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– Cabrón -se dijo a sí mismo en voz alta-, eres un cabrón.

Helen telefoneó a Jocasta y se disculpó por llamar el domingo. Seguro que Jocasta y su marido tenían mucho que hacer, dar una gran fiesta o algo por el estilo. Pero no quería dejar pasar el tiempo.

– Helen, tranquila. En serio. Pero…

Helen la interrumpió.

– No tardaré nada. Sólo quería el teléfono de Martha Hartley. He pensado que podría ayudar a Kate si iba a verla, si intentaba…

– Helen, lo siento pero no puedes ir a verla. Al menos por ahora, aunque me parece una idea estupenda. Está en el hospital. Ha tenido un accidente y está muy malherida.

– Oh -exclamó Helen-. Oh, Dios mío.

– Está en Cuidados Intensivos.

– Entonces, ¿está muy grave?

– Muy grave, me temo -dijo Jocasta.

Helen colgó, preguntándose cómo reaccionaría Kate, y decidió que hasta que no supiera algo más no se lo diría.

– He pensado que deberíamos invitar a Jocasta a almorzar -dijo Beatrice-. Está sola y me apetece verla.

– Buena idea -dijo Josh.

Estaba absorto en el programa de Jeremy Clarkson, como todos los domingos por la mañana.

Beatrice volvió a la habitación pocos minutos después y parecía trastornada.

– No puede venir. Está con Nick.

– ¿Con Nick? ¿Y qué está haciendo con él?

– No estoy segura -dijo Beatrice-, ayudándole con un artículo, supongo.

– ¿Qué? ¿Estando Gideon fuera? Me parece raro.

Beatrice le miró como queriendo decir que no pensaba erigirse en árbitro del comportamiento de los demás y dijo:

– En fin, por lo visto Martha Hartley está en el hospital. ¿Te acuerdas?, es la chica que se desmayó en la fiesta, la que se fue sin despedirse.

– Sí, sí. ¿Por qué está en el hospital?

– Ha tenido un accidente. Un accidente de coche. Está en Cuidados Intensivos. Inconsciente. Pobrecilla.

– Dios mío. Qué horror.

– Sí, es terrible. La verdad es que no llegué a conocerla, pero tú sí la conocías, ¿verdad?

– Bueno, no mucho. No la había visto en diecisiete años. Pero charlamos un poco en la fiesta. Qué pena. ¿Jocasta nos mantendrá informados?

– Espero que sí. La verdad es que está muy afectada. Me ha sorprendido porque después de la fiesta dijo que apenas la conocía.

– Sí, bueno, siempre te afecta cuando le sucede algo así a alguien que conoces -dijo Josh-. Si te he de ser sincero, a mí también me ha impresionado.

– Sí que estás un poco pálido -dijo Beatrice rápidamente-. ¿Por qué no te llevas a las niñas al parque un rato, mientras preparo el almuerzo? Un poco de aire fresco te vendrá bien.

Jocasta también estaba sorprendida de estar tan afectada.

– No es como si fuéramos amigas -le dijo a Nick-. Hacía diecisiete años que no la veía, y fue bastante antipática conmigo cuando la entrevisté. Pero lo ha pasado muy mal, la pobre. Seguro que fue culpa de tantas preocupaciones, no podía concentrarse.

– Probablemente.

– Ed estaba muy afectado. Destrozado. Es evidente que la quiere mucho. Es una relación rara, ¿no te parece?

– No veo por qué.

– Bueno, es mucho más joven que ella, de entrada. ¿Qué pueden tener en común?

– Tú eres bastante más joven que Gideon -dijo Nick-, ¿qué tenéis vosotros dos en común?

Su tono fue bastante hostil y Jocasta le miró.

Habían quedado para tomar un café en el Starbucks de Hampstead. Nick estaba escribiendo un artículo breve sobre Peter Hain y Europa y dijo que no estaba haciendo nada importante, de modo que Jocasta dijo que iría a verle.

No estaba segura de saber por qué quería estar con él. Se dijo a sí misma que era porque los dos estaban involucrados en ese extraordinario drama. Hablar con alguien no relacionado con el asunto parecía una frivolidad esa mañana. Se sentaron al sol, tomando un café con leche. Era como en los viejos tiempos, pensó Jocasta, los viejos domingos, pero enseguida apartó el pensamiento, decidida.

