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– Pues divórciate. Sé que te cuesta, pero ¿qué otra posibilidad tienes? De todos modos, probablemente ni siquiera es un matrimonio legal. Hazlo como regalo de bodas -dijo, y se echó a reír de su propia broma.

Gideon se levantó y se zambulló en la piscina, nadó unos largos y después se paró, mirando a su ex esposa. Su segunda ex esposa. Era muy guapa… todavía. Rubia, esbelta, pero con un busto generoso, un cuerpo firme y una cara sin arrugas que eran un testimonio de las maravillas de la ciencia cosmética. La había querido mucho. Tanto como a Jocasta.

Probablemente más. Aisling tenía razón, era un romántico anticuado e idiota. Y no debería haberse casado con Jocasta. A la que todavía quería…, en cierto modo. Lo bastante, tal vez, para dejarla libre.

Después de almorzar, mientras Aisling dormía la siesta, escribió algunos correos electrónicos.

Jocasta estaba sentada mirando el signo más azul. Más. No menos, esta vez, sino más. Más significaba embarazo. Era así de sencillo. Era más algo. Más un embarazo. Más un bebé. Más el hijo de Nick.

Se sentía muy rara. Rara de verdad. No exactamente como esperaba. Lo que había temido toda su vida había ocurrido y se sentía impactada, horrorizada y aterrada. Pero también sentía otra cosa. Una especie de… respeto. Por que hubiera pasado. Porque ella y Nick hubieran hecho un bebé. Habían hecho el amor y habían hecho un bebé. Algo que era en parte de ella y en parte de Nick. Era una idea extraordinaria.

Aunque no era un bebé todavía, sólo un grupo de células. Estaba…, ¿de cuánto estaba? Estaba embarazada de tres semanas. Tres semanas y media. Fuera lo que fuera, era como un alfiler. Un diminuto alfiler de células. No era un bebé. Y podía deshacerse de él. Rápida y fácilmente.

Tenía que deshacerse de él. Era evidente.

Aparte de que ella nunca podría tener un bebé, y la mera idea de tener dentro de ella esas células le producía pánico, ¿qué haría o qué diría Nick si lo sabía? Nick, que ni siquiera era capaz de asumir un compromiso, ni vivir con ella, ni pensar en matrimonio, ¿cómo reaccionaría ante la noticia de que era padre? Bueno, aún no lo era, pero lo sería. Era impensable.

Decidió ir a ver a Clio.

Clio, por supuesto, le dio muy malos consejos.

Como que no debía hacer nada con precipitación. Como que debía esperar unos días más, esas pruebas no eran del todo fiables, dijeran lo que dijeran, era demasiado reciente. Le preguntó que si estaba segura de que era de Nick. Le dijo que debía decírselo a Nick.

– ¡Decírselo a Nick! Clio, ¿te has vuelto loca? No puedo decírselo a Nick. Se quedaría horrorizado, huiría, lo odiaría, me odiaría. No, tengo que… tengo que abortar cuanto antes mejor, y…

– Jocasta, sigo pensando que deberías decírselo. Si de verdad estás embarazada y si de verdad es suyo, debes decírselo.

– Pero ¿por qué?

– Porque es su hijo, también. Estaría mal no decírselo. Estaría muy mal, decidir deshacerse del bebé sin decírselo al padre.

– Clio, tú no conoces a Nick y yo sí. No quiere hijos. Ni siquiera me quiere a mí. Y si estás pensando en decírselo tú misma, deja de pensarlo ahora mismo, tienes que prometerme, prometerme, Clio, ahora mismo, ya, júrame…

Estaba llorando. Clio la abrazó.

– No se lo diré, tonta. Te lo prometo, por mi vida.

– Nunca, nunca.

– Nunca. Venga, siéntate y tómate un té.

– Un café, por favor. Bien fuerte.

– De acuerdo.

Fue a la cocina y Jocasta la siguió y se sentó a la mesa.

– A lo mejor no estás embarazada. ¿Cuándo tenía que venirte la regla?

– El jueves.

– Es muy poco tiempo. Podría ser un error. ¿Te sientes rara o algo? ¿Mareada o cansada…?

– En absoluto -dijo Jocasta.

– Yo esperaría unos días y me haría otra prueba. Ve a ver a tu médico, o al ginecólogo, a ver qué dice.

– Es una doctora -dijo Jocasta.

