Изменить стиль страницы

– ¿Qué coño estás haciendo aquí? -preguntó, y por un momento Jocasta creyó que iba a pegarle-. ¿Cómo te atreves? Sal de aquí ahora mismo. ¡Inmediatamente!

Así que aquél era el famoso mal genio. Jocasta se mantuvo firme.

– Quería irme. Ojalá pudiera irme. Por desgracia, estoy prisionera aquí.

– ¿Y qué esperabas? Te metes en mi casa, husmeas en mi vida personal. ¿Qué te crees que estás haciendo?

– Como dijiste anoche -dijo Jocasta, ya calmada, y sorprendida consigo misma-: hago mi trabajo. Que consiste, por desgracia, en husmear en la vida de los demás. Lo siento, Gideon, lo siento mucho, y la verdad es que no me divierto. No me divierto en absoluto.

– Tenía mejor opinión de ti -dijo, y su tono era de desprecio.

– No me digas. ¿Y cómo es eso? Me parece recordar que me felicitaste por algunos de los artículos cuando nos conocimos en la conferencia de los conservadores el otoño pasado. ¿Qué ha cambiado, Gideon? Me gustaría mucho saberlo.

– ¿Quién ha llamado?

– Era tu hija.

– ¿Y qué ha dicho?

– No mucho. Me ha preguntado quién era. Le he dicho que era una amiga tuya. Me he ofrecido a avisarte.

– ¿Y?

– Y ha dicho… -vaciló- «no gracias». Y ha colgado. Lo siento, Gideon.

Su cara cambió. Fue sólo un momento, pero lo había pillado desprevenido. Jocasta vio que le había hecho daño, vio cuánto le había dolido.

– Bien, muchas gracias, Jocasta. Por privarme de mi oportunidad de hablar con mi hija.

– Gideon, yo no te he privado de nada. Ella no quería hablar contigo. No mates al mensajero.

– ¿Y a ti quién coño te manda contestar mi teléfono?

– Estaba sonando -dijo Jocasta-. No había nadie más. He creído que tú y tu esposa os habíais marchado.

– Me estaba duchando. Mi esposa, mi ex esposa, sin duda estaba hablando por teléfono con su estúpido marido. De todos modos, la policía ha localizado a Fionnuala. En el aeropuerto de Belfast. El señor Zebedee está bajo custodia policial, aunque como Fionnuala jura que no la ha tocado, dudo que se quede allí mucho tiempo. Pronto podrás irte y escribir tu maravilloso artículo. Tendrá muchos detalles pintorescos. Ahora lárgate. Enseguida.

– Sí, claro.

Justo al llegar a la puerta, Jocasta se volvió a mirarlo. Estaba desmoronado, sentado tras su escritorio, mirando el teléfono. Vio que se frotaba los ojos con la mano.

– Gideon -dijo, en tono apaciguador-. De verdad que lo siento.

– ¿Qué? -preguntó él-. ¿Qué es lo que sientes? ¿Entrar en casa sin permiso? ¿Querer aprovecharte de mi buen carácter? Bien, como has podido comprobar, es bastante menos bueno de lo que creías. Me temo que me cuesta trabajo creer en tu remordimiento, Jocasta.

– Lo comprendo. Pero de todos modos lo siento mucho por ti.

– Pues tienes una forma muy rara de demostrarlo -dijo Gideon-. Creía que eras una amiga, como mínimo.

– Yo también lo creía. Ahora no lo seré nunca, ¿verdad?

– Está claro que no. Estoy seguro de que el señor Pollock te dijo: «Tú que le conoces, métete en su casa. Hazle hablar». O algo por el estilo. ¿Tengo razón?

– Sí, me temo que tienes razón.

– Y tú seguro que pensaste algo como: «Bueno, sí, por qué no. Yo le gusto. Puedo hacerle hablar». ¿O no?

– Sí, Gideon, supongo que sí. Y estoy muy avergonzada.

– Es una lástima -dijo Gideon-. Me gustabas mucho, Jocasta. Y es verdad que estaba ilusionado contigo. Incluso fui tan tonto que pensé que…, vaya, una auténtica tontería.

– No -dijo ella, suavemente, entendiendo a qué se refería-. No fue una tontería. No fue ninguna tontería.

Por un momento la expresión de Gideon se suavizó. Después dijo:

– No me parece que eso cambie nada respecto a tu comportamiento. De hecho, me parece peor. Duele de verdad. Pensar que querías aprovecharte de mi admiración sólo para avanzar en tu carrera, ahondar en una situación tan dolorosa para mí, tan íntima, sólo para tener unos recortes más en tu currículum.

