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— Bueno, bueno, parece que ahí no hay nada. He terminado contigo, Dmitri. Por favor, perdóname.

—¡Pero yo no terminé contigo! Sigo queriendo saber…

—¡No tengo derecho! — dijo Snegovoi con palabras secas, y cortó la conversación.

Es claro que Maliánov no habría dejado que las cosas quedasen así, pero entonces vio algo que le hizo morderse la lengua En el bolsillo izquierdo de los pantalones de Snegovoi se vía un bulto, y del bolsillo asomaba el muy definitivo mango de una pistola. Una pistola grande. Como una gigantesca Colt 45 de las películas. Y esa Colt mató el deseo de Maliánov, de hacer más preguntas. En cierto modo, resultaba muy claro que había algo sospechoso, y que él no era quien debía hacer las preguntas. Y Snegovoi se puso de pie y dijo:

— Y bien, Dmitri. Me iré mañana por la mañana.

CAPÍTULO 3

EXTRACTO 5…yacía de espaldas, y despertaba poco a poco. Los camiones rodaban con estrépito al otro lado de la ventana, pero en el departamento reinaba el silencio. Los restos de la insensata noche de la víspera eran un ligero zumbido en la cabeza, un regusto metálico en la boca y una desagradable astilla en el corazón, o en el alma, o donde demonios doliera. Había comenzado a explorar qué era la astilla, cuando se escuchó un cuidadoso golpe en la puerta. Debía de ser Arnóld con sus llaves, supuso, y corrió a atender.

Camino a la puerta, notó que la cocina estaba limpia, y que la puerta de la habitación de Bóbchik se hallaba cerrada. Debe de haberse levantado, lavado los platos, y vuelto a acostarse, pensó.

Mientras forcejeaba con la cerradura, hubo otro delicado timbrazo.

— Ya va, ya va — dijo con la voz enronquecida por el sueño—. Un minuto, Arnóld.

Pero resultó ser otro. Un desconocido se frotaba los pies en la alfombra de goma. El joven usaba jeans, una camisa negra con las mangas arrolladas y grandes anteojos para el sol. Como los Tontón Macoute, la policía secreta haitiana. Maliánov vio que en el rellano, junto al ascensor, había otros dos Tontón Macoutes con gafas oscuras, pero antes que tuviese tiempo de preocuparse de ellos, el primer Tontón Macoute dijo:

— Del Departamento de Investigaciones Criminales — y entregó a Maliánov una libretita. Abierta.

«¡Espléndido!», pensó Maliánov. Todo estaba claro. Habría debido esperarlo. Se sintió molesto. En calzoncillos, se encontraba ante, el Tontón Macoute del Departamento de Investigaciones Criminales y miraba el librito, aturdido. Había una foto, algunos sellos y firmas, pero sus sensaciones embotadas sólo permitieron pasar un dato pertinente: «Oficina del Ministerio de Asuntos Internos». En letras grandes.

— Sí, es claro, pase — masculló—. Pase. ¿Qué ocurre?

— Hola — dijo el Tontón Macoute con extrema cortesía—. ¿Usted es Dmitri Alexéievich Maliánov?

— Sí.

— Me gustaría hacerle algunas preguntas, si no le molesta.

— Por favor, hágalo. Espere, mi cuarto no está ordenado. Acabo de levantarme. ¿Le molestaría pasar a la cocina? No, allí da el sol, ahora. Bien, entre aquí, limpiaré en un santiamén.

El Tontón Macoute entró en la habitación principal y se detuvo en el centro con modestia, miró francamente en torno mientras Maliánov acomodaba la cama, se ponía una camisa y un par de jeans, y abría las persianas y las ventanas.

— Siéntese aquí, en la butaca. ¿O estará más cómodo ante el escritorio? ¿Qué problema hay?

El Tontón Macoute pisó con cuidado los papeles dispersos por el suelo, se sentó en la butaca, y depositó su carpeta sobre su regazo.

— Su pasaporte, por favor.

Maliánov revisó el cajón del escritorio y extrajo su pasaporte.

—¿Quién más vive aquí? —preguntó el Tontón Macoute mientras examinaba el pasaporte.

— Mi esposa, mi hijo… pero ahora se encuentran ausentes. Están en Odesa, de vacaciones, en casa de los padres de ella.

El Tontón Macoute dejó el pasaporte sobre la carpeta, y se quitó los anteojos. Un tipo de exterior perfectamente normal. Y ningún Tontón Macoute. Un vendedor, tal vez. O un mecánico de aparatos de TV.

