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El ambiente en la casa había mejorado de forma evidente desde que Josh había vuelto a casa, oficialmente en período de prueba, para ambos, había añadido Beatrice, porque no quería parecer demasiado dominante. Y Josh estaba tan desesperado por complacerla, por demostrarle lo feliz que era de haber vuelto, que resultaba enternecedor. No había duda de que era un ligón, pero su madre también llevaba razón en eso, no había para tanto. O es lo que había decidido pensar. Josh también era extremadamente generoso, además de ser muy organizado, de forma sorprendente, respecto a las cuestiones económicas. Tenía buen carácter y era muy amable. La admiraba y estaba orgulloso de sus éxitos. De modo que se diría que la hoja de balance se inclinaba a favor de Josh por el momento.

Le oyó entrar, a la hora que había prometido. Subió las escaleras, entró en el dormitorio y le dio un beso.

– Hola. Tu canguro residente ha llegado. Estás fabulosa.

Beatrice sabía que no lo estaba, que no era del tipo fabuloso. Pero era agradable oírlo, a pesar de todo. Le devolvió el beso.

– Gracias -dijo; se puso de pie y le observó.

Seguía tan guapo como siempre. A ella aún le atraía, lo que era una suerte. Desde su regreso todavía no se habían acostado. Ella no se había sentido capaz. Pero por poco.

De repente parecía posible. Más que posible. Incluso una buena idea.

– Josh -dijo, mientras él se acercaba a la puerta-. Josh, no te duermas antes de que vuelva. Me gustaría contarte cómo ha ido.

Él la miró a los ojos y sonrió. Sabía exactamente lo que quería decir.

– No me dormiré -dijo.

– ¿Clio? Clio, soy yo, Jocasta. ¿Cómo estás?

– Estoy bien. Trabajando otra vez. Lo he pasado en grande en tu casa. ¿Qué tal Nueva York?

– Nueva York es maravillosa. Clio, tengo noticias. Grandes noticias. Nos hemos casado. Gideon y yo.

– ¡Casado! Pero…

– Nada de peros. Lo hemos hecho. Nos hemos ido a Las Vegas, en realidad. En fin, ahora soy la señora Gideon Keeble. ¿Qué te parece?

– Genial. Felicita a Gideon de mi parte, por favor. Dile que es un hombre con suerte.

– Se lo diré. De todos modos, dentro de una semana estaremos en casa, y vamos a dar una fiesta por todo lo alto. En la casa de Londres de Gideon, seguramente. Todavía no sé la fecha, pero será pronto. No quedes con nadie, ¿de acuerdo?

– No te preocupes -dijo Clio-. Y enhorabuena otra vez.

La señora Keeble. ¿Estaba loca o qué? Como habría dicho la propia Jocasta.

Se señaló el 22 de junio como fecha de la fiesta. Jocasta se lo había pensado y había decidido que la casa de Berkshire era un escenario mejor.

– Será un sueño de una noche de verano -dijo alegremente-. ¡Qué bonito! A lo mejor deberíamos ponerle un tema, y decirles a todos que vinieran vestidos de hada.

Gideon le dijo que podía hacer lo que quisiera, pero que no pensaba ir de Oberon.

– No tengo piernas para eso.

– Yo creo que tienes unas piernas preciosas -dijo Jocasta.

– Tienes una visión sesgada. Gracias a Dios.

La lista de invitados ya era de trescientas personas y no cesaba de aumentar. Jocasta no paraba de acordarse de gente a quien quería invitar. Gente con la que había ido a la escuela, a la universidad, con la que había trabajado. Había invitado a todos los empleados del Sketch, incluido Nick. Sabía que no querría ir, pero no podía dejarle sin invitación.

Le llamó y le dijo que le gustaría mucho que fuera y por qué. Él fue bastante lacónico, le dio las gracias, dijo que iba a su casa ese fin de semana pero que le deseaba que fuera muy feliz. Por primera vez desde que se había casado con Gideon, Jocasta se sintió fatal. Pensó en los años pasados con Nick, en lo felices que habían sido, la intimidad que habían alcanzado, lo mucho que le desagradaba hacerle daño. Colgó el teléfono y lloró un buen rato.