Jocasta siguió callada.

– Oh, esto es ridículo -dijo él de repente-. No tengo ningún interés en explicarte por qué estoy tan enfadado. Si no eres capaz de verlo tú misma, ¿qué sentido tiene?

– Claro que puedo verlo -replicó Jocasta-. Claro que estoy avergonzada. Me siento… fatal.

– Bueno, algo es algo -dijo Gideon, y la miró con tanto desprecio que Jocasta se sintió enferma-. Ahora querría que me dejaras solo. Tengo mucho que hacer.

Le dio la espalda, y Jocasta vio que sacudía un poco la cabeza como si quisiera deshacerse de ella o de cualquier pensamiento sobre ella.

Jocasta le miró y recordó incontables incidentes parecidos, cuando su padre la había echado de su presencia, le había dejado claro que no quería saber nada de ella y sintió, de repente, un arrebato de valor, y supo qué debía decirle.

– Gideon, hay otras cosas que siento.

– ¿Y cuáles son?

– Fionnuala -dijo suavemente-. Lo siento mucho por ella.

– ¿Qué sabrás tú de ella? Creo que deberías callarte, Jocasta. No estoy de humor para comentarios impertinentes.

– No son tan ignorantes -dijo Jocasta-. Sé bastante bien cómo se siente Fionnuala. No exactamente, está claro. Pero sé lo que es ser como ella. Yo también tengo un padre rico y muy famoso. A quien apenas veía. Que parecía no tener el más mínimo interés por mí. Excepto cuando hacía algo malo, claro.

– No te pases, Jocasta -dijo Gideon-. No te pases.

– No puedo hacerlo, Gideon, si no pasarme significa no decirte lo que yo creo que puede ayudarte. Mi padre estaba construyendo un imperio, haciendo dinero, viajando por todo el mundo. No había sitio para mí. Las niñas no tienen nada que hacer en los viajes de negocios. ¡Cuántas veces tuve que oír eso!

– Lamento que tuvieras una infancia tan desgraciada, Jocasta. Algún día puedes escribir sobre ella.

– ¡Oh, venga ya! -dijo, y horrorizada se dio cuenta de que estaba a punto de llorar-. Tienes una hija que no te conoce. Que seguramente piensa que no le importas. Que no tiene recuerdos felices contigo, excepto quizás un fin de semana de vez en cuando, que cree que tus negocios son más importantes para ti que ella. ¿Tú sabes lo que duele eso? ¿No ves que la lleva a hacer cualquier cosa, cualquiera, para que te fijes en ella?

– Oh, por favor -dijo-. Ahórrame la psicología popular.

– La psicología popular tiene mucho de verdad. Y de sentido común.

– Yo al menos reconozco que tengo una hija -dijo Gideon-. Tu padre parece negar tu mera existencia.

Intentaba herirla y lo consiguió.

– Ahora me dirás que abusó de ti. Ése parece ser un requisito para las jóvenes triunfadoras de hoy. A lo mejor podrías convertirlo en un artículo, Jocasta. Lo haría aún más conmovedor y dramático.

– ¡Hijo de puta! -dijo Jocasta, y entonces llegaron las lágrimas, con fuerza, ahogándola, y con ellas los recuerdos se agolparon, recuerdos horribles y tristes.

Se volvió y salió corriendo de la habitación, encontró la sala de juegos, entró, cerró de un portazo, se sentó en el sofá, se apretó el estómago con las manos, se dobló como si le doliera físicamente y se echó a llorar de forma desconsolada.

Oyó que abrían la puerta, se volvió y le vio de pie, mirándola, con una expresión en la cara que se parecía mucho al miedo.

– Lo siento -dijo Gideon-. No debería haber dicho eso. Perdóname, por favor.

Ella no dijo nada y siguió sollozando. Él se sentó a su lado, le rodeó los hombros con el brazo, intentando calmarla. Ella lo apartó.

– ¿Lo hizo? ¿Eso es lo que hizo?

– No -dijo ella, meneando la cabeza-. Claro que no. Bueno, no en el sentido sexual, no. Mi padre era cruel, terriblemente cruel, y sé que tú no lo eres. No os estoy comparando, sólo comparo las situaciones, la de Fionnuala y la mía.

– En fin, creo que me merezco unos latigazos. Parece ser que soy lo que por aquí se denomina un cojón de perro como padre.

De mala gana, Jocasta se rió.