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Las guerras de Afganistán han destruido las carreteras que conectan Kabul, Herat y Kandahar. Ahora la forma más sencilla de llegar a Herat es a través de Mashad, en Irán. Laila y su familia pasan la noche en un hotel de esa ciudad iraní, y por la mañana se suben a otro autobús.

Mashad es una ciudad llena de gente, ruidosa. Laila contempla los parques, mezquitas y restaurantes chelo kebab que el autobús va dejando atrás. Cuando pasan por delante del santuario consagrado al imán Reza, el octavo imán chií, Laila estira el cuello para ver mejor los azulejos relucientes, los minaretes, la magnífica cúpula dorada, todo ello cuidado con esmero y amor. Piensa entonces en los budas de su país, convertidos ahora en polvo que el viento lleva por el valle Bamiyán.

El viaje en autobús hasta la frontera dura casi diez horas. El terreno se vuelve más desolado, más árido, a medida que se acercan a Afganistán. Poco antes de cruzar, pasan junto a un campamento de refugiados afganos. Para Laila, no es más que un borrón de polvo amarillo, tiendas negras y alguna que otra estructura hecha de chapas de acero. Ella alarga la mano para apretar la de Tariq.

En Herat, la mayoría de las calles están asfaltadas y flanqueadas de pinos fragantes. Hay parques municipales, bibliotecas en construcción, jardines bien cuidados y edificios recién pintados. Los semáforos funcionan, y lo que más sorprende a Laila es que haya luz eléctrica de forma regular. Ha oído decir que el cabecilla militar de Herat, Ismail Jan, un señor feudal, ha ayudado a reconstruir la ciudad con las considerables tasas aduaneras que recauda en la frontera con Irán, dinero que Kabul afirma que no le pertenece a él, sino al Gobierno central. La voz del taxista que los lleva al hotel Muwaffaq tiene un tono reverente y temeroso cuando pronuncia el nombre de Ismail Jan.

La estancia de dos noches en el Muwaffaq les costará casi una quinta parte de sus ahorros, pero el viaje desde Mashad ha sido largo y pesado, y los niños están agotados. Cuando Tariq recoge la llave en recepción, el anciano que les atiende le comenta que el Muwaffaq es muy popular entre los periodistas y los trabajadores de las ONG.

– Bin Laden durmió aquí una noche -alardea.

La habitación tiene dos camas y cuarto de baño con agua corriente fría. En la pared, entre las dos camas, cuelga un retrato del poeta Jaya Abdulá Ansary. Desde la ventana se ve una calle muy transitada y un parque con senderos de ladrillos de color pastel, bordeados de espesos macizos de flores. Los niños se han acostumbrado a ver la televisión y sufren un desengaño al ver que en la habitación no hay aparato. De todas formas, se duermen enseguida. También los mayores caen rendidos al poco rato. Laila duerme profundamente en brazos de Tariq. Sólo se despierta una vez durante la noche a causa de un sueño que luego no puede recordar.

A la mañana siguiente, después de desayunar té, pan recién hecho, mermelada de membrillo y huevos pasados por agua, Tariq va en busca de un taxi para Laila.

– ¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? -pregunta, llevando a Aziza de la mano. Zalmai no le da la mano, pero está pegado a él, con un hombro apoyado en su cadera.

– Sí.

– Me preocupa.

– No pasará nada -lo tranquiliza Laila-. Te lo prometo. Lleva a los niños a un bazar. Cómprales algo.

Zalmai se echa a llorar al ver que el taxi se aleja, y cuando Laila vuelve la cabeza, lo ve alzando los brazos para que Tariq lo coja. Zalmai está empezando a aceptar a su nuevo padre, y para Laila es un alivio, pero también le parte el corazón.

– No eres de Herat -dice el taxista.

Los negros cabellos le llegan hasta los hombros -Laila ha comprobado que es una forma de desafío habitual hacia los expulsados talibanes-, y tiene una cicatriz que le corta el lado derecho del bigote. En el parabrisas lleva una foto pegada. Es de una muchacha con las mejillas sonrosadas y el pelo recogido en dos trenzas.

