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Se había marchitado…, no había otra palabra para describirlo. Sus ojos me lanzaron una mirada vacía, sin reconocerme en absoluto. Tenía los hombros encorvados y las mejillas hundidas, como si estuvieran demasiado agotadas para permanecer unidas al hueso que había debajo de ellas. Su padre, que había sido propietario de un cine en Kabul, le explicaba a Baba cómo, tres meses antes, una bala perdida le había dado en la sien a su esposa acabando con su vida. Luego le explicó a Baba lo de Kamal. Sólo pude escucharlo a trozos: «Nunca debería haber dejado que fuera solo… Un muchacho tan guapo, ya sabes… Eran cuatro…, intentó defenderse… Dios…, lo cogieron… Sangrando por allí… Los pantalones… No ha hablado más… Siempre está con la mirada fija…»

No habría camión, nos explicó Karim después de permanecer una semana encerrados en aquel sótano infestado de ratas. El camión no podía repararse.

– Pero hay otra posibilidad -dijo Karim, levantando la voz por encima de las quejas. Su primo disponía de un camión cisterna y lo había utilizado en un par de ocasiones para realizar contrabando de personas. Se encontraba en Jalalabad y seguramente cabríamos todos.

Todos decidieron ir excepto una pareja mayor.

Partimos aquella misma noche, Baba y yo, Kamal y su padre y los demás. Karim y su primo, un hombre calvo de cara cuadrada llamado Aziz, nos ayudaron a entrar en el camión cisterna. Uno a uno, subimos a la parte trasera del camión en marcha, subimos por la escalera de acceso y nos deslizamos en el interior de la cisterna. Recuerdo que cuando Baba había subido la mitad de la escalera, saltó de nuevo abajo y sacó la caja de rapé que llevaba en el bolsillo. La vació y cogió un puñado de tierra del camino sin pavimentar. Besó la tierra, la depositó en la caja y guardó ésta en el bolsillo interior de la chaqueta, junto a su corazón.

•••

Pánico.

Abres la boca. La abres tanto que incluso te crujen las mandíbulas. Ordenas a los pulmones que cojan aire, ahora, necesitas aire, lo necesitas ahora. Pero tus vías respiratorias te ignoran. Se colapsan, se estrechan, se aprietan, y de repente te encuentras respirando a través de una pajita de refresco. La boca se cierra y frunces los labios, y lo único que consigues articular es un grito ahogado. Las manos se agitan y tiemblan. En algún lugar se ha roto una presa y el sudor frío te inunda, empapa tu cuerpo. Quieres gritar. Lo harías si pudieses. Pero para gritar necesitas respirar.

Pánico.

El sótano era oscuro. La cisterna era negra como el carbón. Miré a derecha e izquierda, arriba y abajo, moví las manos ante mis ojos, ni un atisbo de movimiento. Parpadeé, parpadeé de nuevo. Nada. El aire estaba cargado, demasiado espeso, era casi sólido. El aire no es un sólido. Deseaba cogerlo con las manos, romperlo en pequeños pedazos, introducirlos en mi tráquea. Y el olor a gasolina… Me escocían los ojos debido a los vapores, como si alguien me hubiese arrancado los párpados y los hubiese frotado con un limón. Cada vez que respiraba me ardía la nariz. Pensé que en un lugar como ése era fácil morir. Me llegaba un grito. Llegaba, llegaba…

Y entonces un pequeño milagro. Baba me tiró de la manga y en la oscuridad apareció un resplandor verde. ¡Luz! El reloj de Baba. Mantuve los ojos pegados a aquellas manos de color verde fluorescente. Tenía tanto miedo de perderlas que no me atrevía ni a pestañear.

Poco a poco empecé a tomar conciencia de lo que me rodeaba. Oía gemidos y murmullos de oraciones. Oí el llanto de un bebé y el mudo consuelo de su madre. Alguien vomitó. Otro maldijo a los shorawi. El camión se balanceaba de un lado a otro, hacia arriba y hacia abajo. Las cabezas golpeaban contra el metal.

– Piensa en algo bueno -me dijo Baba al oído-. En algo feliz.