— Conozcámonos — dijo—. Soy investigador superior del DIC. Me llamo Igor Petróvich Zíkov.

— Un placer.

Entonces recordó que él, maldito sea, no era un criminal, y que el, maldito sea, era un científico universitario superior, y Doctor en Filosofía. Y que tampoco era un chiquillo. Cruzó las piernas, se puso cómodo y dijo con frialdad:

— Escucho.

Igor Zíkov levantó la carpeta con ambas manos, cruzó las piernas, volvió a poner la carpeta sobre la rodilla y dijo:

—¿Conoce a Arnóld Pávlovich Snegovoi?

La pregunta no sorprendió a Maliánov. Por algún motivo — un motivo inexplicable—, sabía que le preguntarían por Val Weingarten o por Arnóld Snegovoi. Y por lo tanto podía contestar con frialdad.

— Sí. Conozco al coronel Snegovoi.

—¿Y cómo sabe que es coronel? — interrogó Zíkov enseguida.

— Bueno, quiero decir… — Maliánov evitó una respuesta directa—. Nos conocemos desde hace mucho tiempo.

—¿Cuánto?

— Bien, cinco años, creo. Desde que se mudó a este edificio.

—¿Y en qué circunstancias se conocieron?

Maliánov trató de recordar. ¿Cuáles habían sido las circunstancias? Maldición. ¿Cuándo le llevó la llave por primera vez? No. entonces ya nos conocíamos.

— Hmm — dijo, descruzando las piernas y rascándose la nuca—. ¿Sabe? no recuerdo. Recuerdo esto. El ascensor no funcionaba, e Irina, mi esposa, volvía de la tienda con comestibles y el niño. Arnóld Snegovoi la ayudó con los paquetes y el chico. Bien, ella lo invitó a pasar. Creo que vino esa misma noche.

—¿Iba de uniforme?

— No — repuso Maliánov con certidumbre.

— Bien. ¿Y desde entonces se hicieron amigos?

— Bueno, amigos es una palabra demasiado fuerte. Aparece de vez en cuando… pide prestados libros, los presta, a veces bebemos una taza de té. Y cuando se va por sus negocios, nos deja las llaves.

—¿Por qué?

—¿Qué quiere decir por qué? Uno nunca…

Pero en realidad, ¿por qué dejaba las llaves? Nunca se me ocurrió preguntármelo. Supongo que por las dudas, tal vez.

— Por las dudas, tal vez — dijo Maliánov—. Es posible que aparezcan sus parientes… o algún otro.

—¿Alguna vez vino alguien?

— No… Que yo recuerde, no. Por lo menos mientras estuve aquí. Quizá mi esposa sepa algo en ese sentido.

Igor Zíkov asintió, pensativo, y luego inquirió:

— Bien, ¿y alguna vez hablaron de ciencia, de su trabajo?

Otra vez el trabajo.

—¿Del trabajo de quién? — preguntó Maliánov, sombrío.

— Del de él, por supuesto. Era físico, ¿no?

— No tengo la menor idea. Yo creía que estaba en cohetería.

Antes de terminar la frase le brotó un sudor frío. ¿Qué quería decir era? ¿Por qué el tiempo pretérito? No dejó la llave. Dios, ¿qué habría ocurrido? Estaba a punto de gritar a todo pulmón: «¿Qué quiere decir era?», pero Zíkov lo dejó pasmado. Con el veloz movimiento de un esgrimista, estiró el brazo y tomó una libreta de debajo de la nariz de Maliánov.

—¿De dónde sacó esto? — preguntó, y el rostro se le volvió más viejo—. ¿De dónde lo sacó?

— Apenas una…

—¡Siéntese! — gritó Zíkov. Sus ojos azules recorrieron el semblante de Maliánov—. ¿Cómo llegaron estos datos a sus manos?

—¿Qué datos? — murmuró Maliánov—. ¿De qué demonios de datos me habla? — rugió—. Esos son mis cálculos.

— Estos no son sus cálculos — replicó Zíkov con frialdad, y levantando la voz a su vez—. ¿De dónde salió este gráfico?

Le mostró la página desde lejos, y señaló una línea retorcida.

—¡De mi cabeza! — vociferó Maliánov—. ¡De aquí! —Se golpeó la sien con el puño—. ¡Es la dependencia de la densidad respecto de la distancia hasta la estrella!

—¡Esta es la línea de crecimiento de los delitos en nuestro distrito, en el último trimestre! — anunció Zíkov.