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– ¿Por qué?

– Porque está muy harta de lo que sucede en su partido. Están todos muy deprimidos. Dicen que Hague no sirve para primer ministro, que el partido no entiende nada de nada. Que no volverán jamás al gobierno.

– ¿Y?

– Pues que se habla de que algunos pueden escindirse. Con el apoyo de algunos miembros sensatos del partido. Personas que están dispuestas a decir que la cosa no va, podemos hacerlo mejor, únete a nosotros.

– ¿Esas personas existen?

– Se ve que sí. Chad Lawrence, por ejemplo.

– ¿En serio? Pues yo le votaría. Es el tío más guapo de Westminster. Según Cosmo, claro.

– Eso no le hará ningún daño; tendrá montones de votantes entre las mujeres. Además, tienen a un par de personas más bregadas y más destacadas en el partido de repuesto. El más conocido, Jack Kirkland.

Jack Kirkland había llegado lejos partiendo de unos orígenes muy poco prometedores para un conservador: de una familia de clase trabajadora del sur de Londres a ministro de Educación en el partido conservador.

– ¿Y adónde nos lleva eso, Nick?

– A un nuevo partido, de centroizquierda, pero que sigue siendo claramente conservador, dirigido por un grupo muy carismático, que atraerá tanto a los votantes desilusionados con Blair como a los conservadores. Hay mucha decepción con Blair, por todo lo que no ha hecho. Y lo mismo puede decirse de Hague. Hay muchos votantes conservadores por instinto por ahí, deseosos de cambio y con una especie de esperanza devota en que las cosas podrían mejorar. Si pudieran ver a alguien nuevo y fuerte y decir «sí, eso es lo que necesitamos, puedo confiar en él», Kirkland y sus fieles podrían tener una oportunidad.

– ¿Y qué quiere esa supermujer llamada Frean que hagas tú?

– Poner al director de su parte. Que el periódico los apoye cuando llegue el momento. Creo que sería posible. El asunto puede estimular su lado romántico.

– ¡Romántico! ¡Chris Pollock!

– No en el sentido femenino, sino en el de David y Goliat, el triunfo del débil, esa clase de cosas. Y nuestros lectores son precisamente la clase de personas de las que habla Frean.

– Ah, entendido. ¿Y cuándo y cómo podrían empezar?

– Tienen que recaudar fondos y reclutar a más gente. La olla estará en plena ebullición a tiempo para el congreso.

Sus grandes ojos castaños brillaban al mirarla. Ella le sonrió.

– A lo mejor -dijo Jocasta pensativa-, ésta podría ser una oportunidad para mí. Podría ser mi primer buen artículo. Nunca se sabe.

– Jocasta, te quiero pero esto no es una historia de interés humano.

– Podría serlo. Seguro que Chad Lawrence tiene una vida privada interesante. En fin, no voy a gastar saliva convenciéndote. Me dedicaré a mi champán. Salud. Por el amanecer del Nuevo Conservadurismo. O lo que sea.

– Y su interés humano en potencia.

Martha miró por la ventana de su dormitorio y vio cómo despuntaba el alba. Había trabajado toda la noche, pero era julio, y amanecía temprano. Eran poco más de las cuatro. Por ilógico que fuera, le gustaban aquellas sesiones nocturnas, le parecían estimulantes, y no se sentía ni remotamente cansada.

De todas formas, ya había terminado. Sólo tenía que pedir que pasaran a ordenador el documento, introducir los cambios finales, y estaría a punto para la firma. Llamó a la secretaria de noche y no le contestó nadie. Se habría ido a dar una vuelta. Siempre estaban igual, cotilleando en los despachos de las otras. Era muy molesto.

Tendría que llevarlo al centro de procesamiento de textos. Lo bajó, les dijo que la llamaran cuando estuviera listo y decidió descansar una hora y media en la sala de noche, ir después un rato al gimnasio y volver al despacho. A mediodía vendrían los clientes para cerrar el trato y por eso era muy importante que nada saliera mal. Era una de las adquisiciones más importantes en las que había trabajado: una empresa de servicios financieros que adquiría otra, y todo ello complicado por las oficinas en todo el mundo que tenían ambas y por el quijotesco presidente de la empresa cliente.

