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– No se enterará nadie. No nos encontrarán.

– Sí, tarde o temprano nos encontrarán. Son como sabuesos. -Mariam hablaba en voz baja, en tono admonitorio, haciendo que las promesas de Laila parecieran fantásticas, falsas, insensatas.

– Mariam, por favor.

– Y cuando nos encontraran, te considerarían tan culpable como a mí. Y a Tariq también. No permitiré que viváis los dos huyendo siempre como fugitivos. ¿Qué les ocurriría a tus hijos si os cogieran?

A Laila le escocían los ojos rebosantes de lágrimas.

– ¿Quién se ocuparía de ellos entonces? ¿Los talibanes? Piensa como una madre, Laila yo. Piensa como una madre. Es lo que yo hago.

– No puedo.

– Pues no te queda más remedio.

– No es justo -gimió Laila.

– Sí lo es. Ven aquí. Ven a tumbarte aquí.

Laila gateó hasta ella y apoyó la cabeza sobre su regazo. Recordó todas las tardes que habían pasado juntas, trenzándose los cabellos la una a la otra, y a Mariam escuchando pacientemente sus pensamientos al azar y sus historias corrientes con aire agradecido, con la expresión de una persona a la que se ha concedido un privilegio único y codiciado.

– Es justo -afirmó Mariam-. He matado a nuestro marido. He privado de su padre a tu hijo. No es correcto que huya. No puedo. Aunque no nos cogieran nunca, yo no podría… -Le temblaron los labios-. Jamás escaparía del dolor de tu hijo. ¿Cómo iba a mirarlo a la cara? ¿Cómo iba a atreverme a mirarlo a la cara, Laila yo?

Mariam jugueteó con un mechón de pelo de su compañera, le desenredó un terco rizo.

– Para mí, todo acaba aquí. No anhelo nada más. Todo lo que deseaba de niña tú me lo has dado ya. Tú y tus hijos me habéis hecho muy feliz. Todo está bien, Laila yo. No te preocupes ni te entristezcas.

La joven no halló ninguna réplica razonable a las palabras de Mariam. Aun así, continuó divagando de forma tan incoherente como infantil sobre los árboles frutales que plantarían y las gallinas que tendrían. Siguió hablando de casitas en lugares sin nombre, y de paseos a lagos rebosantes de truchas. Y al final, cuando se quedó sin palabras, descubrió que en cambio seguía teniendo lágrimas, y no le quedó más remedio que rendirse y llorar como una niña abrumada por la lógica aplastante de un adulto. Se encogió y enterró la cara una última vez en el agradable y cálido regazo de Mariam.

A media mañana, la mujer mayor metió pan e higos secos para la comida de Zalmai, y también unos cuantos higos y galletas con forma de animales para Aziza. Luego le entregó la bolsa a Laila.

– Dale un beso a la niña de mi parte -pidió-. Dile que es la nur de mis ojos y la sultana de mi corazón. ¿Lo harás?

Laila asintió con los labios apretados.

– Coge el autobús, como te he dicho, y no levantes la cabeza.

– ¿Cuándo volveré a verte, Mariam? Quiero verte antes de declarar. Yo les contaré cómo ha ocurrido todo. Les explicaré que no ha sido culpa tuya, que te viste obligada. Lo comprenderán, Mariam, ¿verdad? Lo comprenderán.

Ella la miró con ternura.

Se agachó luego para mirar a Zalmai a la cara. El niño llevaba una camiseta roja, pantalones caqui raídos y unas botas de vaquero de segunda mano que le había comprado Rashid en Mandaii. Aferraba la pelota de baloncesto con ambas manos. La mujer le dio un beso en la mejilla.

– Ahora tienes que ser muy fuerte y muy bueno -advirtió-. Trata bien a tu madre. -Le cogió la cara con las manos. Él quiso soltarse, pero Mariam lo sujetó-. Lo siento mucho, Zalmai yo. Créeme, siento mucho todo tu dolor y tu tristeza.

Madre e hijo enfilaron la calle cogidos de la mano. Justo antes de volver la esquina, Laila miró hacia atrás y vio a Mariam en el portón de la casa: llevaba un pañuelo blanco sobre la cabeza, una chaqueta de lana azul oscuro abrochada y pantalones de algodón blancos. Un mechón de pelo gris le caía sobre la frente. La luz del sol le iluminaba el rostro y los hombros. La mujer agitó la mano con gesto afable.

