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Jeremy trabajó hasta tarde la noche de la presentación. Clio vio la noticia en la tele, intentando distraerse, viendo cómo les entrevistaban hasta el aburrimiento. Envidiaba a la mujer, ¿cómo se llamaba? Frean. Janet Frean. Su marido no le había dicho que dejara de trabajar cuando tuvo un hijo. Tenía cinco, por Dios. Hasta Clio pensaba que eso era ir un poco demasiado lejos. Sus hijos no debían recibir mucha atención materna. Pero al menos tenía hijos.

La entrevista con Janet Frean acabó y Clio se levantó para prepararse una taza de té. La atacó una nueva oleada de depresión. Aquella mañana le había venido la regla y el dolor era peor que nunca. Jeremy todavía no lo sabía. Aquello era una pesadilla: tenía que decírselo, no tenía más remedio. Pero ¿cómo iba a hacerlo? ¿Ahora? Cuando cada mes, cada regla, lo empeoraban. Lo empeoraban y lo hacían más imposible. ¿Por qué no lo había hecho antes, por Dios santo?

Pero por ese camino no llegarás a ninguna parte, Clio. No se lo has dicho. Y ahora era demasiado tarde. Al menos era imposible que nadie lo supiera. Excepto el ginecólogo, claro. Todos los ginecólogos.

Suerte que existía la ética médica.

Jocasta fue a cenar con Gideon Keeble. En Langans. Por supuesto no ella sola. Con una docena de personas más. Sólo que entre ellas no estaba Nick. Y ella se sentó al lado de Gideon.

Chad estaba, y su señora. No la conocía, sólo la había visto en revistas del corazón. Abigail Lawrence. Alta, morena, hermosa, muy elegante, muy compuesta.

Marcus estaba, con su esposa, una mujer bonita y llena de vida, que estaba claro que le adoraba. Jack Kirkland se quedó sólo a tomar una copa. Parecía agotado.

– ¿Existe una señora Kirkland? -preguntó Jocasta a Gideon.

– Ya no, por desgracia -dijo él-. Era una mujer inteligente, se conocieron en Cambridge. Dijo que no podía competir con su amante…

– ¿Su amante?

– Sí. De hecho, ha habido dos. Primero el Partido Laborista, y ahora el Progresista de Centro.

Jackie Bragg estaba con su nuevo marido, mucho mayor que ella. Era su asesor financiero.

– Le gustó tanto la empresa que se casó con ella -le comentó Gideon riendo-, y ahora la trata como un tren de juguete.

– ¿Y tú qué, Gideon? -dijo ella-. ¿Tienes muchos juguetitos para entretenerte?

– Oh, un montón -respondió, sonriéndole-. Tengo mis coches…

Tenía una flota de coches antiguos de carreras que exhibía una vez al año para beneficencia.

– Me encantaría verlos -dijo ella, sinceramente-. Me encantan los coches antiguos. Mi abuelo tenía una colección maravillosa, pero mi padre los vendió todos. Una pena.

– Para mí no -dijo Gideon-. Le compré un par.

– ¿En serio? ¿Cuáles?

– El Phantom Rolls. Y el Allard. Fue una subasta maravillosa. No lograba entender cómo podía deshacerse de ellos tu padre. Esos coches tienen alma.

– Sí, bueno, a mi padre no le importa nada, excepto el dinero -dijo Jocasta-, y no reconocería un alma aunque tropezara con ella en la calle. Perdona, mi padre y yo no nos llevamos muy bien.

– Sí, eso me han dicho.

– ¿Quién? -dijo ella con curiosidad.

– Oh, algunas personas me han hablado de ti.

– ¿Y quién podría haberte hablado de mí?

– Yo les animé a hacerlo -dijo, y la cabeza y el corazón de Jocasta dieron un tumbo al unísono.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Me pareces muy interesante. Y guapa. Quería saber más de ti. Dime, ¿es cierto que tu hermano ha dejado a su inteligente mujer?

– No exactamente. Ella le ha echado. Y con razón.

– ¿Por qué con razón?

– Porque le pilló jugando fuera de casa más de la cuenta. Prefiero no hablar de eso si no te importa.

– Por supuesto. Perdóname. Venga, no estás comiendo nada. Seguro que tu madre te decía que había que acabarse toda la comida del plato.

– Mi madre jamás decía esas cosas. Comíamos casi siempre con la niñera. Pero la niñera sí lo decía. ¿Y tú qué? Te enseñaron a comer bien.

