¡Estaba debajo del armario!
Se quedó como paralizado durante los segundos que ella tardó en poner la boca de la pistola encima de su bota y dispararle otros cinco clavos de siete pulgadas en el pie.
Él intentó moverse.
Le llevó otros preciosos segundos darse cuenta de que sus pies estaban clavados a las tablas de madera del nuevo suelo. La mano de Lisbeth Salander regresó al pie izquierdo. Sonó como si un arma automática disparara tiros sueltos en rápida sucesión. Le dio tiempo a clavarle otros cuatro clavos de siete pulgadas antes de que a él se le ocurriera actuar.
Quiso agacharse para agarrar la mano de Lisbeth Salander, pero perdió el equilibrio en el acto. Consiguió recuperarlo apoyándose contra el armario mientras una y otra vez oía los disparos de la pistola de clavos, ta-clam, ta-clam, ta-clam. Ahora la tenía de nuevo en el pie derecho. Vio cómo le clavaba los clavos en oblicuo, atravesándole el talón.
De repente, Ronald Niedermann aulló de pura rabia. Volvió a intentar coger la mano de Lisbeth Salander.
Desde debajo del armario, Lisbeth Salander vio subir la pernera del pantalón en señal de que él se estaba agachando. Soltó la pistola de clavos. Ronald Niedermann vio cómo la mano desaparecía por debajo del armario con la velocidad de un reptil sin que él pudiera alcanzarla.
Quiso hacerse con la pistola pero, en el mismo momento en que la tocó con la punta del dedo, Lisbeth Salander la metió bajo el armario tirando del cable.
El espacio que había entre el suelo y el armario era de poco más de veinte centímetros. Niedermann volcó el mueble con todas sus fuerzas. Lisbeth Salander alzó la vista mirándolo con unos enormes ojos y con cara de ofendida. Giró la pistola y disparó desde una distancia de medio metro. El clavo le dio a Ronald en medio de la tibia.
A continuación, soltó la pistola y, rápida como un rayo, se alejó de él rodando y se puso de pie fuera de su alcance. Luego retrocedió dos metros y se detuvo.
Ronald Niedermann intentó moverse, pero volvió a perder el equilibrio y se tambaleó de un lado para otro agitando los brazos en el aire. Recuperó el equilibrio y, lleno de rabia, se agachó.
Esta vez logró hacerse con la pistola de clavos. La levantó y apuntó con ella a Lisbeth Salander. Apretó el gatillo.
No pasó nada. Desconcertado, se quedó contemplando la pistola. Luego volvió a dirigir la mirada hacia Lisbeth Salander, quien, sin la menor expresión en el rostro, sostenía la clavija en la mano. Preso de un ataque de rabia, él le lanzó la pistola. Ella lo esquivó rauda como un rayo.
Acto seguido, Lisbeth enchufó la clavija y se acercó la pistola tirando del cable.
Los ojos de Ronald Niedermann se toparon con la inexpresiva mirada de Lisbeth Salander. Le invadió un repentino estupor: acababa de comprender que ella lo había vencido. Es sobrenatural. Por puro instinto, intentó soltar el pie del suelo. Es un monstruo. Consiguió reunir fuerzas para elevar el pie unos milímetros antes de que las cabezas de los clavos le impidieran levantarlo más. Los clavos le habían penetrado los pies en distintos ángulos, de forma que, para poder liberarse, tendría literalmente que destrozarse los pies. Ni siquiera con sus fuerzas casi sobrehumanas pudo liberarse. Se tambaleó unos cuantos segundos de un lado para otro como si estuviese a punto de desmayarse. No se soltó. Vio cómo, poco a poco, un charco de sangre se iba formando bajo sus pies.
Lisbeth Salander se sentó frente a Niedermann en una silla que no tenía respaldo y permaneció atenta en todo momento a que él no diera señales de ser capaz de arrancar sus pies del suelo. Como no podía sentir dolor, era tan sólo una cuestión de tiempo que él arrancara sus pies pasándolos a través de las cabezas de los clavos. Sin mover un solo músculo, ella estuvo contemplando su lucha durante diez minutos. Los ojos de Lisbeth no mostraron en ningún instante expresión alguna.
Luego se levantó, lo rodeó y le puso la pistola en la espina dorsal, un poco por debajo de la nuca.