Sin embargo, lo habían conseguido. Sayers Wesley, una de las operadoras más grandes y hábiles de Londres, había librado una potente batalla en nombre de su cliente y había vencido. Y Martha Hartley, de treinta y tres años, una de las socias más jóvenes, había supervisado esa batalla.

Martha era feliz, era muy feliz. Es más, había ganado una buena cantidad de dinero para Sayers Wesley, y eso se reflejaría en su sueldo, sin duda. Su sueldo de 300.000 libras. Su sueño de hacerse rica se había hecho realidad.

Su padre le había preguntado, con bastante amabilidad, qué hacía con sus ahorros. Para irritación de Martha, había aparecido en la lista de las mujeres en alza de la City, las nuevas casi millonarias decían, y su familia se había quedado impactada al ver el sueldo que ganaba. Ella no les dijo que ganaba veinte mil más de lo que se había publicado.

– Me lo gasto -había dicho ella.

– ¿Todo?

– Bueno, una parte la he invertido. En acciones y todo eso. -¿Por qué se ponía a la defensiva?-. Y he comprado esa multipropiedad en Verbier, que también se puede considerar una inversión. La alquilo cuando no la uso. -No había ido desde hacía dos años, porque estaba demasiado ocupada-. Mi piso fue bastante caro. -Esperaba que no le preguntaran cuánto-. Ahora ya debe de valer el doble de lo que pagué por él. Y hago muchas donaciones de caridad -dijo, irritada de repente-. Mucho dinero. Y estoy deseando ayudaros a ti y a mamá a compraros una casa cuando os jubiléis.

El orgullo había privado a los Hartley de aceptar dinero de sus hijos, pero empezaba a ser inevitable, y doloroso. Martha lo sabía y era lo más discreta que podía con el tema, pero no había una forma satisfactoria de decir: «Mamá, papá, coged estas treinta mil libras, las necesitáis más que yo».

Tenía el dinero en una cuenta que daba un alto interés. Lo había ahorrado sin demasiadas dificultades en los últimos cinco años. Casi la asustaba ver que podía hacerlo.

Sin embargo, su vida era terriblemente lujosa y lo sabía. Su piso era impresionante, estaba en uno de los edificios más codiciados de los Docklands, tenía ventanales enormes y suelos de madera clara y elegante, y lo había amueblado en Conran y Purves and Purves. Tenía un Mercedes SLK descapotable, que sólo utilizaba los fines de semana, un armario grande como una habitación que era un muestrario de marcas: Armani, Gucci, Ralph Lauren, Donna Karan, y un montón de zapatos de Tod, Jimmy Choo y Manolo Blahnik. Trabajaba una media de catorce horas al día, a menudo los fines de semana, tenía una vida social limitada, apenas iba al teatro o a un concierto porque a última hora a menudo tenía que anularlo.

– ¿Y qué hay de novios? -Su hermana, casada desde hacía siete años, y con tres hijos-. Supongo que sólo sales con los compañeros de trabajo.

– Sí, es verdad -había dicho Martha para salir del paso.

Y era verdad. Había tenido dos relaciones bastante satisfactorias con abogados del mismo nivel que ella, y una historia con un tercero que le había roto el corazón, un estadounidense que resultó estar casado y no se había molestado en comunicárselo hasta que fue demasiado tarde, pues Martha se había enamorado perdidamente de él. Ella había puesto fin a la relación de inmediato, pero le dolió muchísimo, y hasta un año después no fue capaz de pensar en volver a salir con alguien.

Tenía pocos buenos amigos, mujeres trabajadoras como ella con las que salía a cenar de vez en cuando, y un par de amigos gays a los que quería muchísimo y que eran una valiosa compañía en ocasiones formales. Sin embargo, en alguna parte de su interior había un lugar profundamente oscuro que intentaba ignorar, aunque la atrapara en sus muchas noches de insomnio, normalmente provocadas por la noticia de que otra de sus amigas se había comprometido en una relación permanente, un lugar repleto de miedos: de una vida en la que nadie compartiera con ella sus triunfos o la consolara en sus fracasos, en la que el éxito se midiera sólo con cosas materiales y en la que acabara mirando atrás con remordimiento por su absoluto egoísmo.