Planificaría y actuaría como si lo persiguieran dos hombres cualificados, pero dormiría a pierna suelta.

Recortó el artículo del periódico y le echó un último vistazo. Mencionaban a Caitlin. En la primera lectura se le había escapado por lo ansioso que estaba de ver en letras de molde el nombre de Penny Hill. «La víctima del primer incendio es Caitlin Burnette, de diecinueve años, hija del sargento Roger Burnette, que desde hace veinte años trabaja en el Departamento de Policía de Chicago…» Su corazón estuvo a punto de pararse.

«¡Joder!» Había matado a la hija de un policía. «¿Qué demonios hacía en esa casa? ¡Joder!» Furioso, introdujo el artículo en su libro, junto al del incendio en casa de los Dougherty, publicado en el Trib del día anterior, y el aparecido el viernes en la Gazette de Springdale acerca del incendio de Acción de Gracias. «¡Joder!» Ahora la policía lo perseguiría como a un perro. Con un movimiento colérico metió todas las cosas en su bolsa. ¡Maldita sea! La había cagado bien cagada.

Se dirigió a la puerta y se le aceleró el corazón a medida que el miedo lo dominaba. «Tengo que dejarlo».

Frenó en seco. «No». Ni podía ni quería dejarlo. Lo hacía por su futuro. «Recuerda, la ira tiene que esfumarse. No puedes dejarlo antes de terminar. De lo contrario, sería como… sería como no acabar el frasco de antibióticos. La próxima vez será peor, más intenso, más poderoso». La próxima vez podría perder la cabeza y dejarse atrapar. Ahora tenía el control pleno de la situación. La víspera no había perdido la cabeza ni la perdería. Era consciente de cada uno de sus actos. Pensaba y trabajaba cada vez de forma más inteligente.