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Capítulo 4

Lunes, 27 de noviembre, 11:45 horas

Un especialista de la CSU salió al encuentro de la detective y el teniente cuando se apearon del todoterreno en la entrada de la casa de los Dougherty. El hombre sonrió y dijo:

– Mia, me alegro de que estés de vuelta.

Mitchell sonrió encantada.

– Jack, me alegro de verte. Te presento al teniente Reed Solliday. -La detective lo miró-. Este es el sargento Jack Unger, de la unidad especializada en escenarios de crímenes. Es el mejor.

– El año pasado estuve en una de sus conferencias -comentó Reed al tiempo que le estrechaba la mano-. Se refirió al empleo de novedosos métodos analíticos para la detección de catalizadores. Fue muy interesante.

– Me alegro de que aprendiese algo nuevo. Teniente, mi equipo ya ha entrado y trabaja con sus hombres. Han comenzado a cuadricular el vestíbulo y la sala.

– Déme un minuto para cambiarme el calzado.

Mitchell y Unger examinaron la entrada mientras Reed hacía denodados esfuerzos a fin de cerrarse correctamente las botas. Cuando tenía prisa sus dedos se volvían torpes. Se reunió en la puerta con sus compañeros y los condujo hasta la cocina.

– Aquí encontramos el cadáver -explicó y señaló la pared de enfrente.

Mia echó un vistazo al techo destrozado.

– ¿Ahí arriba está el dormitorio?

– Sí. Es uno de los tres focos de origen. La cocina fue el principal.

Mitchell frunció las cejas.

– Usted supone que la chica estudiaba en el cuarto de huéspedes, es decir, al otro lado de la casa. Vuelva a explicarme de principio a fin el horario del incendio.

– Hacia medianoche los vecinos oyeron una explosión y de inmediato llamaron a emergencias. Tuvo que ocurrir en la cocina. La primera dotación de bomberos llegó tres minutos después y comprobó que las llamas rodeaban la totalidad de este lado de la casa, de arriba abajo. También había un fuego de menor magnitud en la sala, al otro lado. Prepararon las mangueras y atacaron el fuego en el vestíbulo. El techo de la cocina se desplomó poco después de la llegada de los bomberos y el jefe sacó a sus efectivos de la casa. Me presenté a las cero y cincuenta y dos. Para entonces ya lo habían dominado. En cuanto llegaron cortaron el suministro de gas a la casa, por lo que no hubo más combustible para mantener vivo el incendio en la cocina.

– Calor, combustible y oxígeno -sintetizó Mitchell-. El triángulo de toda la vida.

– Basta eliminar uno para apagar las llamas -coincidió Reed.

Unger estudió la pared con expresión seria.

– Se trata de una uve cerrada, como si algo hubiera subido un metro y medio a toda velocidad. A continuación, todo está negro hasta el punto más elevado.

– El autor quitó la válvula de la tubería de gas. Provocó una fuga, esperó a que el gas se acumulase y dejó un dispositivo para iniciar el incendio. La cocina estalló cuando la llama entró en contacto con el gas, que asciende. Trazó una línea de catalizador en la pared para cerciorarse de que ocurriera.

– ¿Qué empleó para iniciar el incendio? -quiso saber Mia.

– El laboratorio realiza análisis para conocer la estructura exacta, pero fue un catalizador sólido, probablemente de la familia de los nitratos. El modo de envío consistió en un huevo de plástico.

La detective enarcó sus rubias cejas.

– ¿Como los que se esconden en Pascua?

– No, más grande. Como los huevos en los que antes vendían los panties. Probablemente mezcló el nitrato con goma de guar para que se adhiriese a la pared. Cuando se encendió, el sólido ardió directamente hacia arriba. Por eso se detecta la uve cerrada. Como también estalló hacia fuera, arrasó con todo lo que había por debajo de la tubería de gas. Lo más probable es que el autor agujerease el huevo, lo llenara con la mezcla, pusiese la mecha y la encendiera. No dispuso de mucho tiempo para escapar, diría que como máximo tuvo diez o quince segundos.

– En ese caso, le gusta vivir al límite -opinó Mitchell-. ¿Cómo entró en la casa?