Lisbeth Salander reflexionó profundamente. El hombre que ahora tenía ante sí no sólo había importado mujeres; también las había drogado, maltratado y vendido a diestro y siniestro. Incluyendo a aquel policía de Gosseberga y a un miembro de Svavelsjö MC, había asesinado como mínimo a ocho personas. No tenía ni idea de cuántas vidas más pesarían sobre la conciencia de su medio hermano, pero por su culpa a ella la acusaron de tres de los asesinatos que él cometió y la persiguieron por toda Suecia como a un perro rabioso.
Lisbeth tenía el dedo puesto en el gatillo.
El mató a Dag Svensson y a Mia Bergman.
Y, con la ayuda de Zalachenko, también la mató a ella. Y a ella fue a la que enterró en Gosseberga. Y ahora había vuelto para matarla otra vez.
Era para cabrearse.
No veía ninguna razón para dejarlo con vida. Él la odiaba con una pasión que ella no entendía. ¿Qué pasaría si se lo entregara a la policía? ¿Un juicio? ¿Cadena perpetua? ¿Cuándo empezarían a darle permisos? ¿Cuándo se fugaría? Y ahora que su padre por fin se había ido, ¿durante cuántos años tendría que vigilar sus espaldas en espera de que un día su hermanastro volviese a aparecer? Sintió el peso de la pistola de clavos. Podía terminar con aquello de una vez por todas.
Análisis de consecuencias.
Se mordió el labio inferior.
Lisbeth Salander no temía ni a las personas ni a las cosas. Se dio cuenta de que carecía de la imaginación que sería necesaria para eso: una prueba como cualquier otra de que algo no andaba bien en su cerebro.
Ronald Niedermann la odiaba y ella le correspondía con un odio igual de irreconciliable. Él había pasado a engrosar la lista de hombres que, como Magge Lundin, Martin Vanger, Alexander Zalachenko y una docena más de hijos de puta, no tenían en absoluto ninguna excusa para ocupar el mundo de los vivos. Si ella pudiera llevárselos a todos a una isla desierta y dispararles un arma nuclear, se quedaría más que satisfecha.
Pero ¿cometer un asesinato? ¿Merecía la pena? ¿Qué pasaría con ella si lo matara? ¿Qué oportunidades tenía de evitar que la descubrieran? ¿Qué estaba dispuesta a sacrificar por darse el gusto de apretar el gatillo de la pistola de clavos una última vez?
Podría alegar defensa propia y el derecho de legítima defensa… No, sería difícil con los pies de Niedermann clavados en el suelo.
De pronto, acudió a su mente Harriet Vanger, que también había sido torturada por su padre y su hermano. Se acordó de las duras palabras que ella misma le dijo a Mikael Blomkvist y con las que condenaba a Harriet Vanger: era culpa de Harriet que su hermano, Martin Vanger, continuara matando año tras año.
– ¿Qué harías tú? -le había preguntado Mikael.
– Matar a ese hijo de puta -había contestado Lisbeth con una convicción que le salió desde lo más profundo de su fría alma.
Y ahora ella se hallaba exactamente en la misma situación en la que se había encontrado Harriet Vanger. ¿A cuántas mujeres más mataría Ronald Niedermann si lo dejaba huir? Ella ya era mayor de edad y responsable de sus actos. ¿Cuántos años de su vida quería sacrificar? ¿Cuántos años habría querido sacrificar Harriet Vanger?
Luego la pistola de clavos le resultó demasiado pesada como para poder sostenerla en alto contra su espalda, incluso utilizando las dos manos.
Bajarla fue como volver a la realidad: descubrió que Ronald Niedermann murmuraba de forma inconexa. Hablaba en alemán. Y decía algo de un diablo que había venido a buscarlo.
De pronto, Lisbeth fue consciente de que sus palabras no iban dirigidas a ella. Era como si viera a alguien al fondo de la sala. Volvió la cabeza y siguió la mirada de Niedermann. Allí no había nadie. Sintió que los pelos se le ponían de punta.
Se dio la vuelta, fue a buscar la pica de hierro y entró en la sala exterior para coger su bandolera. Al agacharse descubrió la bayoneta en el suelo. Como todavía llevaba puestos los guantes, cogió el arma.