– Crecí en un ambiente bastante abarrotado, en Dublín. Éramos nueve y comíamos en dos turnos. Eso me enseñó a comer con rapidez. Y a terminarme todo lo que había en el plato. Que no siempre era suficiente.

No parecía en absoluto amargado, ni buscar su compasión. Más bien feliz. Volvió a sonreírle.

– Tengo abandonada a mi querida amiga de la izquierda. Pero volveré contigo enseguida. Cómete la verdura.

Habían seguido así, con una serie de conversaciones breves y seductoras, y poco a poco la mesa se había vaciado hasta que quedaron ella, los Lawrence y los Denning. Y Gideon. Quien no dejó de repetir que era una lástima que Nick no estuviera con ellos, y que Jocasta debería llamarle otra vez. Ella mintió diciendo que lo había hecho cuando había ido al servicio.

– A lo mejor se ha fugado con Martha -dijo Marcus riendo-. Han desaparecido los dos al mismo tiempo.

– ¿Con Martha? ¿Qué Martha?

– Martha Hartley. Es un encanto de chica. Es abogada. Ha colaborado con nosotros. Y su empresa nos ha representado.

– ¿Martha Hartley trabaja para el Partido Progresista de Centro? -dijo Jocasta-. Qué curioso. La conocí hace tiempo. Mucho tiempo. Cuando éramos unas jovencitas. ¿Cómo ha acabado mezclada con vosotros?

– Su empresa nos representa -dijo Marcus-. Es encantadora. Muy inteligente y muy atractiva, además.

– ¿Y está… casada o algo?

– Que yo sepa, no. Como trabaja sin parar, al menos siete días a la semana, creo que sentiría mucha pena por él.

– Oh, Marcus, qué actitud más anticuada -exclamó Jocasta-. Las zapatillas y las camisas planchadas y a punto son historia. Te delata la edad.

– Entonces tendré que delatar la mía apoyando a Marcus -dijo Gideon, sonriéndole con los ojos-. Y ya que estás sentada junto a un viejo como yo, deberías ir con cuidado con lo que dices.

Ella se volvió a mirarle.

– Tú eres especial -dijo-. No puedo situarte en ninguna edad. Para mí no eres ni joven ni viejo. Eres… eres tú.

– Bueno -dijo él-. Me alegro de saberlo. Ha sonado muy bien, si se me permite decirlo.

La acompañó a casa porque dijo que no podía dejarla en un taxi de ninguna de las maneras.

Su coche era una maravilla, un Mercedes de antes de la guerra, negro reluciente, con ruedas de radios y estribo. Jocasta esperaba que tuviera chófer, pero no lo tenía. Gideon dijo que no le gustaba que le llevaran, que prefería conducir él mismo.

– Además, no le dejaría este coche a mucha gente.

Jocasta subió al vehículo y echó un vistazo.

– Es una preciosidad.

– Gracias. Bien, ¿adónde vamos?

– A Clapham, por favor.

Dios santo, era realmente asombroso. Sola con él en aquel coche increíble. Y cuando llegaran, ¿qué? ¿Debía invitarlo a subir? ¿Se le estaba insinuando o sólo era un hombre cortés que la acompañaba a casa? Por fin llegaron a su calle y se dio cuenta de que no habían hablado de él en ningún momento y se lo dijo.

– Oh -dijo-, prefiero hablar de ti.

– Gracias. Y también por acompañarme. Y por la cena, por supuesto. Yo… -vaciló. No, se lo preguntaría. ¿Qué mal había?-. ¿Quieres subir a tomar una copa?

– Oh, eso sería muy peligroso, ¿no te parece? No lo creo sensato en absoluto. Eres demasiado guapa y demasiado seductora para que pueda estar solo contigo en una habitación. A menos, claro, que algunas cosas fueran distintas. En cuyo caso no desearía otra cosa. Obviamente.

– Sí…, supongo que sí -dijo ella-. Sí. Pero… -Se calló y se quedó mirándole indefensa.

– En fin, es tarde y estás muy cansada. -Se inclinó y la besó muy ligeramente en los labios-. Vete. Que duermas bien. Y dile a Nick que creo que es el hombre más afortunado del mundo cristiano. Buenas noches y felices sueños.

Ella le observó alejarse por la calle en ese coche tan hermoso y deseó con fervor que siguiera a su lado.

A la mañana siguiente se sentía fatal; no sólo por la resaca, sino por la culpabilidad. Al menos debería habérselo dicho a Nick. Debería haberle llamado. Él sin duda la habría llamado. Seguramente un montón de veces. Se preparó un té flojo, se recostó en los almohadones y se obligó a escuchar los mensajes.