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Otro bocinazo. Volví al Land Cruiser, que estaba aparcado junto a la acera. Farid, sentado al volante, fumaba un cigarrillo.

– Tengo que ver una cosa más -le dije.

– ¿Puedes darte prisa?

– Dame diez minutos.

– Ve entonces. -Pero cuando me di la vuelta para marcharme, añadió-: Es mejor que olvides. Facilita las cosas. -Arrojó el cigarro por la ventanilla-. ¿Qué es lo que quieres ver? Permíteme que te ahorre unos cuantos problemas: nada de lo que recuerdas ha sobrevivido. Es mejor olvidar.

– No quiero olvidar más -dije-. Dame diez minutos.

•••

Hassan y yo apenas derramábamos una gota de sudor cuando subíamos a la colina que había al norte de la casa de Baba. Trepábamos corriendo hasta la cima persiguiéndonos el uno al otro, o nos sentábamos en la ladera, desde donde se veía a lo lejos el aeropuerto. Observábamos cómo los aviones despegaban y aterrizaban. Y volvíamos a correr.

Pero esta vez, cuando llegué a la cima de la escarpada colina, me parecía estar inhalando fuego cada vez que respiraba. Me caía el sudor por la cara. Estuve un rato respirando con dificultad, sintiendo una punzada en el costado. Luego busqué el cementerio abandonado. No tardé mucho en encontrarlo. Seguía allí, lo mismo que el viejo granado.

Me apoyé en el marco de piedra gris de la puerta que daba acceso al cementerio donde Hassan había enterrado a su madre. Las viejas verjas metálicas que estaban medio fuera de las bisagras habían desaparecido y las lápidas apenas eran visibles entre la tupida maleza que se había apoderado del lugar. En el murete de enfrente había un par de cruces.

Hassan decía en la carta que el granado llevaba años sin dar frutos. A juzgar por su aspecto marchito, parecía poco probable que volviese a darlos algún día. Me coloqué debajo, recordando las veces que habíamos trepado a él, montado a horcajadas en sus ramas, con las piernas colgando, la luz del sol brillando entre las hojas y dibujándonos en la cara un mosaico de luz y sombra. Noté en la boca el sabor de la granada.

Me agaché y acaricié el tronco con las manos. Encontré lo que estaba buscando. La inscripción estaba borrosa, casi había desaparecido, pero seguía allí: «Amir y Hassan, sultanes de Kabul.» Recorrí con los dedos el dibujo de las letras, apartando pequeños trozos de corteza de las diminutas grietas.

Me senté con las piernas cruzadas a los pies del árbol y miré hacia el sur, hacia la ciudad de mi infancia. En aquellos días, detrás de los muros de las casas asomaban las copas de los árboles. El cielo era extenso y azul y la ropa colgada en los tendederos brillaba a la luz del sol. Aguzando el oído, podía incluso escuchar los gritos del vendedor de fruta que pasaba por Wazir Akbar Kan con su burro: «¡Cerezas! ¡Albaricoques! ¡Uvas!» Al anochecer, desde la mezquita de Shar-e-Nau, se oía el azan, la llamada del muecín a la oración.

Escuché una bocina y vi a Farid, que me hacía señales con la mano. Era hora de marcharse.

Volvimos a dirigirnos hacia el sur, de vuelta a la plaza de Pastunistán. Nos cruzamos con varias camionetas rojas cargadas de jóvenes barbudos y armados. Cada vez que nos cruzábamos con ellos, Farid maldecía entre dientes.

Alquilé una habitación en un pequeño hotel cercano a la plaza de Pastunistán. Tres niñas con vestidos negros idénticos y tocadas con pañuelos blancos se abrazaban al hombrecillo delgado y con gafas que estaba detrás del mostrador. Me cobró setenta y cinco dólares, un precio desmedido teniendo en cuenta el deteriorado aspecto del lugar, pero no me importó. Una cosa era abusar en el precio para comprarse una casa de playa en Hawai, y otra muy distinta hacerlo para dar de comer a tus hijos.

No había agua caliente, y el inodoro, que estaba rajado, no funcionaba. La habitación constaba únicamente de una cama individual de estructura metálica con un colchón viejo, una manta raída y una silla de madera que había en un rincón. La ventana que daba a la plaza estaba rota y nadie la había cambiado. Cuando dejé la maleta, vi una mancha de sangre seca detrás de la cama.

