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Estuvo así casi veinte minutos, mientras Mario se bebía primero un café y después una copa de brandy.

Y otra más.

Los dientes le rechinaban de frío. Mientras, los hombres seguían fumando y bromeando dentro del pabellón. De vez en cuando, se oían grandes carcajadas dentro del pabellón. Hasta que, por fin, se levantaron e intercambiaron abrazos. Un momento después, Mario salió del edificio, se subió al camión y, guiñándole un ojo, arrancó y pasó la frontera.

Una señal anunciaba que estaban en Eslovenia. Al verla, Lassiter miró a su compañero y levantó el pulgar de la mano. Mario se encogió de hombros; había sido fácil.

La carretera avanzaba junto a un estrecho río de montaña. Había huertos y viñedos a ambos lados y pequeñas formaciones rocosas por todas partes. El paisaje estaba cubierto por una capa de varios centímetros de nieve; todo parecía próspero y bien cuidado. Las señales de los cruces estaban llenas de nombres que Lassiter no podía pronunciar: Ajdovscina, Postojna, Vrhnika, Kranj. El único sitio que le sonaba remotamente era su destino: Ljubljana, la capital.

Tardaron una hora y media, pero, cuando por fin llegaron, lo hicieron de forma súbita. No había suburbios, tan sólo una bella ciudad en medio de un hermoso paisaje. Mario detuvo el camión delante de la estación de tren.

– Liubliana -dijo. Era la primera vez que Lassiter oía cómo se pronunciaba el nombre.

Se dieron la mano, pero, cuando Lassiter estaba a punto de bajarse, el italiano le cogió la manga. Pellizcó la tela del mono entre el dedo índice y el pulgar y dijo algo que obviamente se traducía como: «Devuélvemelo.» Con gesto de sorpresa, Lassiter levantó las palmas de las manos. Después cruzó los brazos y miró nerviosamente a ambos lados.

Mario comprendió lo que le estaba diciendo: no llevaba pantalones debajo del mono. Con una sonrisa divertida, volvió a poner el camión en marcha y fue a un mercadillo que había en el casco viejo de la ciudad. Aunque la mayoría de los puestos eran de verduras y comida, algunos también vendían ropa. Lassiter encontró un par de pantalones vaqueros de su talla y una camiseta con las palabras: I _ Ljubljana.

Se cambió en el camión y, después de volver a estrechar la mano de Mario, se bajó delante del Grand Hotel.

– Arrivederci -dijo Lassiter.

– Hasta la vista -contestó Mario con una sonrisa burlona.

El conserje era un hombre calvo con la nariz muy roja y un bigote que parecía un manillar de bicicleta. Lassiter le dijo que quería una habitación. El hombre asintió.

– Pasaporte -pidió.

Lassiter movió la cabeza.

– Lo siento -repuso, -pero tengo que ir a recoger uno nuevo a la embajada.

El conserje le miró la cara arañada y frunció el ceño.

– ¿Ha tenido un accidente? -preguntó acariciándose la mejilla.

A Lassiter le sonó bien.

– Sí -asintió.

– Lo siento. ¿Necesita un doctor?

Lassiter movió la cabeza.

– No hace falta. Mañana vuelvo a Estados Unidos. Ahora sólo necesito descansar.

– Por supuesto -dijo el conserje y le pidió que rellenara una tarjeta.

Lassiter encontró una tienda de ropa de caballero en el caso viejo de la ciudad y se compró un traje italiano y todo lo necesario para acompañarlo dignamente. Mientras le arreglaban el largo de los pantalones se tomó un café y unos croissants en una cafetería mientras leía el Herald Tribune y se compró un bastón en una farmacia. Después volvió en busca del traje y del resto de sus compras.

Ya eran las doce cuando regresó al hotel. Se cambió a toda prisa y salió nuevamente para hacerse unas fotos. Después fue andando a la Embajada de Estados Unidos, en la calle de Prazakova, y se inventó una mentira detrás de otra. Le dijo a una funcionaría que por la noche, en el casino, había conocido a una chica, pero que un hombre esloveno lo había empezado a increpar y se habían peleado. Al despertarse, estaba en su hotel, pero le había desaparecido el pasaporte y, por su aspecto, se diría que había perdido la pelea. Aunque, la verdad, es que había bebido demasiado y no se acordaba bien de lo que había pasado.

