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Pero ¿dónde encajaba exactamente Umbra Domini? El hecho de que hubieran asesinado a Bepi mientras indagaba sobre la organización desde luego apuntaba hacia su culpabilidad. Aunque él no tenía por qué ser el único cliente de Bepi. Era posible que Bepi estuviera investigando muchos otros asuntos. En cuanto a la paliza que le habían dado en Nápoles, Lassiter sospechaba que Della Torre era el responsable, pero ¿y qué? No tenía ninguna prueba, tan sólo sospechas. Y luego estaban los frascos de agua bendita de Grimaldi y Della Torre.

Por muy extraña que fuera la coincidencia, tampoco demostraba nada. Tal vez todos los seguidores devotos de Umbra Domini, todos los azules, tuvieran un frasco igual. Tal vez los frascos estuvieran bendecidos… por el propio Della Torre… o por el mismísimo papa. O quizás el agua viniera de Lourdes.

Por otro lado estaba la transferencia.

Desconocía el propósito con el que se había realizado, pero, desde luego, era mucho dinero. Podía estar relacionada con el trabajo de Grimaldi para Salve Cáelo, con la compra de armas o con algún tipo de soborno. Pero eso era demasiado suponer. La realidad era que la transferencia se hizo justo antes de lo que ya se había convertido en una cadena de infanticidios. Pero el hecho de que los asesinatos se cometieran inmediatamente después de la transferencia tampoco probaba que una cosa causara la otra. ¿Cómo era la famosa falacia lógica? Post hoc, ergo propter hoc: después del hecho; luego, causado por él. Aun así…

Lassiter bebió un poco de whisky, deleitándose con su sabor ahumado, casi medicinal. Sabía muchas más cosas que hacía un mes, pero todo seguía apuntando hacia la misma pregunta elemental: ¿por qué?

Eso todavía no lo sabía. Y, además, era incapaz de imaginar por qué cometería nadie, y menos aún una persona religiosa, una cadena de infanticidios. No tenía ninguna lógica, ninguna.

En cuanto a Umbra Domini, ¿por qué iba a declararle la guerra a unos niños una asociación religiosa, por muy reaccionaria que pudiera ser? Los folletos de la Umbra Domini denunciaban las técnicas reproductivas modernas, y muchas otras cosas, pero eso no era ni mucho menos una razón para asesinar niños. Había algo más, algo mucho más oscuro. Pero ¿qué?

La noche seguía llena de electricidad. Un rayo atravesó el cielo y, una vez más, el trueno estremeció la habitación. Lassiter empezó a dar vueltas delante de la ventana, bebiendo pequeños sorbos de su vaso. Fuera cual fuese la respuesta, donde más posibilidades de encontrarla tenía era en la clínica Baresi. Volaría a Roma por la mañana, alquilaría un coche y conduciría unas tres horas hasta llegar a Montecastello. Reservaría una habitación en la pensión Aquila. Después ya vería.

Sacó el ordenador portátil del armario y transcribió las notas que había escrito sobre los asesinatos de los Henderson y los Peña. Salvó el documento en el disco duro, lo codificó, conectó el módem del ordenador al teléfono del hotel y envió el documento al ordenador de su casa. Después le mandó una nota por correo electrónico a Judy en la que le decía dónde podría localizarlo durante los próximos días.

Ya eran casi las tres y media cuando Lassiter condujo a través de las puertas medievales de Todi, un pueblo encaramado en una empinada colina sobre la planicie de Umbría. Le habían dicho que en la oficina de turismo que había cerca de la plaza principal podría conseguir un mapa de la zona, así que fue hacia la plaza, siguiendo las señales que indicaban la dirección hacia el centro. Con un impaciente taxista pegado a su parachoques trasero subió y bajó por una serie de calles, cada vez más estrechas, que, finalmente, lo condujeron a la piazza del Popolo.

La plaza era una vasta expansión de piedra grisácea presidida por un palacio del siglo XIII. Lassiter pasó junto a las mesas de un café y estacionó el coche en un aparcamiento que había justo al lado de un precipicio orientado hacia el norte.