– Sigo preocupado por Janet -dijo Nick-. No me fío de ella.

– ¡Nick! Nadie va a conspirar contra alguien que está en Cuidados Intensivos. No es posible.

– No estoy tan seguro. La verdad es que no sé si le dejé claro lo mal que está Martha. Creo que volveré a llamarla.

Pero el habitual irritante contestador les dijo que el número al que llamaban estaba apagado y podían dejar un mensaje, y añadía alegremente «o mandar un mensaje de texto».

Nick tiró el móvil en la mesa.

– Maldita mujer. Maldita sea. ¿Qué estará tramando?

– Dios -exclamó Ed.

Sabía que no podía arriesgarse, que la aguja del depósito estaba en reserva desde hacía kilómetros y tendría que parar en la siguiente estación de servicio.

Paró y pudo oler la goma quemada de sus neumáticos en cuanto bajó del coche. Puso veinte litros, decidió que con eso llegaría y fue a pagar.

– Son quince libras.

Ed buscó las tarjetas de crédito.

– Mierda -dijo, y repitió-: mierda.

– ¿Se ha dejado las tarjetas en casa?

La expresión de la cara del hombre no era atractiva.

– Sí, me las he dejado. Mire, le dejo mi reloj. No tardaré mucho.

– ¿Ah, sí? Si viera el montón de relojes que tengo aquí, se preguntaría por qué no he abierto una relojería. Es curioso, pero los dueños no vuelven nunca. Ni han pagado el combustible. Llamaré a la policía, lo siento.

– Pero mi novia está en Cuidados Intensivos, tengo que ir al hospital.

El hombre meneó la cabeza.

– De ésos también tenemos muchos. Espere aquí mientras llamo.

– Oh, maldita sea. ¡No puede hacerme esto!

– Sí puedo.

Ed le miró, paralizado. Después dijo:

– Puedo ir al coche a ver si encuentro dinero.

– Sólo si deja aquí las llaves.

– Sí, claro.

Se las tiró, fue al coche y se puso a buscar febrilmente. Nada. Ni en la guantera, ni en el asiento de atrás, ni en el maletero, ni en los bolsillos de las puertas…

Y de repente:

– Mierda -exclamó-. Qué suerte.

De la guía de Londres cayó un billete de veinte libras. ¿Qué estaría haciendo allí? ¿Cómo había ido a parar allí? Entonces se acordó. Había sido Martha. Había intentado pagar la gasolina, hacía meses, pero él no se lo había permitido y ella había metido el billete de veinte en la guía. Incluso había escrito «Con amor de Martha», con su pulcra letra, en una esquina. Era…, bueno, era…

– Es un milagro -dijo, mirándolo, y corrió a buscar al hombre que estaba ordenando un estante de tabaco-. Deme las llaves, por favor -pidió-. Rápido.

– Ah. Bien. ¿No quiere el cambio?

Pero Ed ya se había marchado.

Cuando Janet llegó a casa, reinaba un silencio insólito. La única que estaba era Lucy, de catorce años.

– Hola, mamá. ¿Fue todo bien anoche?

– Sí, muy bien. ¿Todo bien por aquí?

– Sí, creo que sí. No te esperábamos tan pronto. Papá se ha llevado a los niños a la tienda, y ha dicho que te dijera, si volvías, que quería hablar contigo. Ah, ha llamado Jack Kirkland. Quiere que le llames.

– De acuerdo, le llamaré. ¿Más mensajes?

– Creo que no. Voy a ver EastEnders, hasta luego.

– Bien.

Ni un terremoto en la calle de al lado impediría a Lucy ver EastEnders.

Janet subió a su estudio y llamó a Jack.

– Hola, Janet. ¿Te has enterado de lo de Martha?

– Sí. Qué cosa más triste. ¿Hay novedades?

– No. Sólo quería asegurarme de que Bob te había dicho lo del Sun.

– ¿Del Sun? No.

No era posible que tuvieran alguna pista de la historia.

– Sí, quieren que les llames para hacer un comentario. Sobre Martha. Yo ya he hecho uno, pero pensé que estaría bien que lo hicieras tú. Como compañera de fatigas. Llama a ese periodista, está esperando. Se llama…

Janet apuntó el nombre, con la cabeza hecha un torbellino. Si el azar la había favorecido alguna vez, era ésa.