– Por la puerta trasera -terció Reed-. Tomamos fotos de la cerradura, pero no la tocamos por si hay huellas.

Mia lo miró con cara de preocupación.

– ¿Por qué?

– Porque ayer sospeché que se trataba de un homicidio y no quería que un juez invalidara las pruebas porque se recogieron con una autorización por incendio provocado.

Aunque a regañadientes, la detective quedó impresionada.

– Jack, ¿has obtenido huellas?

– Sí, pero diría que no pertenecen al que buscamos. Si fue lo bastante listo como para organizar este incendio, también lo fue para usar guantes. Cabe la posibilidad de que tengamos suerte y encontremos algo.

– ¿Puedes buscar huellas de pisadas? -le preguntó Mia a Unger-. Maldita sea, seguramente la lluvia las ha borrado.

– Tenemos varias huellas de pisadas -intervino Reed-, en su mayor parte de las botas de los bomberos, aunque unas pocas no pertenecen a ellos. Ayer tomamos moldes en yeso de dichas huellas.

Muy a su pesar, Mitchell volvió a mostrarse impresionada.

– ¿Están en el laboratorio?

– Lo mismo que los fragmentos del huevo, en el que también buscan huellas.

Mia se agachó para estudiar el sitio en el que habían hallado el cadáver.

– Jack, coge muestras de este sector.

Solliday se acuclilló junto a la detective y percibió un aroma más ligero y agradable que el olor a madera quemada que impregnaba la casa. La mujer olía a limones.

– He tomado muestras de esta zona y encontramos restos de gasolina -añadió Reed.

Preocupada, Mitchell adoptó expresión de contrariedad.

– El pirómano la roció con gasolina. Al quemarse, el cuerpo de la muchacha alcanzó tanta temperatura que las fibras de la camisa se derritieron y se fundieron con su piel.

– Así es. Capté trazas de hidrocarburos en el espacio de aire situado sobre el cuerpo. En la base del suelo también se detecta el dibujo de tablero de ajedrez. Es lo que sucede cuando la gasolina se cuela entre las baldosas. El adhesivo se ablanda y la base se calcina. Probablemente echó gasolina sobre la chica y salpicó el suelo.

– Me cuesta imaginar que el autor corriera el riesgo de encender una cerilla con todo el gas acumulado en la cocina -comentó Unger, pensativo.

– Diría que, cuando el huevo de plástico estalló, restos del catalizador en llamas cayeron sobre la chica. Sea como fuere, la gasolina se apaga muy rápido si el abastecimiento no es constante. Por eso quedaron huesos suficientes como para que Barrington hiciese radiografías.

Mitchell se puso de pie y apretó la mandíbula.

– Caitlin, ¿en qué lugar de la casa te disparó el muy cabrón? -Mia pasó por encima de las vigas caídas y se dirigió al vestíbulo, en el que uno de los miembros del equipo de Jack Unger realizaba con Ben la tarea de cuadricular la estancia con estacas y cuerdas-. Hola.

– Ben, te presento a la detective Mitchell, de Homicidios, y al sargento Unger, de la CSU.

Ben ladeó la cabeza.

– Encantado. Reed, pocos minutos antes de que llegases encontramos algo. -Se movió cuidadosamente por la zona cuadriculada, con un pequeño bote de cristal en la mano-. Da la sensación de que forma parte de un colgante.

Reed acercó el objeto a los focos.

– Es la letra «C» -afirmó y se lo entregó a Mitchell.

– ¿Dónde estaba? -le preguntó Mia a Ben y estudió la letra con gran atención.

Ben señaló la cuadrícula.

– Dos sectores más arriba y tres para allá. Me he dedicado a buscar la cadena.

La detective dirigió la mirada hacia la escalera.

– Solliday, ha dicho que en el primer piso encontró páginas de un libro de estadística. Eso significa que la chica estudiaba en la planta alta, por lo que en algún momento tuvo que bajar la escalera… viva o muerta.

Unger movió afirmativamente la cabeza.

– Si el autor le disparó arriba y la arrastró por la moqueta, en las fibras aparecerán restos de sangre. Tendremos que quitar toda la moqueta y comprobarlo.