Algo bueno. Algo feliz. Dejé vagar la mente. Dejé que el recuerdo me invadiera:

Viernes por la tarde en Paghman. Un campo de hierba de color verde manzana salpicado por moreras con el fruto maduro. Estamos Hassan y yo. La hierba nos llega hasta los tobillos. El carrete da vueltas en las manos callosas de Hassan. Nuestros ojos contemplan la cometa en el cielo. No intercambiamos ni una palabra; no porque no tengamos nada que decir, sino porque no es necesario decir nada… Eso es lo que sucede entre personas que mutuamente son su primer recuerdo, entre personas criadas por el mismo pecho. La brisa agita la hierba y Hassan deja rodar el carrete. La cometa da vueltas, baja en picado, se endereza. Nuestras sombras gemelas bailan en la hierba rizada. Más allá del muro de adobe, en el otro extremo del campo, oímos voces y risas y el gorgoteo de una fuente. Y música, algo viejo y conocido, creo que se trata de Ya Mowlah tocado al rubab. Alguien nos llama desde detrás del muro, dice que es la hora del té y las pastas.

No recordaba muy bien qué mes era, ni siquiera el año. Lo único que sabía era que el recuerdo estaba vivo en mí, un fragmento perfectamente encapsulado de un pasado bueno, una pincelada de color sobre el lienzo gris y árido en que se habían convertido nuestras vidas.

El resto del viaje son retazos dispares de recuerdos que van y vienen, en su mayoría sonidos y olores: aviones Mig rugiendo por encima de nuestras cabezas, el tableteo de las ametralladoras, un asno rebuznando cerca de nosotros, el tintineo de los cencerros y los balidos de las ovejas, la gravilla aplastada bajo las ruedas del camión, un bebé protestando en la oscuridad, el hedor a gasolina, vómitos y mierda…

Lo que recuerdo a continuación es la luz cegadora de primera hora de la mañana al salir de la cisterna de gasolina. Recuerdo volver la cara en dirección al cielo, entornar los ojos y respirar como si el mundo estuviera quedándose sin aire. Me tumbé en un margen del camino de tierra junto a una zanja llena de piedras, miré hacia el cielo gris, dando gracias por aquel aire, dando gracias por aquella luz, dando gracias por estar vivo.

– Estamos en Pakistán, Amir -afirmó Baba. Estaba de pie a mi lado-. Dice Karim que llamará a un autobús para que nos lleve hasta Peshawar.

Me puse bocabajo, sin levantarme del frío suelo, y vi nuestras maletas a ambos lados de los pies de Baba. A través de la uve invertida que formaban sus piernas, vi el camión parado junto a la carretera y a los demás refugiados, que descendían por la escalera trasera. Más allá, la carretera de tierra se deslizaba entre campos que eran como sábanas plomizas bajo el cielo gris hasta que desaparecía detrás de una cadena de montañas sinuosas. El camino pasaba a lo lejos por un pequeño pueblo que se extendía a lo largo de una loma reseca por el sol. Ya echaba de menos Afganistán.

Mi mirada regresó a las maletas. Me producían tristeza, y era por Baba. Después de todo lo que había construido, planificado, de todas las cosas por las que había luchado, se había inquietado, soñado. Ése era el compendio de su vida: un hijo decepcionante y dos maletas.

Alguien gritaba. No, no gritaba. Gemía. Vi a los pasajeros congregados en círculo y escuché la impaciencia de sus voces. Alguien pronunció la palabra «vapores». Alguien la repitió. El gemido se convirtió en un chillido hiriente.

Baba y yo corrimos hacia el montón de mirones y nos abrimos paso entre ellos. El padre de Kamal estaba sentado en medio del círculo con las piernas cruzadas, balanceándose de un lado a otro y besando la cara cenicienta de su hijo.

– ¡No respira! ¡Mi hijo no respira! -lloraba. El cuerpo sin vida de Kamal yacía en el regazo de su padre. Su mano derecha, abierta y flácida, se movía al ritmo de los sollozos de su padre-. ¡Mi hijo! ¡No respira! ¡Alá, ayúdalo a respirar!

Baba se arrodilló a su lado y le pasó un brazo por el hombro. Pero el padre de Kamal lo apartó y arremetió contra Karim, que estaba entre el grupo con su primo. Lo que sucedió a continuación fue demasiado rápido y breve para poder calificarlo de pelea. Karim pegó un grito de sorpresa y retrocedió. Vi un brazo que se movía y una pierna que daba una patada. Un instante después, el padre de Kamal tenía en sus manos la pistola de Karim.