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Durante el resto del día tuve que combatir la necesidad que sentía de mirar en dirección a la furgoneta gris.

Me acordé de camino a casa. Taheri. Sabía que había oído aquel nombre alguna vez.

– ¿No había una historia sobre la hija de Taheri? -le pregunté a Baba, intentando parecer despreocupado.

– Ya me conoces -respondió Baba mientras nos abríamos paso hacia la salida del mercadillo-. Cuando las conversaciones se convierten en cotilleos, cojo y me largo.

– Pero la había, ¿no? -dije.

– ¿Por qué lo preguntas? -Me miró por el rabillo del ojo.

Me encogí de hombros y luché por reprimir una sonrisa.

– Sólo por curiosidad, Baba.

– ¿De verdad? ¿Es eso todo? -dijo con una mirada guasona que no se apartaba de la mía-. ¿Te ha impresionado?

Aparté la vista.

– Baba, por favor.

Sonrió y salimos por fin del mercadillo. Nos dirigimos hacia la autopista 680 y permanecimos un rato en silencio.

– Lo único que sé es que hubo un hombre y que las cosas no fueron bien. -Lo dijo muy serio, como si estuviera revelándome que ella sufría un cáncer de pecho.

– Oh.

– He oído decir que es una chica decente, trabajadora y amable. Pero que desde entonces nadie ha llamado a la puerta del general, ningún khastegars, ningún pretendiente. -Baba suspiró-. Tal vez sea injusto, pero a veces lo que sucede en unos días, incluso en un único día, puede cambiar el curso de una vida, Amir.

Aquella noche, despierto en la cama, pensé en la marca de nacimiento de Soraya Taheri, en su nariz agradablemente aguileña y en cómo su luminosa mirada se había cruzado fugazmente con la mía. Mi corazón saltaba al pensar en ella. Soraya Taheri. Mi princesa encontrada en un mercadillo.

12

En Afganistán, yelda es el nombre que recibe la primera noche del mes de Jadi, la primera del invierno y la más larga del año. Siguiendo la tradición, Hassan y yo nos quedábamos levantados hasta tarde, con los pies ocultos bajo el kursi, mientras Alí arrojaba pieles de manzana a la estufa y nos contaba antiguos cuentos de sultanes y ladrones para pasar la más larga de las noches. Gracias a Alí conocí la tradición de yelda, en la que las mariposas nocturnas, acosadas, se arrojaban a las llamas de las velas y los lobos subían a las montañas en busca del sol. Alí aseguraba que si la noche de yelda comías sandía, no pasabas sed durante el verano.

Cuando me hice mayor, leí en mis libros de poesía que yelda era la noche sin estrellas en la que los amantes atormentados se mantenían en vela, soportando la noche interminable, esperando que saliese el sol y con él la llegada de su ser amado. Después de conocer a Soraya Taheri, para mí todas las noches de la semana se convirtieron en yelda. Y cuando llegaba la mañana del domingo, me levantaba de la cama con la cara y los ojos castaños de Soraya Taheri en mi mente. En el autobús de Baba, contaba los kilómetros que faltaban para verla sentada, descalza, vaciando cajas de cartón llenas de enciclopedias amarillentas, con sus blancos talones contrastando con el asfalto y los brazaletes de plata tintineando en sus frágiles muñecas. Pensaba en la sombra que su melena proyectaba en el suelo cuando se separaba de su espalda, por la que caía como una cortina de terciopelo. Soraya. Princesa encontrada en un mercadillo. El sol de la mañana de mi yelda.

Inventaba excusas para ir a dar una vuelta y pasarme por el puesto de los Taheri. Baba asentía con una mueca guasona. Yo saludaba al general, eternamente vestido con su traje gris, brillante a causa de los muchos planchados, y él me devolvía el saludo. A veces se levantaba de su silla de director y charlábamos un rato sobre mis escritos, la guerra o las gangas del día. Y tenía que esforzarme para que mis ojos no se fueran, no vagaran hacia donde se encontraba Soraya leyendo un libro. El general y yo nos despedíamos y yo me alejaba caminando, intentando no arrastrar los pies.