– Pues a tu doctora. Hay varias cosas, que pueden afectar las pruebas. Imagino que sigues tomando la píldora. Toma, el café.

Jocasta tomó un sorbo, lo dejó e hizo una mueca.

– Oye, está malísimo. ¿Qué le has puesto, Clio? Me dan ganas de vomitar.

Clio la miró serenamente, en silencio, y después dijo:

– Jocasta, lo siento, pero ésa es la prueba definitiva. Seguro que estás embarazada.

Sarah Kershaw confirmó el diagnóstico de Clio.

Hacía años que era la ginecóloga de Jocasta. Tenía cuarenta y pocos años, era enérgica y comprensiva.

– Haremos una prueba de laboratorio, claro. Esta misma tarde. ¿Puedes hacer pipí?

– Sí, ya lo creo -dijo Jocasta-. No puedo parar.

– Ése es otro síntoma. Lo siento, Jocasta. De todos modos, haremos la prueba. Bueno, ¿qué quieres hacer?

– Quiero abortar. Evidentemente. Y quiero que me esterilicen al mismo tiempo.

– Es una decisión muy drástica.

– No tanto. Hace años que quiero hacerlo. Ya lo sabes.

– Lo sé. Pero ahora estás angustiada, tus hormonas están en un estado caótico…

– No estoy angustiada, doctora Kershaw. Ni en estado caótico. Me siento muy tranquila. Es lo que quiero hacer.

– Bien, es tu decisión, por supuesto. ¿Lo has hablado tranquilamente con tu marido?

– No. Vamos a divorciarnos. No vale la pena.

– Puede que él piense de otro modo.

– ¿Sobre qué? ¿Sobre el divorcio?

– Está claro que de eso no puedo decirte nada. Me refiero al bebé.

Jocasta se quedó callada, no pensaba decirle a Sarah Kershaw que el bebé no era de su marido, que lo había concebido al cometer adulterio en una tarde de locura.

– Mira -dijo Sarah Kershaw-. Es tu decisión, sin duda. Pero veamos, está claro que estás preocupada por tu matrimonio, pero ¿está acabado de verdad? ¿Sin remedio?

– Lo siento -dijo Jocasta-. No he venido para hablar de mi matrimonio.

– Lo sé. Pero aunque no te des cuenta, no piensas con claridad. No creo que sea la mejor forma de tomar decisiones tan importantes.

– Pienso con mucha claridad. Me encuentro perfectamente bien. No entiendo a qué viene tanto rollo de encontrarse mal cuando se está embarazada. No me he mareado ni una sola vez y me siento rebosante de energía.

– Tienes mucha suerte. Me alegro por ti. Aun así, créeme, no eres tú misma. Y ésta es una decisión más grave de lo que pareces asumir. Sobre todo la esterilización.

– Doctora Kershaw, por favor. No quiero asesoramiento. No lo necesito. Quiero un aborto y quiero que me esterilicen. ¿Qué tengo que hacer?

– Si sólo abortara -dijo Jocasta a Clio-, podría hacerlo todo en un día, la consulta y después el aborto. Pero como quiero que me esterilicen, me asesorarán, como dicen ellos, y me darán hora para otro día. De todos modos, no hay problema. Puedo hacerlo.

A Clio le pareció una barbaridad.

– ¿Qué te ha dicho sobre decírselo al padre? ¿Tiene derecho a saberlo?

Sabía que no, pero esperaba que al menos Jocasta estuviera abierta a la posibilidad.

– Ha dicho que no, y que él no podía impedirme abortar. Es mi decisión. De los médicos y mía. Lo único que necesito es una justificación legal y tengo una. Cambio de circunstancias vitales se llama. Será dentro de diez días con un poco de suerte. ¿Me acompañarás?

– No creo que pueda -dijo Clio, y colgó.

No podía creer que Jocasta, aunque fuera en su estado maníaco-egocéntrico de ese momento, le pidiera que la acompañara a deshacerse del bebé. Cómo podía ser tan insensible para haber olvidado la pena de Clio por su propia infertilidad. Le dolía más de lo que ella misma habría creído.

El teléfono volvió a sonar inmediatamente: lo descolgó, con cierto remordimiento. La había juzgado mal, Jocasta había llamado para disculparse.

– Clio, se ha cortado. Oye, he tenido noticias de Gideon, quiere que nos veamos y hablemos. Estoy aterrada, quiere que vaya a su casa mañana por la tarde. ¿Puedes venir después?