Laila y Zalmai volvieron la esquina. Jamás volvieron a ver a Mariam.

47

Mariam

De vuelta en el kolba, al parecer, después de tantos años.

La cárcel para mujeres de Walayat era un edificio gris de planta cuadrada en Shar-e-Nau, cerca de la calle del Pollo. Se hallaba en el centro de un complejo más grande que albergaba a presos varones. Una puerta con candado separaba a Mariam y a las demás mujeres de los hombres que las rodeaban. Mariam contó cinco celdas ocupadas. Eran calabozos desnudos, de paredes sucias y desconchadas, con ventanucos que daban a un patio. Las ventanas tenían barrotes, pero las puertas de las celdas no se cerraban con llave y las mujeres eran libres de salir al patio cuando quisieran. Tampoco tenían cristales, ni cortinas, lo cual significaba que los talibanes que las custodiaban y vagaban por el patio podían ver el interior de las celdas sin problemas. Algunas de las mujeres se quejaban de que los guardias se paraban a fumar junto a las ventanas para lanzar miradas lascivas al interior, con ojos brillantes y sonrisa de lobo, y que se susurraban bromas indecentes unos a otros. Por ello, la mayoría de las mujeres llevaban el burka todo el día, y sólo se lo quitaban con la puesta de sol, cuando se cerraba el portón principal y los guardias ocupaban sus puestos.

Por la noche, no había luz en la celda que Mariam compartía con otras cinco mujeres y cuatro niños. Las noches que había luz eléctrica, aupaban hasta el techo a Nagma, una joven menuda de pecho plano y negros rizos. En el techo había un cable pelado. Con las manos desnudas, Nagma enrollaba el cable en torno a la base de la bombilla para encenderla.

Las letrinas eran del tamaño de un armario con el suelo de cemento agrietado. Había un pequeño agujero rectangular en el suelo, siempre lleno de moscas, en cuyo fondo se acumulaban las heces.

En el centro de la cárcel había un patio rectangular a cielo abierto, y en medio del patio, un aljibe. Éste carecía de desagüe, por lo que el lugar se convertía a menudo en un pantano y el agua sabía a podrido. Las cuerdas de ropa se cruzaban unas con otras, cargadas de calcetines y pañales lavados a mano. Allí recibían las presas a sus visitas; allí hervían el arroz que les llevaban las familias, puesto que la cárcel no les proporcionaba comida. El patio era también el lugar de recreo de los más pequeños. Según habían contado a Mariam, muchos de los niños habían nacido en Walayat y jamás habían visto el mundo que había extramuros. La mujer los observaba cuando correteaban, persiguiéndose unos a otros, haciendo saltar el barro con sus pies descalzos. Corrían por el patio todo el día, enzarzados en alegres juegos, sin prestar atención al hedor a heces y a orina que impregnaba todo Walayat y sus propios cuerpos, sin preocuparse por los guardias talibanes, hasta que uno de ellos les pegaba.

Mariam no recibía visitas. Era lo primero y lo único que había preguntado a los funcionarios talibanes de la cárcel. Nada de visitas.

Ninguna de las presas que compartían celda con Mariam había sido condenada por un delito de sangre; todas estaban allí por el delito corriente de «huir de casa». En consecuencia, Mariam adquirió cierta notoriedad entre ellas, se convirtió en una especie de celebridad. Las mujeres la miraban con expresión reverente, casi sobrecogida. Le ofrecían sus mantas. Competían por compartir con ella su comida.

La más entusiasta era Nagma, que andaba siempre colgándose de su brazo y la seguía allá donde fuera. Era de esa clase de personas a las que se entretenía hablando de desgracias, fueran propias o ajenas. Contó a Mariam que su padre la había prometido a un sastre treinta años mayor que ella.

«Huele a gó y tiene menos dientes que dedos», afirmó Nagma del sastre.

Nagma había intentado huir a Gardez con un joven del que se había enamorado, el hijo de un ulema. Pero en cuanto salieron de Kabul, los atraparon y los enviaron de vuelta. Al hijo del ulema lo azotaron hasta que se arrepintió y declaró que Nagma lo había seducido con sus encantos femeninos. Dijo que ella le había lanzado un hechizo y prometió que a partir de entonces dedicaría su vida al estudio del Corán. Al hijo del ulema lo soltaron. A Nagma la condenaron a cinco años de cárcel.