A veces la encontraba sola, cuando el general se ausentaba para hablar con otros comerciantes, y yo pasaba a su lado, simulando no conocerla y muriéndome de ganas de intimar con ella. A veces estaba con Soraya una mujer corpulenta de mediana edad, de piel clara y cabello teñido de color castaño. Me había prometido hablar con ella antes de que terminara el verano, pero se inició un nuevo curso, las hojas adquirieron tonos rojizos, amarillearon, cayeron, azotaron las lluvias de invierno y despertaron las articulaciones de Baba; las nuevas hojas brotaron una vez más y yo aún no había reunido el coraje, el dil, ni para mirarla a los ojos.

El trimestre de primavera de 1985 finalizó a últimos de mayo. Me fue estupendamente en todas las asignaturas de cultura general, un pequeño milagro teniendo en cuenta que me pasaba las clases pensando en la suave curva de la nariz de Soraya.

Un domingo sofocante de aquel verano, Baba y yo acudimos como siempre al mercadillo. Estábamos sentados en el puesto, abanicándonos con periódicos. A pesar de que el sol ardía como un hierro candente, el mercadillo estaba abarrotado y las ventas habían sido buenas… Eran sólo las doce y media y habíamos ganado ya ciento sesenta dólares. Me puse en pie, me desperecé y le pregunté a Baba si quería un refresco. Me dijo que sí, que le apetecía mucho.

– Ve con cuidado, Amir -dijo en cuanto eché a andar.

– ¿De qué, Baba?

– No soy un ahmaq, así que no te hagas el tonto conmigo.

– No sé de qué me estás hablando.

– Recuerda una cosa -me ordenó Baba, señalándome-. Ese hombre es pastún hasta la médula. Tiene nang y namoos.

Nang. Namoos. Honor y orgullo. Los principios de los hombres pastunes. Sobre todo en lo que a la castidad de la esposa se refiere. O de la hija.

– Sólo voy a buscar unos refrescos.

– No me pongas en una situación violenta, es lo único que te pido.

– No lo haré. Adiós, Baba.

Baba encendió un cigarrillo y continuó abanicándose.

Me encaminé hacia la caseta de la dirección y giré a la izquierda cuando llegué al puesto en donde por cinco dólares podías conseguir la cara de Jesús, la de Elvis, la de Jim Morrison o la de los tres juntos, impresa en una camiseta de nailon blanco. Sonaba música de mariachis y olía a encurtidos y a carne a la plancha.

Atisbé la furgoneta gris de los Taheri dos filas más allá de nuestro puesto, junto a un quiosco donde vendían mangos insertados en un palo. Soraya estaba sola, leyendo. Llevaba un vestido blanco que le llegaba hasta los tobillos. Sandalias abiertas. Cabello recogido y coronado en un moño en forma de tulipán. Pensaba, como de costumbre, limitarme a pasar a su lado, pero de pronto me encontré plantado delante del mantel blanco de los Taheri mirando fijamente a Soraya más allá de la chatarra y los alfileres de corbata viejos. Ella levantó la vista.

– Salaam -dije-. Siento ser mozahem, no pretendía molestarte.

– Salaam.

– ¿No está el general sahib? -dije. Me ardían las orejas. No conseguía mirarla a los ojos.

– Ha ido hacia allí. -Señaló hacia la derecha. El brazalete se le deslizó hasta el codo, plata contra oliva.

– ¿Le dirás que he pasado para presentarle mis respetos?

– Lo haré.

– Gracias. Ah, me llamo Amir. Le dices que he pasado a… presentarle mis respetos.

– De acuerdo.

Cambié el peso del cuerpo al otro pie y tosí para aclararme la garganta.

– Me marcho. Siento haberte interrumpido.

– No, no lo ha hecho -dijo.

– Oh. Bien. -Me di un golpecito en la cabeza con la mano y le regalé una sonrisa a medias-. Me marcho. -¿No lo había dicho ya?-. Khoda hafez.

– Khoda hafez.

Eché a andar. Me detuve, me volví y hablé antes de perder los nervios.

– ¿Puedo preguntarte qué lees?