Un vigilante con un uniforme verde le pidió dinero. Lassiter se encogió de hombros y, como si fuera el más tonto de los turistas, permitió que el hombre le cogiera los billetes de la mano. El vigilante contó seiscientas liras y después pellizcó otro billete de cien con los dedos. Arqueó las cejas y se señaló el pecho. Lassiter le entendió perfectamente: la propina. El vigilante escribió lo que parecía una gran cantidad de información en un trocito de papel blanco y lo colocó debajo del limpiaparabrisas.

– ¿Oficina de turismo? -preguntó Lassiter.

– Ahhhh, sí -contestó el hombre. -Sí. -Y a continuación le obsequió con una perorata en italiano que duró tres minutos y acabó con un movimiento sinuoso de la muñeca. -Shu, shu, shu -dijo levantando las palmas de las manos hacia el cielo. -Ecco!

Aunque resultara imposible de creer, siguiendo unas indicaciones que no había comprendido, Lassiter encontró inmediatamente la oficina de turismo. La encargada casi no hablaba inglés, pero pareció comprender lo que quería. Moviéndose rápidamente de un archivador de madera a otro, le dio un mapa detallado de la región de Umbría, un mapa de Todi y sus alrededores, incluido Montecastello, una lista de festivales, un póster con el escudo de la ciudad y cuatro postales.

Lassiter le dio las gracias, cogió un bolígrafo y un papel del escritorio y escribió: «Clínica Baresi. Montecastello.»

Al ver lo que había escrito, la mujer frunció el ceño y procedió a ofrecerle una elaborada pantomima, levantando las manos hacia el techo, cruzándolas entre sí y dejándolas caer después hacia un lado. Tosió, se frotó los ojos y dijo:

– ¡Puf!

Lassiter no tenía ni la menor idea de lo que intentaba decirle, pero sonrió e hizo como si comprendiera el mensaje.

– Sí, sí -dijo. -Ningún problema.

La mujer lo miró con gesto escéptico, pero después se encogió de hombros y le dibujó en el mapa el camino a la clínica y a la pensión Aquila. Después dibujó un asterisco en cada sitio, le devolvió el mapa y le deseó buenas tardes.

Lassiter volvió al coche, se subió, extendió el mapa sobre el asiento del pasajero y salió conduciendo en la dirección que indicaba el mapa. Descendió por una cuesta, atravesó la puerta de la ciudad amurallada y salió al campo. Después de una docena de curvas muy cerradas, la carretera llegó a un terreno plano y empezó a avanzar junto a un río.

Ocho kilómetros más adelante, Lassiter llegó a la gasolinera de Agip, que constituía la principal referencia del mapa. El río apenas medía quince metros de ancho, pero el mapa lo identificaba como el mítico Tíber y una señal en el puente indicaba su nombre en italiano: Tevere.

Giró hacia la izquierda y siguió conduciendo hasta que pasó junto a un almacén de contenedores azules y un bosquecillo reforestado. Resultaba extraño ver árboles así, plantados en filas perfectamente ordenadas, como si de una huerta se tratara. Al pasar el bosquecito, la carretera se dividía en dos. Lassiter paró en la cuneta y consultó el mapa. A la derecha estaba Montecastello, un pueblo amurallado encaramado en una colina de roca, a unos doscientos cincuenta metros por encima del valle. Lo reconoció por la postal de la nevera de Kara Baker, que, de hecho, parecía hecha desde algún lugar cercano.

La carretera de la izquierda era la que la mujer había marcado para ir a la clínica. Lassiter siguió subiendo por una suave cuesta rodeada de olivares, varios campos llenos de rastrojos invernales de maíz y alguna casa modesta.

Y entonces llegó. A su izquierda había dos inmensos pilares de piedra rodeados de maleza. Una señal escrita en elegantes le tras cursivas colgaba de una barra de metal oxidado: «Clínica Baresi.» El largo camino ascendente de grava estaba flanqueado por cedros altos y delgados. Pasó entre los pilares y unos ocho cientos metros después llegó a la cumbre de la colina.

Y cuando vio el edificio se sintió como si alguien lo hubiera golpeado en pleno corazón.