La chica debía de tener unos veintitrés años. Parecía recién salida de la universidad.

– ¿Cree que se lo han robado? -preguntó.

– No lo sé -dijo Lassiter. -Ya le he dicho que no me acuerdo demasiado bien de lo que pasó.

– Entiendo. ¿Ha denunciado la desaparición del pasaporte a la policía local?

– No.

– ¿Por qué no?

– No creo que mi mujer entendiera lo ocurrido.

– Ah.

Ante la sorpresa de Lassiter, la chica creyó su historia. Además, el ordenador de la embajada no mostraba nada que pudiera indicar que las autoridades italianas estuvieran buscando por asesinato a un turista llamado Joseph Lassiter; al menos no se disparó ninguna alarma. Los trámites burocráticos fueron ínfimos. Una hora después, Lassiter salió de la embajada con un pasaporte provisional con un año de validez.

Todo fue como la seda. Encontró un vuelo de Air Adria que lo llevó a París esa misma tarde. Una vez allí, cogió un autobús que lo llevó del aeropuerto de Orly al de Charles de Gaulle, y embarcó en un vuelo de United con destino a Washington D.C. Se acomodó en su asiento de primera clase, le pidió a la auxiliar de vuelo un Bloody Mary y cerró los ojos.

Escuchando el murmullo de su alrededor se sintió como si ya estuviera de vuelta en Estados Unidos. Las auxiliares tenían un acento tan maravillosamente norteamericano que Lassiter estuvo a punto de darles una propina por el mero hecho de hablar.

Por fin, el 747 tomó posición para el despegue, revolucionó los motores y empezó a avanzar hacia el horizonte. Un momento después estaban en el aire, alzándose por encima del Bois de Boulogne. La auxiliar de vuelo le llevó el Bloody Mary.

– Dios santo -exclamó mientras dejaba la bebida sobre la bandeja. – ¿Qué le ha pasado?

– De hecho -repuso Lassiter, -me he caído por un terraplén.

La auxiliar de vuelo le obsequió con una sonrisa radiante, una bolsita de cacahuetes y un golpecito amistoso en el antebrazo.

– ¡Bromista! -dijo.

– No, lo digo en serio.

– ¿De verdad? ¿Y cómo le ha ocurrido una cosa así? -preguntó al tiempo que se sentaba en el asiento de al lado y cruzaba las piernas.

Lassiter se encogió de hombros.

– Es fácil -contestó. -Sólo hay que dejarse caer. -Después chocó el borde de su vaso contra la ventanilla de plástico y brindó por Roy Dunwold. -Por un horizonte despejado -dijo.

– ¡Chin, chin! -replicó la mujer. – ¡Chin, chin!

CAPÍTULO 30

– Una tormenta horrible. ¡Horrible! ¡De esas que realmente dan miedo!

– Ya me imagino -dijo Lassiter esperando que Freddy se hubiera acordado de limpiar la nieve de la entrada de su casa. -Tiene que haber sido impresionante.

– Desde luego. Vamos, hasta he escrito a casa para contarlo: «La tormenta del siglo.»

– ¿De dónde es? -preguntó Lassiter mientras miraba cómo el viento formaba pequeños remolinos de nieve en el claro de luna.

– ¿Perdón?

– ¿De dónde es usted?

– Ah. De Pindi. Así es como la llaman en la televisión: «La tormenta del siglo.» Hace que suene muy dramático.

– Aquí gire a la izquierda.

– ¿Puedo preguntarle dónde ha estado de viaje?

– En Italia.

El taxista asintió.

– ¿Y no le han robado?

– No -contestó Lassiter. -Me ha pasado de todo, pero no me han robado.

– Entonces le doy mi más sincera enhorabuena.

– ¿Por qué?

– Por viajar con tan poco equipaje. Ni siquiera un emigrante…

– Gire a la izquierda en la próxima esquina.

– Sí. Hasta yo traje más cosas cuando vine a Estados Unidos. Pero veo que usted es de los que necesitan poco equipaje. Una chaqueta extra y ya está. Eso es lo que yo llamo un hombre sin ataduras.

– Sí, tengo muy pocas ataduras. Es la casa de la derecha.