Las invitaciones formales a la Keeblefiesta, como se empeñaba en llamarla Gideon, salieron la última semana de mayo. Era un poco justo, pero Jocasta dijo que todo el mundo querría ir, de modo que anularían lo que fuera excepto su propia boda.

Cruxbury Manor era el escenario perfecto, una pieza de perfección georgiana, sobre una pequeña colina, diseñada según decían por Capability Brown.

Jocasta había contratado a una organizadora de fiestas, Angie Cassell, una rubia platino delgada como un palo, y a los pocos días tenía caterings, menús, marquesinas, grupos de música y DJ en fila. También convenció a un diseñador muy afectado llamado MM, que se negó a darle su nombre completo, para que elaborara su tema. Vestía de blanco, besaba mucho las manos y tenía un acento que podía rivalizar con el de Scarlett O'Hara. Le quitó de la cabeza la idea del sueño de una noche de verano.

– Ya está muy visto -comentó-. Creo que debemos decidirnos por Gatsby. Los trajes son muy favorecedores. No querrás que tus invitados se amarguen al ver sus fotos en Tatler.

Grupos de jazz, bares de contrabando de alcohol, carpas con bares clandestinos y gánsters con armas, polainas y sombreros de fieltro paseándose por el jardín sonaba bien, y tenía razón: los trajes blancos y los vestidos de charlestón con pedrería eran infinitamente más favorecedores que las gasas.

– ¿Y si tuviéramos todo el rato en marcha un cursillo de diez minutos de charlestón -dijo Jocasta- con un profesional, para que la gente se anime?

Angie dijo que la gente se lo pasaría en grande, y MM aplaudió encantado y gritó:

– ¡Perfecto!

Lo primero que sintió Clio al recibir la invitación fue pánico. Todas esas personas deslumbrantes, que se conocían entre ellas, todos esos trajes maravillosos, y encima bailaba fatal. ¿Y con quién iría? ¿Podía ponerse enferma? Tal vez sería lo mejor. Podía aceptar y llamar por la mañana diciendo que tenía un virus de estómago. Sí, ésa era una buena idea.

Mandó su aceptación por escrito, sintiéndose complacida consigo misma. Jocasta la llamó al día siguiente, diciendo que quería que fuera la noche anterior a la fiesta.

– Sé que para ti sería un lío venir y yo necesito a alguien que me coja la mano todo el día. ¿Qué te vas a poner?

Clio dijo, intentando parecer contenta, que pensaba alquilar un traje.

– Oye, yo tengo una chica muy simpática que me va a hacer algo. ¿Quieres que te haga uno?

– ¿No será muy caro? -preguntó Clio, pensando al mismo tiempo que sería la manera de no pensar más en ello.

– Qué va -dijo Jocasta con despreocupación-. Son imitaciones, cosas baratas. También le va a hacer el vestido a Beatrice, o sea que lo pondremos todo en la misma factura y pasaremos cuentas después.

Clio intentó creérselo.

Chad Lawrence iba a ir, por supuesto. Todo el Partido Progresista de Centro, o al menos sus miembros más importantes, estaban invitados. No le apetecía mucho precisamente. Parecía haber sobrevivido al escándalo Farjon disculpándose en la Cámara por su falta de atención, y asegurando que el dinero ya se había devuelto. Pero era consciente de que su imagen fulgurante se había apagado un poco.

Jack Kirkland, que no soportaba las fiestas, llamó a Martha Hartley para preguntarle si quería ir con él. Su irritación cuando ella le dijo que no estaría ese fin de semana fue notable.

– Martha -dijo-, no estarás fuera ese fin de semana. Irás a la fiesta. Gideon Keeble acaba de darnos un millón de libras para compensarnos por el desastre de Farjon. Esto es importante. Vas a ir a la fiesta. Todos vamos a ir. ¿Quieres ir conmigo o prefieres ir con otro?

Martha, bastante agitada, dijo que le encantaría ir con él.

A Bob Frean le daba terror la fiesta. Podía sobrellevar la carrera política de Janet, su ambición feroz y sus ausencias de casa, más o menos. Lo que no soportaba era que le incluyera a él. Lo hacía, de vez en cuando, si no tenía más remedio.