Laila le dice que ha estado viviendo en Pakistán durante un año, pero que ahora regresa a Kabul.

– A Dé Mazang.

Por la ventanilla, Laila ve herreros que sueldan asas de latón a sus correspondientes jarras, y fabricantes de sillas de montar que extienden cueros de animales para que se sequen al sol.

– ¿Hace mucho que vives aquí, hermano? -pregunta.

– Oh, toda la vida. Nací aquí. Lo he visto todo. ¿Recuerdas el alzamiento?

Laila asiente, pero él lo explica de todos modos.

– Fue en marzo de mil novecientos setenta y nueve, unos nueve meses antes de que nos invadieran los soviéticos. Unos cuantos heratíes furiosos mataron a unos asesores soviéticos, así que éstos enviaron tanques y helicópteros a machacarnos. Estuvieron bombardeando la ciudad durante tres días, hamshira. Derribaron edificios, destruyeron uno de los minaretes, mataron a miles de personas. Miles. Yo perdí a dos hermanas durante esos tres días. La pequeña sólo tenía doce años. -El taxista da unos golpecitos sobre la foto del parabrisas-. Es ella.

– Lo siento -dice Laila, y le parece casi increíble que la vida de todos los afganos esté marcada por la muerte y un sufrimiento inimaginable. Y, sin embargo, también ve que la gente encuentra el modo de sobrevivir y seguir adelante. Laila piensa en su propia existencia y en todo lo que le ha ocurrido, y le asombra que también ella haya sobrevivido, que siga en este mundo, sentada en un taxi, escuchando la historia de ese hombre.

La aldea de Gul Daman consta de unas cuantas casas cercadas por tapias y rodeadas de kolbas hechos de paja y adobe. Laila ve mujeres de rostro curtido por el sol cocinando a la puerta de los kolbas, con el rostro sudoroso por el vapor que desprenden las grandes ollas negras colocadas sobre fogatas. Las mulas comen en los pesebres. Los niños que perseguían a las gallinas acaban corriendo detrás del taxi. Laila ve hombres que empujan carretillas llenas de piedras y que se detienen a observar el paso del taxi. El conductor gira al llegar a un cementerio con un deteriorado mausoleo en el centro y explica a Laila que ahí yace un sufí de la aldea.

También hay un molino de viento. Tres niños pequeños juegan con el barro a la sombra de sus inmóviles aspas oxidadas. El taxista se detiene junto a ellos y saca la cabeza por la ventanilla. El niño que parece mayor le contesta, señalando una casa de más adelante. El taxista le da las gracias y vuelve a emprender la marcha.

Aparca frente a una casa de una planta rodeada por una tapia. Laila ve la copa de las higueras que asoman sobre el muro, con algunas ramas colgando por encima.

– No tardaré -le dice al taxista.

Le abre la puerta un hombre de mediana edad, bajo, delgado y de cabellos rojizos. En la barba tiene dos mechones grises paralelos. Lleva un chapan sobre el pirhan-tumban. Se saludan.

– ¿Es ésta la casa del ulema Faizulá? -pregunta Laila.

– Sí. Yo soy su hijo Hamza. ¿Qué puedo hacer por ti, hamshire?

– He venido por una vieja amiga de tu padre, Mariam.

El hombre parpadea con expresión perpleja.

– Mariam…

– La hija de Yalil Jan.

Hamza vuelve a parpadear. Luego se lleva la mano a la mejilla y su rostro se ilumina con una sonrisa que pone al descubierto una dentadura en la que faltan piezas y otras están podridas.

– ¡Oh! -exclama, alargando el sonido como si dejara escapar el aire-. ¡Mariam! ¿Eres su hija? ¿Está…? -El hombre estira el cuello para mirar detrás de Laila, buscando a Mariam con emoción-. ¿Está aquí? ¡Hace tanto tiempo! ¿Ha venido Mariam?

– Lo siento: ha muerto.

La sonrisa se borra del rostro de Hamza.

Así se quedan los dos, inmóviles en la puerta, Hamza mirando al suelo. Se oye el rebuzno de un burro.

– Pasa -dice Hamza, abriendo la puerta de par en par-. Por favor, entra.

***