Le di dinero a Farid y salió a comprar comida. Regresó con cuatro brochetas de kabob que todavía chisporroteaban, naan fresco y un tazón de arroz blanco. Nos sentamos en la cama y lo devoramos todo. Por fin había algo que no había cambiado en Kabul: el kabob era tan suculento y delicioso como lo recordaba.

Aquella noche yo ocupé la cama y Farid se acostó en el suelo, enrollado en una manta suplementaria por la que el propietario del hotel me hizo pagar un precio adicional. En la habitación no había más luz que la de los rayos de luna que se filtraban a través de la ventana rota. Farid me dijo que el propietario le había explicado que Kabul llevaba dos días sin corriente eléctrica y que su generador estaba pendiente de reparación. Estuvimos charlando un rato. Me contó detalles sobre su infancia en Mazar i Sharif, sobre Jalalabad. Me habló de cuando su padre y él se unieron a la yihad para luchar contra los shorawi en el valle del Panjsher. Se quedaron sin víveres y tuvieron que alimentarse de insectos para sobrevivir. Me contó cómo fue el día en que mataron a tiros a su padre desde un helicóptero, el día en que una mina se llevó a sus dos hijas. Me preguntó por América. Yo le dije que en América entrabas en una tienda de alimentación y podías elegir entre quince o veinte tipos distintos de cereales. Que el cordero era siempre fresco y la leche fría, que la fruta era abundante y el agua limpia. Que todas las casas tenían un televisor, todos con mando a distancia, y que si querías, podías instalarte una antena para captar canales por satélite. Que podías ver cerca de quinientos canales distintos.

– ¡Quinientos! -exclamó Farid.

– Quinientos.

Nos quedamos un rato en silencio. Cuando pensaba que se había dormido ya, Farid soltó una risita.

– Agha, ¿sabes qué hizo el mullah Nasruddin cuando su hija se quejó de que su marido le había pegado?

A pesar de la oscuridad, sabía que Farid estaba sonriendo, y una sonrisa se perfiló también en mi propia cara. No había ni un afgano en el mundo que no supiese algún chiste del inepto mullah.

– ¿Qué?

– Pues que le pegó también, y luego la envió de vuelta a su marido para que le dijese que él no era tonto: que si aquel bastardo seguía pegando a su hija, el mullah, a cambio, pegaría a su mujer.

Me eché a reír. En parte por el chiste, y en parte al darme cuenta de que el humor afgano no cambiaba nunca. Las guerras continuaban, se había inventado Internet, un robot había caminado por la superficie de Marte, y en Afganistán seguíamos contando chistes del mullah Nasruddin.

– ¿Sabes qué le pasó al mullah una vez que se cargó a la espalda un saco muy pesado y luego se montó en su burro? -le pregunté.

– No.

– Pues que alguien que pasaba por la calle le dijo que por qué no cargaba el saco directamente en el burro. Y él respondió que eso sería una crueldad, que él ya pesaba bastante para la pobre bestia.

Seguimos intercambiando todos los chistes del mullah Nasruddin que nos sabíamos y nos quedamos nuevamente en silencio.

– ¿Amir agha? -dijo Farid, despertándome cuando casi me había quedado dormido.

– ¿Sí?

– ¿Por qué has venido? Me refiero a por qué has venido en realidad.

– Ya te lo he dicho.

– ¿Por el niño?

– Por el niño.

Farid cambió de postura.

– Me resulta difícil de creer.

– A veces también a mí me resulta difícil creer que esté aquí.

– Pero ¿por qué ese niño? ¿Vienes desde América por… un chiíta?

Aquello acabó con mis risas. Y con mi sueño.

– Estoy cansado -contesté-. Durmamos un poco.

– Espero no haberte ofendido -murmuró Farid.

– Buenas noches -dije, dándome la vuelta.

Muy pronto, los ronquidos de Farid resonaron por la habitación vacía. Yo seguí despierto, con las manos cruzadas sobre el pecho, la mirada fija en la noche estrellada que se veía a través de la ventana rota y pensando que quizá fuese cierto lo que la gente decía sobre Afganistán. Tal vez fuera un lugar sin esperanza.